Monseñor Romero, un radical a un paso de ser santo

Rosa Tock Quiñónez | Política y sociedad / PERISCOPIO

El 24 de marzo se cumplen 38 años del vil asesinato del obispo salvadoreño, monseñor Oscar Romero, cuando ofrecía misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia en San Salvador. Eran años de tormento en el llamado pulgarcito de América, al igual que en los vecinos países de la cintura del continente donde se libraban batallas fratricidas de aquella llamada Guerra Fría.

Nosotros fuimos el teatro de operaciones de las otrora potencias mundiales en el patio trasero del área de influencia estadounidense frente a la supuesta amenaza comunista importada desde el campo soviético. Lo que estaba en juego eran las posturas ideológicas antagónicas de esa era, imposibles de canalizar por medio del sistema político imperante puesto que el disenso y la crítica eran brutalmente reprimidas. Por ende, era peligroso imaginar un modelo no hegemónico de Estado y de sociedad que no fuera el que convenía a los intereses de los sectores económicos y conservadores resguardados por los militares.

Temas que hoy se debaten ampliamente para erradicar taras para el desarrollo económico, como la exclusión, la pobreza, o la desigualdad, eran temas subversivos en aquellos años lúgubres. Quien denunciaba estos males y sus causas era visto como un enemigo del Estado. Incluso aquellos que lo hacían desde el púlpito y espacios privilegiados, como monseñor Romero, quien pese a estar consciente de la crítica situación que atravesaba su país, urgía a las partes del conflicto a renunciar a la violencia mientras que imploraba justicia social.

¿Era Romero extremista? A juicio de algunos, lo era. ¿Pero cómo alguien próximo a ser santo puede ser juzgado de extremista? En realidad, Romero obtuvo el puesto de arzobispo en los años setenta porque no comulgaba con la política y era un cura tradicional cómodo dentro de los muros de la Iglesia. Era un oponente de la teología de la liberación, la que buscaba ofrecer herramientas pedagógicas a los pobres y marginados, concientizando a las comunidades para organizar su propio devenir digno frente a los sistemas de exclusión.

Su compromiso con los pobres cambió una vez empezó a conocer mejor la realidad de las comunidades campesinas y luego del asesinato de su amigo, el jesuita Rutilio Grande, por parte de fuerzas del Estado. Fue alguien que en sus mensajes radiales iba a la esencia de los problemas que enfrentaban muchas comunidades y que estaban a la raíz de la violencia armada. Romero llamaba desde la fe y los textos bíblicos. Su papel era político –como lo es la jerarquía eclesiástica-, más por no ser moderado como habrían querido algunos, incomodaba a las élites y al statu quo. Pagó con su vida, aun cuando su propósito era la paz. Romero era un radical, término que muchos confunden con «extremista».

Hoy nos quieren vender la idea de que para que nuestras sociedades prosperen y salgan del atolladero en que se encuentran, los líderes deben ser moderados y aglutinarse hacia el centro. Algunos hasta han pregonado que mejor si son outsiders. Y por eso confiaron equivocadamente en mercenarios de la política como Jimmy Morales. Hay quienes creen que correrse desde una posición antagonista o intransigente, hacia una donde se pueda consensuar desde intereses comunes es la solución. Y claro, hacia allí debieran dirigirse las sociedades. Y esa es idealmente la función de los partidos políticos.

Sin embargo, olvidan los apologistas de la moderación que para que la democracia se fortalezca, la crítica o el disenso no debieran descalificarse para desvirtuar su contribución a las soluciones del problema. En la actual coyuntura, eso no convierte a algunos críticos en amañar a los corruptos o perder de vista que la viabilidad institucional del país está en juego. No hay progreso sin lucha, decía el gran abolicionista afroestadounidense Frederick Douglass. O sea, no hay cambios sin conflicto. Y entender, prevenir y negociar el conflicto, en lugar de descartarlo y reprimirlo, es parte de la ecuación para construir una democracia incluyente.

Sirva la santificación de este mártir (tentativamente prevista en octubre de este año) como una ocasión para reflexionar de manera radical sobre las tareas pendientes que nos dejó la paz en la región, y como una buena nueva que esperemos brinde unidad y reconciliación a los hermanos salvadoreños.


Fotografía por Rosa Tock Quiñónez, tomada en el aeropuerto de San Salvador en 2012.

Rosa Tock Quiñónez

Politóloga y especialista en políticas públicas. Nací en Guatemala y ahora vivo en Minnesota, Estados Unidos. Desde hace varios años trabajo en el sector público, dedicada a la tarea de estudiar, analizar y proponer políticas públicas con el propósito de que la labor del gobierno sea más incluyente, democrática, y fomente una ciudadanía participativa.

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