…más valían los animales

Rodrigo Pérez Nieves | Política y sociedad / PIEDRA DE TROPIEZO

Los divisó.

Desde el corredor de su vivienda los vio acercarse al caserío Natividad de María. A sus 73 años, cansado de las correrías por la vida, supo que eran del ORPA y que llegaban nuevamente a reclutar gente, porque «dizque» el país está en guerra y que cuando triunfe la revolución, la vida para los pobres será diferente.

Eso dijo el comandante que se acercó a la vivienda. La familia de don Matías Ramírez se arremolinó en la puerta cuando oyeron las voces subidas de tono. Sus cuatro hijos menores y su mujer aún vivían con él. Desde que los «patrones» de la finca Dos Marías les entregaron por sus 25 años de servicio a la empresa 10 cuerdas de terreno ya sembradas de matas de café caturra, se dedicaban a «sacarle el jugo» a la tierra. En los cinco años que llevaban de trabajar por su cuenta, habían logrado levantar su casita, comprado un molino de nixtamal y armaron una pequeña tienda de artículos de consumo.

Doña Eustaquia, la esposa, fue la única que descubrió, después de 50 años de vivir juntos, un perdido brillo en los ojos arrugados de don Matías cuando les respondió:

– Yo pelié cuando querían botar a Árbenz, así que me considero con experiencia para echar penca en la montaña contra los militares que solo nos vienen a güeviar nuestra comida.

No se percató que los guerrilleros estaban agarrando algunas gallinas y unos huevos que doña Taca tenía para «echarlos», así mismo preguntaron de quién eran unos marranos que rondaban por la casa, atraparon a uno metiéndolo a un costal.

– Con nosotros no se preocupe, no somos como los «ejércitos», aquí le dejamos un documento a cobrar para cuando hayamos ganado la guerra y estemos en el poder –dijo uno de ellos– entregándole al mismo tiempo una pañoleta rojinegra, que don Matías ya conocía porque no era la primera ocasión que llegaban a reclutar.

Tras la conversación, la requisición, la entrega del pagaré y la pañoleta, los guerrilleros tomaron el camino en dirección a la montaña pasando por la lechería de la finca, no sin antes advertir a los campesinos:

– Ya ustedes son miembros del ORPA, y si dan algún informe al ejército, van a sufrir las consecuencias.

Ni don Matías, ni su familia, ni la demás gente de el parcelamiento sabían cuales eran esas consecuencias. Pero para el caso daba igual, los campesinos y sus hijos eran gente de una sola palabra.

Algunos días después, tres de los guerrilleros volvieron. Traían un marranito, requisado en otro lugar y pagadero también cuando «triunfe la revolución», lo hicieron preparar y servir sobre la modesta mesa de los Ramírez. En esta ocasión, el comandante le empezó a echar flores a la Marilú, la única hembra de los hijos de don Matías.

– Llegó el momento don Matías, es bueno que sus dos patojos, los mayores de la familia. se vayan con nosotros a la montaña –al tiempo que les entregaba a cada uno de ellos un Galil con sus respectivos cartuchos–, el Galil es lo mejor: tiene balas grandes 7.62.

Los muchachos, al contacto con las armas, se sintieron más hombres, al fin podían retirarse del control de los viejos.

Don Matías y su mujer, abrazados a la puerta, vieron partir a los hijos, y apretujaron mas sus vejeces cuando los vieron perderse tras la loma. Una lágrima rodó por las mejillas de la anciana.

Como a los quince días llegó el ejército preguntando si la guerrilla había pasado cerca.

– Por allí se fueron, yo conté como mas de cincuenta… –informó don Matías a los soldados, falseando la información–.

Y era cierto, los guerrilleros no llegaban ni a la docena y habían tomado el rumbo de la montaña, no el lado contrario que le viejo les explicó.

A pesar de la cantidad de soldados, de las armas modernas y de todo lo demás a su favor, el teniente a cargo decidió acampar a orillas del parcelamiento, obligando a los parceleros a que les dieran comida a los soldados.

– Por sesenta quetzalitos al mes, que se arriesgue la madre del general, –dijo el teniente a los soldados–.

Don Matías, al ver llegar a los soldados, decidió irse con la guerrilla, una idea que traía desde que sus hijos se fueron.

–Vos te quedás aquí con tu madre y tu hermana –le dijo al hijo menor– ahora vos sos el hombre de la casa, yo me voy con los otros.

De compañero para la travesía llevaba únicamente un cuchillo que le servía para destazar marranos, creía que le serviría para hacer frente a los morteros, las bazookas y granadas, pensó «El que no sirve para matar, sirve para que lo maten» , después no pensó más y se internó en la montaña.

