M A R I L Y N

Mario Alberto Carrera

¿Ya te contaron lo de la Marilyn?
No.
Pues fijate que se mató
¡No!

***

Amaneció sin amanecer. La luz se había ido metiendo por la casa de modo impertinente. No era una mañana buscada. En aquella casa solo la oscuridad de la noche era apetecida porque, era entonces, cuando toda ella brillaba de alegre, artificial alegría: la sirvienta con los vasos translúcidos, el sirvientito terminando de barrer y trapear el gran salón decorado muy a lo hippie y la mamá encerrándose en su cuarto -con dos o tres nembutales entre pecho y espalda, el rosario en las manos y la virgen de Guadalupe al cuello- para no oír el retozo de la noche.

Como casi todas las mañanas era aquella mañana. Todo turbio: ojos, habla, gesto, alma y almácigo de excesos. El pelo -teñido de platino- tenía dos dedos de raíz castaño oscuro. Ya no se ocupaba de pintárselo con la frecuencia de antes. De los años espléndidos y millonarios. Se lo pintaba por una necesidad interior y femenina. La mayoría de las veces llevaba una peluca. Lejos quedaron los días del salón Clef de Beauté.

Hizo un gesto de asco y se echó nuevamente en la cama:

(¡Cuidado con el nene, Francisca, mirá qué tiene en los deditos!)

(Nene. Nene. Más parece nena. Con esos pelos y ese vestido, ¡a los cinco años! Debería ver esta vieja los niños de mi pueblo. ¡Esos sí son nenes, no esta mierda de «nena»!)

(Tiene uno seis criadas en la casa para nada. Esta Francisca siempre tan distraída. Criada para la cocina, para la limpieza, para la ropa, para la costura, para Bobby, y además jardinero y chofer. Y nada. ¡No sirven para nada! Llegaré tarde. Ya estarán sentadas en el . ¡Ay, Dios mío, si estuviera vivo Roberto!)

Dio media vuelta en la cama. El alcohol, la marihuana y la cocaína corrían locas carreras por aquel cerebro con la cima platinada.

(¡Francisca, despertá al nene para que vaya al colegio! Son las once. No he abierto la tienda. ¡Despertalo, te digo! No ves que ya tiene tres días de no ir por las mañanas. Y yo que tampoco me sé levantar temprano. ¡Ay Dios, y Roberto muerto, levantaaaalooo!)

Los ojos le pesaban. Los párpados le pesaban. Los pies le pesaban: la vida le pesaba. Todo pesa, pero más que nada la ausencia de Louis. Entonces no se maquillaba los ojos.

(Louis, Louis, Francia, Francia. No nos dejaremos nunca ¿verdad Louis? Tú y yo, el matrimonio perfecto dentro de lo imperfecto. Yo siempre tendré dinero Louis, viajaremos. Viviremos. Tú te harás un famoso modisto. Lo sé. Ahora dame un beso. Ah, me encanta el aire de París. ¡Suéltame la mano, puede vernos esa señora!)

Se pasó los dedos por el párpado izquierdo, limpiándose la sombra dorada del maquillaje que se quedó adherida más en el dedo medio: dedo torcido, doblado. Eternamente torcido y doblado. Corte del tendón: dedo torcido.

(¿Por qué no me morí entonces? Solo pude cortar el tendón y no la vida. ¡Y todo por el estúpido de José! Uno quiere y no lo quieren. ¡Menos a uno! Uno nunca sabe quién lo quiere y quién no lo quiere, ¡menos a uno! Cómo iba yo a saber que José era un padrote de gimnasio, un gigoló. Se miraba tan tierno, lucía tan tierno. Pero, ¿por qué no observamos detenidamente? No podemos. ¿Nosotros no podemos? Tenemos que agarrar lo que nos caiga, especialmente si están borrachos. Entonces se sueltan el pelo, entonces nos quieren. Pero, después: si te he visto no me acuerdo. ¡Y eso que yo soy yo! Yo quiere decir dinero. ¿Y quiénes no tienen dinero? ¡A mí qué me importa! Si te he visto no me acuerdo. ¿Quién sos vos? Ah…, sí, creo que sí. No me acuerdo pero me parece que estuve en tu casa. Cuando los muchachos disponen salir de parranda.)

