Rodolfo Alpízar Castillo | Arte/cultura / ESCRITO EN CUBA
Milho Montenegro (La Habana, 1982) Poeta, narrador y periodista. Licenciado en Psicología General por la Universidad de La Habana. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha ganado diversos premios nacionales y el Primer Premio en el III Concurso Internacional de Haikus Ueshima Unitsura (2018), Toledo, España. Obtuvo mención en el Premio Nacional de Periodismo Cultural Rubén Martínez Villena (2018). Obra publicada: Muchachas que llegan con la noche (poesía, España, 2017), Muchachos que no merecí (poesía, EE. UU., 2017), Erosiones (poesía, Cuba, 2017) y Los sutiles vástagos (poesía, 2019). En coautoría, la selección Impertinencia de las dípteras. Antología poética sobre la mosca (EE. UU., 2019). La novela Las inocentes se encuentra en proceso editorial.
Correo electrónico: milho.montenegro@hotmail.com.
Turmalina negra (fragmento)
Le miré a las manos y sentí asco, una sensación visceral de repulsión. Me dijo que había estudiado Ingeniería, pero se dedicaba a la escritura porque se le daba mejor. En aquellos momentos trabajaba en una novela o algo así. Mientras contaba esas estupideces yo no podía apartar la mirada de sus malditas uñas. Las tenía sucias, pude notarlo con claridad. Sin embargo, aquello no era lo que más me desagradaba, sino ver cómo se arrancaba pedazos de las uñas con los dientes. Aquel escritor las mordisqueaba y luego escupía sus trozos al aire. Era un mal hábito, uno asqueroso. Odio a los hombres que dejan ver sus miserias desde la primera cita. Odio los malos hábitos, mucho más los que puedo reconocer de una sola mirada.
Aquel restaurante era perfecto. El aperitivo y el vino me parecieron estupendos, también la voz de Ella Fitzgerald que podía escucharse de fondo. Él continuaba su jerga acerca de los personajes y me obligaba a beber enormes sorbos de vino para lograr soportar aquella prueba. Ya yo había tenido varios encuentros allí. Algunos hombres se dejaron llevar por mi imaginación, otros no tanto, y con ellos obtuve un enorme placer. En cambio, aquel escritor me parecía patético. Lo atendía en silencio o le hacía creer que así era. En verdad me importaba una mierda su monserga sobre una novela que ya imaginaba nunca vería el final. Un hombre capaz de comerse sus propias uñas solo podría provocar repugnancia. No sé por qué no me atreví a dejarlo, eso quería hacer desde que escupió al aire los primeros trozos de sus uñas mugrosas. Me quedé sentada, escuchando las mentiras que se inventaba para saberse a salvo al menos por un momento.
Entre personajes y técnicas narrativas posaba su mirada en mis tetas, se saboreaba y sonreía con descaro. Disfrutaba aquello, mi vestido cumplía con su misión, aquel escote era imposible de ignorar. A pesar de todo lo creía atractivo, era un tipo de ojos negros, con brazos musculosos y labios apetecibles. Lástima de uñas, lástima de mal hábito. Intenté cambiar el tema, dirigir la conversación hacia un sitio más agradable. Quise darle una oportunidad y por debajo de la mesa deslicé mi pie derecho hasta su entrepierna, comencé a rozar con suavidad y mientras lo hacía mordía mis labios y miraba dentro de sus ojos, queriendo encontrar al hombre que esperaba descubrir en esa cita. Se le puso dura. Me gustó sentir aquel bulto nada despreciable. Eso lo tenía a su favor. Él miraba a su alrededor, nervioso, intranquilo. Entonces abrió los pies, se dejaba tocar y yo ya aceleraba el movimiento. Mi pie era una extensión de mi mano, hacía lo que me hubiera gustado hacer con la boca, con mis nalgas. Esa maniobra en un restaurante me volvía loca, me calentaba, me hacía lubricar pródigamente.