Al amanecer comenzaron a escucharse los tiros, el silbido trazador de las balas, y se veía el humo de las montañas cercanas. De improviso, un avión empezó a tirar bombas en la montaña, desde las parcelas se divisaba el fuego y el humo.

Dos días con sus noches llevaba la familia de don Matías escuchando el fragor de la batalla, detonaciones y olor a pólvora, entonces doña Taca decidió:

– Marilú, subí vos a la montaña, vos que sos mujer, a ver qué averiguás de los muchachos y tu tata. Luis se queda conmigo por cualquier cosa.
-Mejor voy yo mamá… –dijo el muchacho–.
-No. Acordáte lo que dijo tu tata, que vos sos el hombre de la casa.

Entonces, la Marilú se fue, no sin antes recibir la bendición de su madre.

Por fin se dejaron de escuchar los balazos y vieron el regreso de los soldados que dijeron «ya acabamos con esos comevacas», y no volvieron durante un año por esos lugares.

La guerrilla se aparecía esporádicamente por el parcelamiento. Doña Taca al verlos corría a preguntarles por sus hijos y su marido, pero ninguno de ellos le daba razón.
– Nosotros cambiamos de lugar constantemente –le dijeron– muchos de los que estaban aquí los trasladaron a Quiché, la situación allá está más jodida que por estos lugares.

El hijo menor opinó «a lo mejor están del otro lado, me contaron que el hijo de doña María andaba por allá cortando café».

Una noche, se escuchó un extraño ruido, los perros no dejaban de ladrar. Estaba a punto de despertar a Luis, cuando oyó golpes en la ventana y la voz de su hija:

– Abra mamita, soy yo, la Marilú.

Doña Taca abrió la puerta y a duras penas reconoció a la hija que vestía de hombre… pantalón y camisa verde olivo manchada… llevaba un rifle Galil a la espalda y calzaba botas de hule. Estaba un poco más gorda, «ás mujer», pensó doña Taca, y mucho más morena con el pelo corto, e iba de la mano con un guerrillero, «el comandante», explicó, es ahora mi marido.

Luis, en el centro de la casa, no atinaba qué estaba sucediendo, se acercó y al reconocer a su hermana preguntó:

– ¿Y mi papá, y mis hermanos?
– Papá y mis dos hermanos murieron como al mes que subieron a la montaña. Cayeron en una emboscada que les tendió el ejército, pero no se preocupen que parece que ya ganamos la guerra. Un comandante que estaba en Europa se viene hacer cargo del gobierno.

Luis se abrazó a su madre sollozando, terminando por aplastarse en los hundidos pechos. El llorar de la anciana mujer fue quedito, sin sollozos ni lamentaciones, dejó que sus ojos se encharcaran en lágrimas. Se limpió, una vez, dos veces y se le quedó viendo a su hija, quién no lloró, acaso porque venía de la guerra. El comandante dijo:

– Su esposo peleó como macho… mire… –y le mostró a la anciana, una pañoleta con el nombre de su marido: Matías Ramírez–. Usted tiene que estar orgullosa de su familia, su marido le ha dado nombre a nuestro batallón.

La hija se quitó la pañoleta y se la entregó a su madre, mientras se abrazaba del comandante flaco, desgarbado, peludo, quien dijo que era capitalino, estudiante de la San Carlos y le dijo a su madre:

– Me voy con Enrique, todavía queda mucho por pelear, nos regresamos a Quiché, ya nos falta poco para el triunfo…

La anciana apretó más a su hijo contra el pecho, permanecieron así hasta que se perdió el murmullo de los alzados hacia la montaña. El mismo camino que, hacía un año, habían bordeado su esposo y sus hijos.

Ya solos, la anciana separó a su hijo con dulzura, acercó la pañoleta que le habían dado a cambio de la vida de su marido y sus hijos, y del amor de su única hija.

– Más nos pagaron por los animales que se llevaron, –dijo–.


Rodrigo Pérez Nieves

Ingeniero graduado en Alemania, columnista durante 12 años en el periódico El Quetzalteco, con la columna Piedra de tropiezo. Colaborador con los grupos culturales de Quetzaltenango y Coatepeque. Catedrático en la URL en la carrera de Ingeniería Industrial, sede Quetzaltenango. Libros escritos: Pathos entrópico (poesía y prosa), Cantinas, nostalgias de un pasado y el libro de texto universitario Procesos de Manufactura.

Piedra de tropiezo

Correo: pngeneral@gmail.com

Un Commentario

arturo Ponce 06/05/2019

Y al final porqué animales pagaron mi querido Rodrigaso?……. por los que se comieron?………

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