(Ese día no sé ni cómo metí el automóvil al garaje. No me acuerdo. No se acuerdan. Solo se acuerdan para beberse mi trago. Y cuando hay alguien bueno… ya no distingo lo bueno. Pero, ¿por qué no distinguí entonces? ¡Qué me importa! Yo qué sabía. Era casi un niño, pero me amaba. Creo que yo también lo amé un poco. Un niño, sí, era casi un niño. Me hacía poemas, en la gaveta han de estar, creo que los conservo. Eran unos lindos poemas. Pero yo entonces ya no sabía lo qué era bueno. Me quiso. Quizá todavía me quiere. Pero no tengo fuerzas para escalar el pozo. Estamos situados en dos planetas distintos y la nave con que vine la he quemado definitivamente. Nosotros quemamos esa nave con los años. No nos damos cuenta. Su fuego no da luz. Cada día arde un poquito, con el gesto de nuestra mano sobre algunos pantalones, o con el ademán de lujuria que alguno pinta sobre su bragueta. Hoy está definitivamente quemada. Y si él me quiere todavía, ya no tengo fuerzas para escalar el pozo. Hermoso era su rostro, casi sin barba aún. Julio. Rubio. ¿Me querrá? No lo sé. ¿Cuántos años él también tardará para quemar su nave? Julio. Julio. Julio. Julio. ¡Es estúpido!: me hacía versos. Qué me importan los versos. ¡Ver…sos es lo que me importan! Nuestras pláticas son de medidas, pero no sobre la métrica de los versos, sino la medida que hace a los machos. De eso sí que nos gusta hablar. Y la Caimana tiene una gracia para contarlo: «el otro día me eché un macho divino, era como un verso octosílabo: ocho sílabas tenía lo menos el condenado». ¡Qué gracia tiene la Caimana! Para eso se pinta sola)

(¿A qué hora se iría el último? No sé. Cuando trajeron la coca yo ya estaba bastante arriba con el alcohol. ¡Vaya que le saqué aquellas cuatro botellas de whisky a aquel viejo estúpido de antenoche! Embajador creo que es o eso dijo. ¡Qué me importa! Serían las cuatro cuando empezamos a esnifar. Y después marihuana. Buena es hierba. Todavía no sé si duermo o no. Quizá duerma o quizá no. No me acuerdo si lo subí al cuarto o no lo subí. ¿Fue anoche cuando lo hice enfrente de todos? No, porque el guacamol para las bocas lo hizo la Felipa otro día. ¿De dónde saqué que el guacamol podría servir de lubricante? ¡Qué tontería! No, creo que no lo subí. Entre el baño fue. Creo que se molestó porque no le di dinero. ¡Pero le di trago! ¿Qué más quería? Estos niñitos pelados solo en busca de dinero andan. Como si no gozaran ellos también. Dinero, dinero. Cuando lo tuve, bien. Pero ahora… ¡ahora ya va a comenzar la vieja a alegar que no tiene para esto o para lo otro! Y creo que necesito un pincel para delinearme los ojos. Ya veré si tiene algo en las gavetas. Si no, tal vez la Vaca me lo regala. Lo llamaré al salón de belleza para que se robe uno. ¡Ni para un pincel ya! Y pensar que en los tres años que estuve en Francia boté unos 300 mil dólares. Bueno, total creo que no legaré a la ancianidad. Siempre lo dije: sin juventud y sin dinero, no me interesa vivir y como ya lo intenté una vez, qué más da. Me siento loca pero ahora sí que de verdad loca, creo que le metí demasiado. ¿Es el timbre del teléfono o el de la puerta? ¡Qué estruendo hace! ¡Pero cómo suena ese puñetero timbre! Suena como cuando nos cayó la Judicial aquella noche. ¡Policía maldito! A todos los dejó ir y se encerró conmigo. Ha sido de las pocas veces que yo no he querido. Era una sabandija: blanco, blanco; delgado, delgado. Medio sin dientes y apestoso a mugre. Y enorme. Me rompió la ropa y me lastimó. Cómo me lastimó. Y después tuvo la vieja que darle dinero. ¡Igual sonaba el timbre!, igual sonaba.)

