-Lorena Carrillo / DIARIO DE FRONTERA–
Trabajo actualmente con cartas y diarios de guerra y exilio en Centroamérica. Establecer el corpus ha implicado, como puede suponerse, realizar una primera operación de archivo: nombrar al corpus, establecer códigos de búsqueda, recolección y lectura, sustraer, si no se ha hecho antes, las cartas y los diarios de su ámbito íntimo/privado, y sin olvidar ese origen, ponerlos sobre la mesa de disección. La búsqueda fue motivada por la inquietud sobre los modos de decir la guerra y el exilio, que, por supuesto, van más allá del modo testimonial frente a un tercero o del reflexivo mediado por la distancia emocional. Walter Benjamin y su reflexión sobre lo que llama “ruinización”, algunos conceptos del llamado “giro afectivo” y el trabajo de Yael-Navaro Yashin sobre guerra, objetos y zonas de ruina en Chipre, iluminaron posibilidades de aproximación.
El diario de Raúl Carrillo, cuentista petenero y además mi padre, está escrito en hojas sueltas y cuadernos, a mano o a máquina, de modo desordenado y abarca no menos de veinte años. En uno de esos folios encontré unas fechas con gran significado para mí. Eran los días de junio de 1980 y en esas páginas se relata, desde la intimidad, la experiencia de la pérdida y el desmoronamiento familiar ocasionado por el conflicto en Guatemala. Nutrida la imaginación del autor con novelas de aventuras, el relato combina con gran eficacia el sentido del dolor y el del riesgo. Las pertenencias de la hija, recién salida al exilio, “esparcidas” por el suelo tras el vaciamiento de la casa, que es la acción que sirve de contexto al relato, adquieren un significado que los trasciende como objetos para convertirse, bajo su mirada, en escombros dejados por un huracán. En la experiencia de la fragilidad y la dispersión que nace de una situación de terror y violencia, la vida conocida, familiar, adquiere la forma de una “pequeña embarcación” desmantelada por “la gran tormenta”. El terror estatal copaba prácticamente la totalidad del país y el avasallamiento se representa en esas líneas como una poderosa fuerza destructiva suprahumana que lo mismo se despliega desde lo macro (“huracanes”, “tormentas”) o desde lo micro (los “gérmenes” de una “epidemia”). En Guatemala, a diferencia de otros países, el terror estatal se impuso con igual intensidad en las ciudades y en las aldeas campesinas remotas; los procedimientos eran distintos, pero la experiencia fue de totalidad. El imperativo de escribir, de llevar registro de aquellos turbulentos días “para que lo lean mis hijos”, es decir, para una suerte de posteridad (entre personal e histórica), se duplica en un juego proliferante; en este caso porque las páginas actuales en realidad son copia de las originales hecha por su autor, dañadas después de un percance chusco, precisamente íntimo y familiar, protagonizado por una suerte de figura infaltable en la novela de aventuras: el amigo del héroe que, aquí, se trató del perro. El autor copia en segunda versión, pocos años después, lo acontecido en aquellos días de “tormenta” o “naufragio” a modo de “salvar algo de lo existente”, como se declara en otro “diario” guatemalteco de aquellos años. He pensado varias veces en el significado de esas alusiones robinsonianas; en esa representación de la experiencia de lo que ocurre en la intimidad cuando la fuerza centrípeta (¿o centrífuga?) del terror de Estado desbarata familias y casas como en una catástrofe natural y en cierta forma, como en una aventura. Creo que se trata de la experiencia de la alteridad radical. El vaciamiento de los referentes conocidos para vivir, su pulverización por la violencia, coloca a las personas frente a una vasta perspectiva ignota de mundo en destrucción, en la que es preciso sobrevivir inventando nuevos calendarios, reconstruyendo la choza, volviendo a lo primigenio.
¿Salvar o reconstruir desde cero? ¿Guardar los objetos, atesorarlos, hacerlos llegar de nuevo a sus dueños? O tirarlo todo y empezar de nuevo. El escenario de los objetos cotidianos esparcidos por el suelo: unas fotos, unos platos, la jarra para calentar el agua, puestos ahí para ser clasificados y eventualmente guardados, constituye, a partir del texto escrito, una imagen de la guerra. Inevitablemente, recuerdo la hoja de papel amarillenta de otro diario: el Diario militar, la lista de “Objetos que se encuentran en la casa del bosque”. Una escueta lista de lo hallado en la requisa de una casa abandonada algún tiempo atrás por sus habitantes. Escrita para ser presentada como informe al superior en la jerarquía, el listado quiere ser exhaustivo en su clasificación y lo es, pero falla en los criterios tambaleantes: ahora se indica el color, ahora no; ahora se usan numerales, ahora ordinales; ¿por qué indicar la marca del jabón en el baño? Lo cierto es que en esa casa no se halla un cuadro, ni un libro, ni un juguete, aunque sí varios muebles, muchos ceniceros, un insólito “bar de pino”, y como señales personificadas de vida reciente, solo un suéter blanco de mujer y unas “jinas” verdes. Despojada de toda afectividad, la enunciación, neutra y despersonalizada, enumera solamente. A veces, el sujeto emerge de la oscuridad tras una valoración: “un trinchante en mal estado”. Del discurso novelesco al discurso policial, ambos diarios muestran, en sus muy distintas relaciones de objetos, las huellas de la vida que los humanos dejamos en nuestra pedestre y cotidiana relación con las cosas y la evocación de una mirada sobre ellas. Pero dan cuenta de algo más: de los paisajes íntimos de la desolación, porque en ambos casos se trata de ruinas. Las ruinas de la guerra.
