Malentendido acerca de nuestra identidad guatemalense

-Mario Alberto Carrera / DIARIOS DE ALBERTORIO

La Conquista destruyó casi todas las piedras-clave que conformaban la estructura cultural de nuestra Mesoamérica. Arrasó (dice el propio destructor y rescatista, el P. Landa) en un holocausto de vida y de monumentos. Exterminó la mayoría de los códices y, lo que es más grave, castró y cegó la tradición de leer y escribir mediante los antiguos jeroglíficos, con lo que cortó ¡de cuajo!, el lenguaje de la palabra escrita originaria. A tal punto, que ni los indígenas que se sienten o se creen hoy menos aculturizados (y que se autollaman “mayas”) pueden leer tan solo una línea de una estela. ¡Qué ironía y qué crimen!: tener frente a ellos mismos la historia de sus pueblos –o al menos de sus cronologías y anales– y no poder escuchar las poderosas voces de un pretérito del que quieren ser –terca pero no racionalmente– hijos sin mezcla donde el sincretismo no habite.

Los indígenas guatemaltecos de hoy no son mayas, sino solo muy parcialmente. Los son más –o menos– de lengua que de cultura. Lingüísticamente están conectados a varias de las ramas del tronco maya o mayoide. Culturalmente, insertan sus raíces en los hontanares tolteca-mexicanos. De acuerdo y en consonancia con el mismísimo Popol Vuh, fueron los toltecas quienes repoblaron el altiplano de la hoy llamada Guatemala, entre los siglos X y XI d. C. Pero, asimismo, sus raíces se injieren en el mundo hispano-católico. Y más recientemente (con un folklore que irrita la vista) en el anglosajón estadounidense. Ahora, también, ámbito de creencias protestantes luteranas que han terminado por arrinconar a Maximón –el de la antigua Ziquinaljá– que no habían podido desterrar los curas españoles que, por los años cuarenta del siglo XX, arribaron feroces ¡cuándo no!, a Santiago Atitlán, tierra de los fieros zutujiles, nietos de los toltecas.

El imperio y la cultura maya (y por lo tanto los mayas per se) llegan a su definitiva extinción y desaparición el año 987 d. C. ¡Hace más de 1000 años!, bajo circunstancias ¡tan oscuras!, que han permitido hipótesis variopintas, sin ratificación fidedignamente documental.

Los rastros y huellas se pierden –en greñudas trenzas– tanto en Yucatán como en el altiplano guatemalteco con y por la diáspora tolteca que arranca de Tula (la heredera de Teotihuacán) y repuebla dos zonas –mayas y premayas de milenaria antigüedad– formando –en territorio yucateco– el gran reino de Mayapán Chichén Itzá, donde impera el rey Nacxit (tantas veces citado en el Popol Vuh) y, en territorio guatemalteco, el gran reino quiché, y sus tribus coaligadas, que se fragmenta un poco antes de la llegada de los hispanos.

Gran parte del Popol Vuh, del Memorial de Sololá (también llamado Memorial de Tecpán-Atitlán y Anales de los cakchiqueles) y el Título de los Señores de Totonicapán, no hacen otra cosa que narrarnos –en el primero de los textos citados ocupa la mitad del libro– la creación de los primeros hombres, y, como continuación de ese génesis, la genealogía, el éxodo y el tránsito de los quichés (que ya se llamaban quichés en territorio yaqui-mexicano) hasta asentarse en territorio “guatemalense”, en su altiplano, sobre todo. Así se funda la cultura quiché-tolteca que, a su paso por Chichén-Itzá y, en su afincamiento guatemalteco, se sincretiza lingüísticamente maya (sustrato) con náhuatl. Esta última lengua retornará a nuestro territorio –en y con nueva invasiones– acompañando a Alvarado y los de Tlaxcala.

Muy a pesar y en contrario de los que, con todo y Academia de Lenguas Mayas sostienen lo opuesto, ¡el pueblo maya actualmente no existe, ni una lengua maya per se! Despareció o había desparecido 500 años antes de la llegada del llamado descubrimiento o más bien choque violentísimo de dos culturas. Gran parte de la población de Guatemala ¡hoy!, está conformada por distintas etnias herederas de tronco lingüístico mayoide o protomaya (también denominado mayance o mayánico, depende la escuela lingüística), pero con una ligazón y mezcolanza de la que participa ¡fundamentadora!, la cultura tolteca. Todo esto, transculturizado por los españoles y su Iglesia y, ahora, ¡espantosamente!, por los angloestadounidenses –como he dicho– y sus sectas protestantes –más invasoras que sus antecedentes coloniales– pero más discretas. Y con políticas que, en silencio carcomen, en pro de sus intereses económicos.

Usted se preguntará, lector de gAZeta, por qué un escritor –como yo– sobre todo dedicado a la creación –de y con la palabra– me intereso en temas tan candentes, polémicos y tal vez alejados de la torre de marfil donde se supone que se hospeda el poeta, y le contesto:

Entre otras razones, porque durante años impartí en San Carlos, el curso Literatura Precolombina de Mesoamérica, en el que se analizan los textos indígenas precoloniales de Guatemala, como el Popol Vuh y sus derivaciones, así como el Chilam Balam. Y todo esto me arrojó en el grande y explosivo tema de nuestra identidad. A esto último quiero dedicar –interpolándolas con otras temáticas– las columnas que de ese espacio brotarán.

Desde poco antes de los llamados Acuerdos de Paz de 1996, y de la vigorización del Acuerdo 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales (1989), definir cuál es la identidad del guatemalteco y en dónde realmente existen y hay pueblos indígenas, es un asunto que tiene grave relación hasta con la crisis minera. Se discute por ejemplo –ahora mismo– si sobrevive la lengua xinca, y los xincas que tengan derecho a voz y voto en este conflicto. En relación con ello, tienen o no derecho, asimismo, a ser tomados en cuenta en las consultas para el establecimiento o no de la minería en oriente.

Sigue siendo muy importante saber ¿quiénes somos?: ¿mayas, realmente? O ¿quichés, choles, chujes o “ladinos”? Importantísimo para la recreación de la nueva República que anhelamos. Sin tal perfil, bien definido, la discusión de ciertos derechos no se puede enderezar con el “debido proceso”. Somos una nación mestiza. Pero debemos saber exactamente las lindes de nuestro mestizaje y, sobre todo, no idealizarlo ni sobrevalorarlo maya.

Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.

Diarios de Albertorio

2 Commentarios

Francisco de León 03/11/2017

Excelento texto. Comparto de igual manera lo expuesto por el autor.

Julio César Santos 07/10/2017

Muy interesante texto que nos pone a reflexionar sobre nuestra identidad.

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