Luces y sombras del transfuguismo

Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL

En lejanos tiempos, antes de que se emprendiera la batalla por la democratización, la palabra “tránsfuga” era desconocida en el argot político chapín, puesto que era inconcebible que un miembro del Partido Revolucionario se pasase a las filas del MLN, o viceversa. Era una norma ética y obligatoria para dirigentes, diputados, alcaldes y así sucesivamente, hasta al último afiliado en la aldea. Y en el remoto caso de que ocurriera, se hacían merecedores del escarnio público y un apelativo mucho más demoledor y terrible: ¡traidores!, les decían.

A medida que la democracia fue tomando forma y se derrumbaron las ideologías extremas, en Guatemala se llegó también al fin del enfrentamiento armado y poco a poco se hizo asunto de lo más común el ver a los antiguos rivales, ahora muy políticamente correctos, compartiendo en franca y hasta descarada camaradería güisquera.

Esa actitud de apertura se extendió al quehacer político partidista. “Es la conducta que debe asumir la nueva clase política”, se decía a inicios de los 90. (“Clase política”, otro concepto desconocido en los años de la guerra. O eras izquierdista o derechista –y en algún momento efímero de la historia, centrista–, pero eso no te convertía en miembro de una “clase”).

Con el tiempo, esa camaradería de cantina derivó hacia actitudes que hacían cada vez más débil la línea entre ideología y partidismo, y la sociedad empezó a presenciar incorporaciones de lo más variopinto en las filas de uno y otro bando, hasta que terminó por verse como algo “normal” que los izquierdistas se fundieran en agrupaciones de derecha y viceversa. “Es que ya no existen ideologías”, decían los tránsfugas para justificar su cambio de camisola.

Un resultado fue que el transfuguismo pasó a ser parte inherente a la política criolla. Muy pronto, columnistas, periodistas y analistas se encargaron de colocar dicho concepto en la colectividad, tal como ocurre con otros temas políticos: como un asunto de negros y blancos; que forzosa y necesariamente debería ser negativo para la ciudadanía.

Y es cierto, en la mayoría de casos todos esos calificativos son apropiados, más no en todos. Tal y como indicaba en un artículo anterior publicado aquí, en gAZeta, pueden haber transfuguismos positivos, beneficiosos y hasta necesarios, no solo para el diputado sino para quienes lo eligieron. Raros, pero los hay; suficientes para entender que un tema espinoso puede tener aristas.

Es cierto, han ocurrido casos verdaderamente patéticos y que han merecido el repudio general. Quizá el más ilustrativo de la historia sea el de la exdiputada Lesli Elisa Buezo, quien fue postulada por Líder, pero en 2012 se cambió al Partido Unionista, a la UCN y a la UNE. Ese mismo año regresó a UCN y se volvió a cambiar al Unionista. En 2013 se unió a la Gana, después se declaró independiente y en 2014 se alió con Todos. Al siguiente año, 2015, vuelve a ser independiente y tuvo un nuevo retorno a Todos.

Sin embargo, más que particularizar casos, es más importante profundizar –con espíritu democrático– acerca de si sancionar el transfuguismo por medio de una ley es la medida más adecuada para la democracia. Aunque en apariencia la mayoría puede afirmar que es un pecado para el sistema, ello no es necesariamente cierto. Así como existió el buen ladrón, también puede existir el buen tránsfuga. Puede.

Aquí es importante recordar que un grupo de diputados pretende derogar las limitaciones que les impusiera la reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos (Decreto 26-2016) en la cual se estableció que los legisladores tránsfugas –por renuncia al partido postulante– no pueden incorporarse a otros partidos políticos. Esta norma, empero, crea ciudadanos de primera y de segunda clase –retomando una aberrante práctica de los regímenes de democracia restringida que nos gobernaron en los 60 y 70–, lo cual contraviene el espíritu constitucional y algunos de sus principios básicos, como el derecho de libre asociación (artículo 34).

Por ello, es preciso insistir: para reducir o eliminar el transfuguismo se necesita mucho más que leyes. Varios países lo han intentado, con resultados variables; incluso, en Ecuador se derogó la normativa.

He mencionado, en la publicación aludida líneas arriba, que el mecanismo ideal para reducir o eliminar el transfuguismo es por la ruta de la formación ideológica, del compromiso partidario, de la comunión con los principios políticos que una agrupación suscribe en su línea política.

La reformas a la LEPP de 2016 contemplan que un porcentaje de la deuda política se deberá destinar a la formación partidaria. Y en última instancia podría considerarse un mecanismo extremo: otorgarle a los electores el poder de revocar mediante las urnas el mandato que previamente se le ha entregado a los diputados y lo incumplieron, incluidos los tránsfugas. Es democrático, efectivo y no viola la Carta Magna.

Ahí se las dejo botando, como decía Rubén Amorín…


Fotografía principal tomada de Cubanet.

Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.

Democracia vertebral

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