Los peligros del periodismo antiético

Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL

«No somos voceros, somos periodistas» es un axioma ampliamente conocido en la redacción de cualquier medio de comunicación. La traducción de este mantra bien puede ser: «Nosotros publicamos noticias, no hacemos relaciones públicas». Sobre todo cuando se trata del Estado o de los políticos, habría que previsar.

En la práctica, el dogma no se cumple, sobre todo cuando se trata de señalar los vicios de la clase política, pero al mismo tiempo se destacan, con óptica empañada, las virtudes o cualidades de ciertos sectores –como el empresarial–, o de ciertas personas que por acomodarse a los intereses predefinidos por el medio (que tienen pisto, pues) merecen ser tratadas con la etiqueta de «buenos y decentes».

Y no se cumple, además, porque al privilegiar a un sector en perjuicio de otro, sea cual fuere, el periodista transgrede esenciales normas éticas –la búsqueda de la verdad para divulgarla, por ejemplo– y termina convirtiéndose en aquello de lo cual tanto reniega, es decir, en vocero del más poderoso.

Otro error terrible que cometen los medios –y con ellos sus periodistas– consiste en adherirse a una causa «noble», «reivindicativa» o porque obedece a un determinado «clamor ciudadano» y que el medio considera digno de alabanza. Esto significa trastocar el periodismo informativo para convertirlo en activismo político.

Y es que ninguna campaña, por mucho que corresponda con nuestras simpatías ideológicas o por muy elevados que sean los aparentes ideales que la inspiran, está exenta de ser tergiversada. Recuerdo, por ejemplo, cuando a principios del siglo diversos medios de comunicación hicieron causa común para construir un nuevo paradigma de participación ciudadana, según denominaron a aquel experimento denominado Guateámala.

Más tardó en armarse dicha propuesta que en mostrar sus reales intenciones alienantes y que perseguían la invisibilización de las demandas auténticas de los sectores menos favorecidos económicamente. «El que no ama a Guatemala no está con Guateámala» era el mensaje subliminal de aquel montaje propagandístico.

¿Y los medios que apadrinaron de manera tan decidida ese disparate? En realidad propiciaron un autogolpe a su credibilidad, valor que sigue siendo, y por mucho, el más valioso que puede tener un periódico, telenoticiero o lo que sea, aunque hoy hacen como que nunca apadrinaron semejante fracaso.

También cabe recordar aquellas campañas que armaba el matutino Siglo Veintiuno en la última década del siglo pasado, por medio de las cuales contribuyó a crear en la conciencia colectiva la imagen de que la mayoría de diputados que ocupaba una curul en 1993 eran «depurables» a causa de sus acciones. Y es cierto, en muchos casos se justificaba, pero el dilema ético consistía en que al propiciar la selectividad de los públicamente imputados, el medio deliberadamente protegió a otros, tanto o más depurables.

La prueba es que el Congreso de la República se depuró un año después, por medio de un extraño procedimiento electoral consistente en elegir congresistas en comicios independientes de las elecciones generales. ¿El resultado? aquella depuración mediática llegó a convertirse en la madre de la corrupción e impunidad que durante los años siguientes definieron a la clase política.

Pese a ello, la prensa parece ser el único sector que no aprende de sus errores históricos e insiste en cometerlos una y otra vez, amparada en una muy mal entendida libertad de expresión. El ejemplo más relevante y reciente es la actitud activista de algunos medios de comunicación –muchas veces amparados en la errática cobertura de sus reporteros y otras, por definición de agenda particular– observada en todo el proceso denominado «lucha anticorrupción».

Y es que un asunto son las motivaciones loables que buscan combatir los repugnantes actos reñidos con la transparencia, pero otro, y que atenta contra la inteligencia elemental, es asumir que esa batalla está libre de errores, ilegalidades e injusticias de parte del aparato acusador. El problema para la prensa radica en ocultarle al público esas posibles deficiencias, en abierta contradicción con la forma directa en la que presentó previamente las imputaciones.

«No somos fiscales de la Patria, ni héroes civiles, ni vedettes. Somos personas comunes obligadas moralmente a contar lo que pasa, desde nuestra subjetividad y de la manera más precisa y completa posible. Contar por qué pasan las cosas que pasan permite generar pensamiento crítico», es un principio contenido en el decálogo de Reynaldo Sietecase, periodista argentino que sigue los pasos de Tomás Eloy Martínez.

Otro caso que riñe abiertamente con la ética periodística es esa costumbre creciente de algunos directores, editores o reporteros de utilizar las redes sociales para acosar a sus fuentes informativas (algunas veces con señalamientos subjetivos e insultantes), asumiendo un papel que corresponde a la ciudadanía común y corriente.

No en balde diarios sumamente serios, como The New York Times y Washington Post, han prohibido a sus empleados publicar en sus redes contenido que pueda dañar «la reputación del medio de neutralidad e imparcialidad». Otro argumento del medio refiere que las redes sociales presentan riesgos potenciales porque «si los periodistas son percibidos como parciales o si se dedican a la redacción en estas, se puede socavar la credibilidad de toda la sala de redacción».

Es decir, esos gigantes periodísticos están muy claros que un periodista no puede pretender que «en mi muro escribo lo que me da la gana». Lamentablemente para él, desde el momento que escogió este oficio, se restringió a sí mismo el uso de algunas libertades, debido a su papel de privilegio en la transmisión de noticias.

Esta es la realidad de los medios de comunicación y sus agendas público-políticas en Guatemala. Así como subieron a Otto Pérez a la Presidencia así lo hicieron caer. Estos potencializaron a Jimmy Morales en 2015, y ahora lo han defenestrado. Para la sociedad quedaría una esperanza, leve pero esperanza al fin, que un día los periodistas reivindiquen no solo su profesión sino su derecho ciudadano a decir «NO» a la imposición sobre sus coberturas.

¿Habrá al menos 10 justos –y éticos–, como aquellos que buscaba Abraham en Sodoma y Gomorra?


Imagen tomada de Diario Junio.

Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.

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