-Mario Castañeda / EL ARCO, EL SELLO Y EL GRIMORIO–
Desde la antigüedad, la música ha tenido funciones importantes en diferentes sociedades. Ha sido útil como entretenimiento, conocimiento, ritual, expresión espiritual y religiosa, y como sanación. Nos ha sucedido que al sentir un estado de ánimo determinado, buscamos cobijo en las cosas que nos gustan. Una de ellas puede ser la música. Influye en nuestro estado de ánimo o genera anhelos al pertenecer a un grupo, identificarnos con personas, historias, anécdotas y otras creaciones humanas que la cultura nos ofrece. Cuando vemos una película o leemos un libro, buscamos la identificación con el contexto descrito, personajes que nos parecen atractivos en su comportamiento, hazañas, fracasos, en fin, una serie de cualidades, habilidades, virtudes o cosas negativas con las que podemos sentir afinidad o rechazo, más si la historia narrada se basa en situaciones reales.
En 2011, salió a la luz la película The music never stopped (La música nunca paró de sonar), dirigida por Jim Kholberg y protagonizada por J. K. Simmons, Julia Ormond, Lou Taylor Pucci y Cara Seymour. Simmons interpreta a Henry Swayer, padre de Gabriel (Taylor) y esposo de Helen (Seymour), y Ormond actúa como Dianne Daley, una terapeuta encargada de apoyar a Gabriel en su recuperación mediante la música.
La película está basada en un caso del neurólogo Oliver Sacks denominado «El último hippie». Gabriel es un joven que huyó durante 20 años de su casa debido a la mala relación con su padre. Cuando vuelve, tiene un tumor en el cerebro que le hace perder la memoria. La situación se torna más difícil cuando el padre se queda sin trabajo y la madre debe salir a trabajar para cubrir los gastos médicos y de la casa. Mientras, Henry se encarga de cuidar a su hijo.
No haré un ejercicio crítico de la película, pues no soy crítico de cine ni me perderé en los detalles. Basta con reflexionar sobre lo que generó en mí esta producción cinematográfica. Gabriel es una persona que solamente puede sentirse pleno, feliz y activo, rememorando los momentos en los que su memoria quedó limitada. El vehículo para ello es la música. Pero no cualquier música. Es la de su época, la que bailaba o compartía con sus amistades. Sobre todo rock. Por cierto, que no era del agrado de su padre.
Dianne Daley es una terapeuta que se compromete con el pasado y el presente de Gabriel. Al darse cuenta su padre que responde a los estímulos generados por la música, comienza a involucrarse gradualmente, primero, desde su perspectiva, sus anhelos y lo que él considera debe ser el tratamiento. Esto genera discusiones en torno a los procedimientos y el estilo de música que el hijo necesita. Posteriormente, comprenderá que no son sus deseos los que deben prevalecer sino lo que genera en Gabriel el interés y el sentido de la vida.
The Beatles y Grateful Dead son dos de los grupos que en la película aparecen como vitales para el hijo reintegrado al hogar, después de que los padres fueran notificados de que estaba en un hospital y padecía tal problema. Pero son los segundos los determinantes en el deseo de vivir. La corta memoria del personaje central requiere del apoyo familiar para recordarle, permanentemente, sus actividades cotidianas cargadas de rutina y hasta tedio. La música, por el contrario, le provoca vitalidad.
Me hizo pensar en cómo puede alguien tener opciones para reparar y fortalecer las relaciones dañadas. A lo largo de la película, el padre se da cuenta de la importancia de que él comparta con su hijo su mayor ilusión: asistir a un concierto de Grateful Dead. Lo logran. Pero para ese triunfo, el aprendizaje es mutuo, aún con la limitación que Gabriel carga. El primero aprende a comprender, tolerar y a apoyar, y el segundo aprende que hay amor que va más allá del tiempo y de las contradicciones entre ambos.
La música, como un lenguaje complejo, ha sido trascendental para afrontar un día duro, los problemas de comunicación, las diferencias, disminuir o eliminar los miedos, intensificar los recuerdos o soñar con posibilidades.
Independientemente del tipo de música que a cada quien le guste, hay momentos en que nos puede servir para ser o estar mejor. Así como existe música que puede asomarnos a relaciones grupales por afinidad, por rebeldía, por una forma contestataria o conservar una creación cultural, también nos puede someter, socialmente, a condiciones de aceptación de formas denigrantes de relacionamiento.
Aunque esta película es muy específica en cuanto al uso de la música como terapia, puedo asegurar que en algún o varios momentos la música, en general, nos ha servido como soporte o impulso para afrontar algo de lo cotidiano.
No importa si no nos sabemos la letra sino lo que su sonido provoca, o quizá la letra sea fundamental porque habla de nosotros, de las cosas que nos toca vivir. Estamos en una era en la que las sensibilidades sufren cambios acelerados y la música se produce y comercializa como un objeto de corta edad. Las diferencias generacionales nos remiten a diferentes formatos para obtenerla y escasamente sobrevive 10 o 15 años. Pero también nos plantean formas y hábitos que pujan entre la realidad y los anhelos.
En sociedades como la nuestra, la música (y esto todavía no me queda claro), puede funcionar como un aletargamiento de las nostalgias, sobre todo aquellas canciones «cortavenas» que todavía se escuchan como si fueran las de moda en diferentes bares, discotecas, estaciones radiales y otros medios de comunicación. Pero también nos dice mucho sobre esa modernidad dolorosa que somos y que se revuelca entre una posmodernidad que se diluye sin diferenciaciones claras de su importancia como proyecto de vida individual y colectivo, nacional.
Quizá sea, por ello, una forma de sanación. Escondernos en la nostalgia para revivir lo que se añora y no vuelve. Un paliativo para la amnesia y un refugio frente al presente. Puede que nos hunda, nos sane o creamos que nos sana. Sin embargo, no puede negarse que los estímulos musicales tienen mucho que aportar para entendernos como individuos y colectivos en un país como Guatemala.
Mientras, vuelvo a esta producción cinematográfica para repensar cómo sanar los saldos de la vida y el tiempo. Para sentir la alegría de que el rock es tan vital como propuesta cultural y contracultural que va más allá de las básicas identificaciones tribales. Como sociedad, necesitamos más arte, más cultura, cambios estructurales que vayan de la mano de diferentes expresiones artísticas. Necesitamos más de música, de cine y de diálogos sonoros. Necesitamos darnos la oportunidad de sanar y transformar la sociedad. Invito a que disfrute de esta producción y reflexionemos sobre ello. Tratemos de que la música no pare de sonar.
Imagen principal tomada de Full metal rock.
Mario Castañeda

Profesor universitario con estudios en comunicación, historia y literatura. Le interesa compartir reflexiones en un espacio democrático sobre temáticas diversas dentro del marco cultural y contracultural.
Un Commentario
No se puede negar que la música esta en la vida del hombre en general, y se presenta en cada momento, político, social, económico o cultural. También en la vida del hombre individualmente, porque provoca alegría, tristeza, nostalgía. La música te alivia las penas o te profundiza el dolor. La música imposible vivir sin ella, imposible no morir por ella. Felicidades Mario, me encanto la publicación.
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