Carla Sandoval Carrillo | Política y sociedad / UBUNTU O NUESTRA HUMANIDAD COMPARTIDA
Nací en un país donde el racismo está institucionalizado desde hace más de 500 años. Vivo en un país donde el racismo viene creciendo día a día. En fin, no salgo de ello. Me ha perseguido y formado, desde mi nacimiento hasta hoy en día. El 21 de marzo, fue el Día Internacional contra el Racismo. Las personas progresistas, de izquierda y de las distintas organizaciones sociales y ONG, salen a la calle a manifestar en contra del progreso substancial de hechos y acontecimientos racistas: en el 2018 hubo un aumento de 50 % de acontecimientos racistas según el Instituto Nacional contra el Racismo y la Xenofobia en Bélgica. Y es que no es solo en este país, es en toda Europa que se sienten los tentáculos del racismo y la xenofobia, con el progreso de partidos políticos de extrema derecha tomando el poder, las élites políticas dando discursos populistas abiertamente xenofóbico, contando con una base social bastante grande. Más y más, se hace la comparación con los años 30: los discursos llenos de odio y rechazo de todo lo que es «diferente», el proceso de estigmatización de minorías étnicas y de las personas migrantes, la polarización social que se vive en lo cotidiano… En Holanda acaba de ganar las elecciones parlamentarias un tipo de extrema derecha, joven intelectual, doctor en leyes y en historia. Así, de la nada surge y ha tomado de sorpresa al establishment político y social. Ya nada parece parar a esta clase de personajes, salen como hongos y crecen. Lo que pasó en Europa en los años 30 de hecho es bastante similar: la democracia y el Estado de derecho ya no parecen poder darle respuesta a los procesos económicos, sociales y políticos que se vive en estas sociedades. Si las universidades y todo el sistema educacional producen tipejos como este holandés, que tiene sus análogos en casi todos los países ya de la Unión Europea, nos tenemos que empezar a preguntar seriamente qué está pasando. Ya no educan a tener espíritu crítico, a tener una análisis científico, a tener empatía, a ser esa élite que necesita un país para progresar en el sentido de una democracia con justicia social y un Estado de derecho donde todo ciudadano y ciudadana pueda vivir dignamente. La verdad, da miedo. Mucho miedo.
Recuerdo que mi madre, mujer mestiza de clase media en Guatemala, siempre decía que ella no era racista. Pero, cuando regresé a Guatemala finales de los años 90 para vivir y trabajar en ese país que me había visto nacer pero no crecer, me pregunté si verdaderamente era posible no ser racista cuando se es de esa clase social y étnica, es decir, cuando no se es indígena, cuando no se es pobre y cuando no se vive en carne propia ese racismo tan naturalizado e interiorizado que existe y persiste en Guatemala. Durante los primeros años luego de mi regreso a Guatemala, pude observar y presenciar a diario expresiones racistas y clasistas. Desde el tratar a una persona indígena que no se conoce con el «vos», solo por el hecho de que es indígena, hasta el racismo estructural que hace que la gran mayoría de la población indígena en Guatemala viva en condiciones de pobreza y extrema pobreza. El racismo en Guatemala está institucionalizado y recuerdo que tuve que hacer verdaderamente todo un trabajo educativo con mis hijas e hijo para que se dieran cuenta, desde pequeños, que el privilegio que ellos tenían de educarse en un colegio privado, donde no había ni un solo estudiante indígena, tenía explicaciones históricas, sociales y políticas. Me tuve que pelear más de una vez con ese colegio por las enseñanzas no solo racistas, sino también clasistas y patriarcales que impartían a los jóvenes. Era un trabajo diario de concientizarlos y de concientizarme para no caer en las trampas fáciles del racismo.
Cuando llegué a Bélgica tenía 5 años. No tenía conciencia de que era diferente de los otros chicos y chicas. Eran los años 70 y aún no había tanta migración como la hay hoy en día. Era la única extranjera de mi clase. Y muy rápido, me hicieron sentir que era diferente. Tenía la piel morena, el pelo negro, hablaba otro idioma en casa, comía otra comida… En fin, desde una temprana edad, supe lo que era «ser diferente» y ser excluida por ello. Me confundían y siguen confundiendo con una inmigrante de Marruecos o de Turquía. Tuve derecho a mi cuota de expresiones y tratamientos racistas y xenofóbicos. Un enojo interior enorme creció en mí. No comprendía por qué no me querían aceptar como «una de ellos», cuando hablaba los dos idiomas sin problema, que según yo estaba bien integrada y tenía interiorizada las normas sociales y culturales de la sociedad belga. Pero no. El racismo en este país también es estructural, es histórico, es un constructo social y político que por épocas ha sido contenido y ahora tiene de nuevo las riendas sueltas.
La verdad, me cansa. Me cansa ver y sentir que el ser humano no es capaz no solo de aprender del pasado sino de construir un futuro donde las sociedades puedan aceptar e integrar las diferencias de todos sus integrantes como una riqueza más que como una amenaza.
Nacer, crecer y vivir con racismo cansa, decepciona, enoja. Pero también da fuerzas para seguir luchando y concientizando. Para seguir tratando de construir sociedades inclusivas, donde el racismo ya no tenga razón de ser. Es utópico, cierto. Vamos más y más en el otro sentido. Pero seamos realistas, ¡luchemos por lo imposible!
Imagen tomada de Rincón de sociología – educación y sociedad.
Carla Sandoval Carrillo

Soy una Guatemalteca que no es de aquí ni de allá. Politóloga formada en Bélgica donde resido actualmente. Feminista convencida y con ganas de aportar a los debates fundamentales que contribuyen a garantizar el Estado de derecho, los Derechos Humanos y a agudizar el espíritu crítico tan necesario en estos tiempos actuales.
UBUNTU o nuestra humanidad compartida
Correo: carlasandoval@yahoo.com
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