Tras el pequeño dilema de lo cotidiano sobre qué hacer con los objetos o qué fue de ellos, se esconde el gran dilema de la historia reciente. Mi padre, en su diario, sin pretensiones de historiador, pero con absoluta conciencia histórica, se pregunta al final: “¿Será mejor romper con el pasado?” “¿Será posible romper con el pasado?” La reconstrucción de aquella casa cuyos enseres contemplaba mi padre nunca pudo realizarse. Nunca volvieron aquellos objetos a sus dueños. Quedaron para siempre en las páginas del diario como vestigios congelados de un tiempo roto. El diario de mi padre y también el otro, son ellos mismos huellas y vestigios, piezas de un archivo no solo material sino sentimental y discursivo de la historia reciente de nuestro país.
Fotografía tomada de https://goo.gl/ke8TpR.
Lorena Carrillo

Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora-investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Docente en los posgrados de Historia y Ciencias del Lenguaje del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP. Una de sus últimas publicaciones es Motines y rebeliones indígenas en Guatemala. Perspectivas historiográficas, como coordinadora.
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Un diario nunca tiene una intencionalidad. Un diario es como un espejo, independientemente de si, quien lo escribe decide “retratarse” o no. Muchas veces, el “retrato” no es una descripción, sino la traslación de una secuencia de la vida, de sentimientos, experiencias y emociones, también de aprendizajes. Considero que, cuando se vive inmerso en la guerra y la violencia forma parte del día a día, la actividad reflexiva también puede desplazarse a esos momentos en que el reposo y el descanso permiten el repliegue de sí mismo. Un diario también es testimonio de intimidad, de eso “que se lleva encima todo el día” y que, pese o no continuar llevándolo otro día más, se descarga en las líneas. Para los humanos es sumamente excepcional la vivencia de leer un diario, y más aún, si este mismo ha envejecido, se ha “ruinizado” y nos muestra otra faz diferenciada de las hojas lisas de un cuaderno nuevo o de dos o tres años de comprado. Considero que este trabajo que realiza Dra. Ana Lorena, supone la apertura de múltiples aristas de reflexión y valorización de las impresiones de su señor padre en los años en que participó de ese ciclo tan difícil de definir y conceptualizar por quienes lo observan como proceso histórico o coyuntura ídem. Y más aún, tratándose de una figura fundamental en la vida, “encontrarse” con las letras del padre extienden el “encuentro” que se tuvo con él en la cotidianeidad del ayer.
Si estamos hechos del recuerdo. De esos detalles cotidianos que nos marcan escalas, dimensiones, mapas, estaturas, condiciones. El cenicero grande nos recuerda el gran grupo de amigos fumadores y la vida de cada uno, y la paleta de madera para mover el arroz, los platos junto a la mesa familiar y la ampliada con los amigos. Esas cosas y esas notas del tío fueron (o son, por siguen en el recuerdo de quien las atrapó) unos mundos que giraban frente a sus ojos y frente a sus manos cuando los capturaba con la pluma.
Las víctimas de la guerra nos movemos entre el olvido y el recuerdo, en recurrentes martirios de lo que fue y de lo que no pudo ser, llenos de cosas, de palabras, impregnadas de pasado, ese que se congeló y a veces va saliendo poco a poco o en torbellino, como el que nos entrega Loren en “los objetos que se quedan por ahí”, esos objetos que nos transportan a momentos de rupturas, de desgarres, pero también a un mensaje, a una estafeta, a una esperanza que habría de sobrevivir.
Uno siempre se pregunta si se puede romper con el pasado, algunos recomiendan hacerlo como un metódico terapéutico, otros se afincan en él, la posibilidad de plasmarlo en un texto es una catarsis. Excelente artículo en el que la autora nos muestra los fuertes vínculos entre la palabra, los objetos y los hechos violentos que nos cambian la vida.
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