Justo en ese momento se acercó el mesero preguntando si estábamos listos para ordenar. Bendito mesero que no pudo haber sido más oportuno. Su cercanía me irrigó de morbo, de un fuego que me penetró y acarició mi vulva. El escritor palideció y sus palabras, por primera vez en la noche, no encontraron salida. Se quedaron atoradas en su boca, tras la lengua, que de seguro estaba ocupada, siguiendo los deseos mentales de aquella cabeza que ahora solo pensaba en jugar entre mis muslos, y que ya no escupía pedazos de uñas sucias, ni hablaba de novelas ni personajes. «Un lenguado con verduras torneadas», pidió él, yo ordené un arroz meloso de cordero con espuma de parmesano. El mesero tomó la orden y se alejó. Le miré su hermoso trasero y me sentí tentada, pero el miembro todavía vivo y caliente del escritor, me dejaba sentir los latidos de la sangre en sus venas al rozarlo con mi pie. Por un instante me olvidé de los que estaban en las mesas cercanas, estaba muy excitada y con ganas de más. Con una señal de mi cabeza le pedí que abriera su portañuela y él obedeció como un niño. A esas alturas estaba casi convencida que las primeras impresiones no siempre son las que cuentan, a veces te confunden y te hacen una idea equivocada de la realidad. Aquel trozo de carne hirviente latía como si tuviese un corazón propio. Al tacto de mi pie lo sentía enorme, una pieza descomunal que me obligaba a salivar igual que una perra hambrienta.
Intenté meterla entre los dedos y su grosor me lo impidió. Entonces desistí de esto y comencé a frotar el falo del escritor. Él sudaba, sus ojos negros estaban asustados e inquietos, mirando con disimulo a todas partes. Para mí solo existíamos su tronco venoso y yo. Otra vez se arrimó el mesero, lo cual casi me hace llegar al orgasmo, su cercanía en esas circunstancias era una provocación. Lo observé con descaro mientras apretaba el sexo de mi acompañante por debajo de la mesa. Advertí su ansiedad, casi deja caer los platos de la cena. Me sonreí sin pudor y el escritor dio las gracias por los dos. El mesero se alejó y volví a degustar con la mirada sus nalgas pomposas y perfectas.
La mesa servida nos obligó a un intermezzo, aquellos platos traían un olor exquisito y al probarlos dejaban el efecto de una explosión fabulosa de sabores en la boca. Ella Fitzgerald y Louis Armstrong se unían en un dúo, como el escritor y yo, cantando su inolvidable Don’t be that way. «No seas así, escritorcito mío, no seas así», pensé cuando después de cenar mi pie volvió a la carga y ya no encontró el pulso frenético de la sangre, ni el tamaño monumental de su anaconda. Me llegó un sentimiento de frustración, de cansancio. Hubiese preferido que el escritor no se relajara nunca, que mi pie encontrara su durísimo falo siempre ahí, en pie de guerra. Sabía que tendría que comenzar mi ritual otra vez, desde el inicio.
Fotografía proporcionada por Rodolfo Alpízar.
Rodolfo Alpízar Castillo

Traductor literario (portugués-español), narrador, exlingüista, con una extensa lista de publicaciones propias (literarias y lingüísticas) y de traducciones de autores como José Saramago, Mia Couto y Pepetela, ente otros, tanto en su país como en el extranjero. Premio de la Federación Internacional de Traductores por la obra de la vida (2011), junto a otros reconocimientos nacionales. Desde hace dos años mantiene un espacio bimestral dedicado al intercambio de narradores con los lectores.
Correo: alpizar.traductor@gmail.com
2 Commentarios
Maravillosa cada palabra, tienes el arte de unirlas y contar una historia única, felicidades a tu talento y a tu obra magistral
Gracias, Danays, por tu criterio y tu buena vibra. Gracias tambien a Rodolfo Alpízar y a La Gaceta, por la posibilidad de poder socializar mi obra!
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