***

Había amanecido completamente. La luz era completa. El retozo de la noche había terminado y la sirvienta y el sirvientito pasarían el día muy ocupados para que todo estuviera listo en la deseada oscuridad. La noche siguiente. ¡Otra noche!, ¿hasta quién sabe cuándo? Los dos, mientras tanto: cada quien entre su cuarto, ella rumiando todavía los nembutales. Con el rosario en las manos y la virgen de Guadalupe al cuello. Al cuello la virgen y en la mano…

(Cómo podía saber que Bobby iba a terminar así. Roberto muerto. Muerto: quince años de estarse pudriendo y nosotros pudriéndonos aquí arriba. ¡Virgen de Guadalupe! ¿Qué hago con Bobby. Solo la vieja me dice y todo se lo ha terminado. 300 mil dólares en Europa y dólares van y dólares vienen y hoy nada. Solo con esos sus amigos y pelucas y pinturas ¡y hoy nada! Ojalá que me preste dinero mi hermana, porque si no el cheque sin fondos y ese viejo judío es jodido, capaz me mete presa. Y presa ¿qué va a hacer Bobby? Con lo loco que es. ¿Loco o loca? Ya ni sé. ¿Loco o loca? Ya ni sé. Yo nunca he entendido de esas cosas. Qué iba yo saber lo que me iba a salir de adentro. ¿Fue adentro o fue afuera? ¿O la Virgen lo quiso? La Virgen no puede querer eso. Perdóname Señor. Ave María Purísima. ¿Entonces fue afuera? Qué sé yo. Yo no sé nada. Roberto siempre dijo que yo era una ignorante. Y él… ¿Acaso no lo vestía de muchachita? ¿Qué diablos era esa cosa que quería, a la fuerza, una hija mujer? Y después el vientre se me secó. Y venga a vestir al niño de niña. ¿O es niña? Qué diablos sé yo. ¡El cheque es lo único que sé yo! ¿Y si mi hermana no quiere? Ella también está bien fregada de pisto y ese judío es jodido, viejo jodido).

***

Señora, ¡es la policía Judicial!, dijo la anciana Felipa. No sé qué de un cheque. Levántese por favor que han estado timbrar y timbrar y el niño Bobby se va a despertar bravo.

(Sombra de ojos en el dedo torcido: yo niño de treinta años…)
Ya voy Felipa (¡qué tenía que tomarme esos nembutales!). Ahorita me levanto. Deciles que esperen.

Abajo, cuatro hombres de particular. Placas de policía, ninguno.

¿En qué puedo servirles, señores. (Debe haber sido el judío). El señor Greenhouse ha puesto una queja contra usted. Un cheque en blanco. Sin fondos. Yo sé quién es usted, señora. Mi papá fue contador de su tienda de fotografía. Va a dispensar, pero tiene que acompañarnos.

¿Y a dónde?
¡Decile a la vieja que se apure!
¡Callate, vos, no seas lamido, ella es una señora decente, mi papá fue empleado de ellos.
¿Decente?, qué decente ni qué decente. ¿Decentes estos chancles cabrones…? Si ya vine el otro día y les caímos en una fiestecita… ¡decente…! Decente fiestecita. Y el jefe se encerró con su hija o su hijo -qué putas sé yo- Bobby, como que le decían…
Acompáñenos ¡ya!, señora.

