Tomás Rosada | Política y sociedad / MIS CINCO LEN
Durante los últimos días han salido a luz muchas reflexiones relacionadas a los 50 años de la masacre de Tlatelolco. Curiosidades de la historia, o justicia poética como diría mi esposa, que el aniversario de aquel triste hecho coincida hoy con un momento de particular efervescencia en la vida política de México. No ha faltado ya quien trace el arco de medio siglo para conectar el reclamo de cambio que hizo la juventud de aquel entonces con la respuesta artrítica que dio la clase política y las élites mexicanas.
Historia que, vista despacio, tiene varias similitudes con la nuestra, pero que sí difiere en por lo menos una cosa: la capacidad de aquella sociedad para documentar y discutir críticamente lo que le ha pasado es muy superior, comparada con el poquísimo tiempo y reducidísimo espacio que damos en Guatemala a mirar nuestro pasado.
Cuando suceden cosas así, es muy tentador voltear la mirada hacia dentro y preguntar ¿en dónde están nuestros hitos? ¿A dónde fueron a parar nuestros referentes históricos de los últimos 50 años? ¿Dónde están quedando documentados esos momentos importantes que han definido la vida de los guatemaltecos?
Es innegable que una buena parte de los problemas que tiene este país se deben a que con mucha facilidad olvidamos lo vivido. La memoria ciudadana es tan frágil que hasta se antoja pensar que nuestro olvido no es casual. Mecanismo de defensa de unos (los vencidos por la historia), conveniente clamor del «borrón y cuenta nueva» de otros (los que casi siempre han escrito el relato oficial).
Así, nos hemos convertido en un pueblo con memoria de corto, cortísimo plazo. Y al podar nuestra raíz histórica, automáticamente nos condenamos a ser una sociedad que tampoco puede imaginar ni construir su largo plazo. Porque el pasado no es lastre ni cadenas, ni rencores ni complejos. También es fuente, explicación, razón que da sentido, contexto y profundidad.
Al negarlo, al minusvalorarlo, trocamos historia por mito, y se nos hace cuesta arriba ver el fondo del vaso y de las cosas, la estructura que subyace a nuestros problemas, la explicación histórica de muchos de nuestros patrones de conducta, ponerles nombre y apellido a decisiones que no se tomaron al vacío ni por casualidad.
Negar el pasado reciente nos hace repetir consignas de otros tiempos, discursos, etiquetas, todas sin mucho filtro: terrorista, neoliberal, comunista, reaccionario, son vocablos que reflejan una inercia vacía de contenido. Por eso los guatemaltecos pasamos fácilmente del silencio a las trompadas, sin paradas intermedias. Tanto nos cuesta hablar del pasado que preferimos repetir Tlatelolcos literales y figurados, masacrando sueños individuales y colectivos.
Ese horrible cascarón de carnaval en que se ha convertido nuestro sistema político es el ejemplo más tangible de esta negación de la historia. De ahí que cualquier esfuerzo serio de renovación política en Guatemala en que nos embarquemos, debe mirar con cuidado todo lo que fue, para poder imaginar y construir lo que será.
Tomás Rosada

Guatemalteco, lector, escuchacuentos, economista y errante empedernido. Creyente en el poder de la acción colectiva; en los bienes, las instituciones y los servidores públicos. Le apuesta siempre al diálogo social para la transformación de estructuras. Tercamente convencido de que la desigualdad extrema es un lastre histórico que hay que cambiar en Guatemala. Por eso, y sin querer, se metió al callejón del desarrollo, de donde nunca más volvió a salir. Algún día volverá a levantar el campamento y regresará a Guatemala para instalarse en el centro —allí cerquita de donde dejó el ombligo—, para tomar café, escribir, escuchar y revivir historias de ese país que se le metió en la piel por boca y ojos de padres y abuelos.
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