Música

-Carlos Gerardo / RESIDENCIA CON LLUVIA

La relación que tengo con la música comenzó tarde y se ha desarrollado con lentitud. Hasta hace algunos años comencé a darme cuenta de que la música es un portal hacia otros universos, así como el lenguaje. En El Jícaro no teníamos radio. Había un estéreo enorme cuyas bocinas aún existen, que solo encendían eventualmente y que ha pasado descompuesto la mayor parte de mi vida. Además estaba ubicado en un lugar alto. Era un sitio que aún hoy no logro alcanzar sin la ayuda de un banquito. No teníamos vecinos cercanos, así que tampoco era opción escuchar la música que se fugara de sus casas.

En la escuela no había instrucción musical. Eventualmente –y eso significa casi nunca– llegaba un profesor y nos enseñaba unos cantitos, que valían casi por todo el año. Cuando migré hacia la ciudad, la flauta que se suponía que tenía que tocar pasó a engrosar la lista de los objetos que odiaba. Vivía con un tío melómano, tenía una enorme colección de discos de músicas de todas las épocas y estilos imaginables. En su casa había un piano, que al parecer casi todos podían tocar, y recuerdo haber visto a una de mis primas dando conciertos en el colegio. Vivía, de alguna forma, rodeado de música. Sin embargo, aún no logro comprender por qué nunca despertaron en mí la sensibilidad y el gusto musicales. Una persona llegó a decirme que seguramente padecía de un problema de conexión con el corazón. En mi defensa puedo decir que siempre disfruté de la literatura. En la universidad escuchaba trova y rock en español, pero me dejaba guiar por las letras, que estaban cerca del poema, y eso las convertía en mis géneros musicales predilectos.

Así que para nada me considero un conocedor de música, sino completamente lo contrario. En ese sentido, en los últimos años he gozado del placer de la ignorancia y eso me ha permitido descubrir y asombrarme hasta ahora de algunas obras musicales.

Hace unos días tropecé dos de las Gymnopédias de Erik Satie, interpretadas en guitarra. Están en el disco Lumieres de Kaori Muraji. Pasé varios días durante los que no podía dejar de escucharlas. Hay obras de arte que están hechas para la eternidad, para sobrevivir los tiempos y las épocas. Y esas piezas son unas de ellas. Cada vez que las escucho pienso en que fueron escritas hace más de cien años, pero que, por fortuna, hemos aprendido a conservar también ese lenguaje. Así como conservamos La divina comedia o El Quijote, la música se conserva y hoy podemos disfrutarla como la disfrutaron las personas que la escucharon a principios del siglo XX. Deberíamos estar felices, escuchamos a Satie a pesar de la fatídica historia del siglo XX. Y eso es realmente conmovedor.

Hace unos meses leí una referencia de Baudelaire sobre la apertura de Lohengrin, de Wagner. Decía que dicha pieza tenía la capacidad de poner en suspenso el tiempo y el espacio. De inmediato la busqué y descubrí que era cierto. La forma sutil con que comienza contrasta con el heroísmo de la orquesta completa del final. Cuando la escuché, no comprendí cómo era posible que una obra tan compleja y a la vez tan delicada cupiera en la imaginación de un ser humano. Hoy, al igual que Baudelaire, podemos escuchar a Wagner y suspender el tiempo y el espacio.

También pensé que todo lo que hemos construido: edificios, máquinas, sistemas financieros, internet… todo, absolutamente todo podría irse al carajo y no se perdería mayor cosa. Pero la música le da un poco de sentido a esta triste especie. Es por piezas como las que compusieron Satie o Wagner que la humanidad tiene sentido. Es por el arte, entendido en términos amplios, y por algunas otras conductas excepcionales, que vale la pena que sigamos existiendo en el planeta. Por lo demás, de buena podría terminar mañana nuestra existencia, que no se perdería gran cosa.

Por muy agobiados que estemos, por muy cansados, por muy tristes o desolados, siempre estará la posibilidad de escuchar música o de leer poesía. Díganme si eso no aliviana bastante el peso de existir.

Carlos Gerardo

Mi nombre completo es Carlos Gerardo González Orellana. Nací en El Jícaro en 1987 y migré a la ciudad de Guatemala a los doce años. Me gradué como ingeniero químico en 2010 de la Landívar, pero dejé de ejercer mi profesión formalmente a inicios de 2016, con el fin de dedicarle más tiempo a mi carrera humanística. También estudié Literatura en la Universidad de San Carlos de Guatemala y Filosofía a nivel de maestría en la Landívar, de nuevo. Trato de ser consecuente con la decisión que tomé y le dedico a la escritura y a la lectura todo el tiempo que puedo. Me gusta mucho la poesía, leerla sobre todo, pero también escribirla, y estos ejercicios han sido constantes en mi vida. Escribir y leer representan un signo de identidad para mí. Estoy seguro de que la literatura es algo muy importante y de que no es algo que se pueda tomar a la ligera. Además de eso me gustan el vino, el cine y las conversaciones.

Residencia con lluvia

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