(Bobby o Boba. Qué había tenido adentro. Fue adentro o fue afuera. ¡Si el doctor dijo que era hombre! Y bien hombre que era. Robusto. Fuerte. Como todos los niños. Será muy macho, dijo Roberto. Ya le he comprado un caballo y una pistola. Y el caballo y la pistola se quedaron solos, porque se me secó el vientre y le entró berrinche por una niñita).

¿Qué le pasa? ¿No oyó que nos acompañe?
¡Felipa, Felipa!, decile a Bobby que me llevaron, que le hable a su tía. Que consiga dinero. Que vea qué hace ¡Que se levante! (Y él qué sabe de estas cosas) pero decile.

***

Una larga bata de terciopelo azul sobre su cuerpo. Asomado a la baranda de las escaleras, cocaína y alcohol entre el platino de su cabellera. Platino de frasco. Artificial platino.

Se llevaron a su mamá, niño Bobby. (Niño Bobby, niño Bobby, ¿Bobby o Marilyn? ¿Cuándo Bobby y cuándo Marilyn?)
Se la llevaron. ¡Hoy sí se la llevaron!

La Felipa entendió que no la entendía. Cogió al sirvientito. Sin un centavo para el autobús: treinta cuadras con setenta años a cuestas. (Hoy sí se la llevaron. Vieja… no, mamá… pobre mamá. ¿Y yo? ¡Yo que sé de esas cosas! Lindos vestidos, largos cabellos. Yo que sé de esas cosas. Iré a la policía. ¿Y cómo? Pelo pintado, cejas depiladas. ¡Yo que sé de esas cosas!)

¡Felipa, mamá!
(Mamá toma nembutales).
¡Felipa!
(Farmacia. Dos frascos. Ayer).
La luenga bata azul chorrea su terciopelo de un lugar a otro, de una gaveta a otra. El baño, el cuarto. El cuarto, el baño.
(Los dos frascos. De una vez. Los dos frascos. De una vez. Se me deshizo una. ¡Qué horror de amargura. Otra, otra, otra. Dormir. ¡Eso sí! Dormir. Mamá. Dormir… ¡Ya saldrá!)
Bajo el dosel: raso verde y dorado, la bata de terciopelo se fue cayendo hasta el suelo.

***

Aire con cloroformo. Ruido de pies ligeros.

No se quiere dejar. Mirá cómo le metés la sonda. Ponele rápido el suero porque así como está de seco, quizá no aguanta. De seca, dirá. Mirala ¡tan chula!, con su pelo pitando. Que le metás la sonda, pero en otra parte, ha de querer. ¡Estos son unos malditos, mariconean y mariconean y cuando se aburren, hacen estas babosadas! Los debieran de poner a todos desnudos en el Parque Central y yo sería de los primeros en irlos a hacer mierda.

(Si te he visto no te conozco. Tu voz me es tan familiar).

Porque eso es lo que necesitan: una buena vergueada y se les quitan las mañas. Abrile la jeta a la fuerza, bien que si fuera otra cosa la abría ¡esta maldita! Yo, por mí, lo dejaría que se muriera de una buena vez, ¿para qué sirven estas porquerías? Pero ya está aquí y no hay vuelta de hoja.

¿Qué es esa manera de tratar paciente?
Perdone, doctor Ramos, solo bromeábamos.
Bobby, abre la boca. Soy Rodrigo, el médico de tu casa.
¡Abre la boca!

Lentamente los labios se fueron despegando.

Yo creía que no escuchaba, doctor Ramos.
Así son los somníferos.
Una enorme sacudida corrió por aquel cuerpo crispándole las manos.
¡Bobby, Bobby!
Creo que está muerto, doctor Ramos.

El largo corredor. Intestino de hospital.

¿Qué pasó, vos? ¿Quién estaba auxiliando al doctor Ramos?
Yo, ¿por qué?
Lo vi pasar muy pálido.
¡Babosadas del viejo! ¡Un marica que él conocía se acaba de tirar el último! Andá a mirarlo. Allá está en la otra sala. Es uno de pelo pintado.

Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.


0 Commentarios

Dejar un comentario