¡Los indígenas al poder! Podría estarse gestando una nueva guerrilla

-Mario Alberto Carrera / DIARIOS DE ALBERTORIO

(A la busca de nuestra identidad)

Con la apertura del Instituto Indigenista Nacional, el 26 de septiembre de 1945, germinó en la conciencia del «ladino» intelectual de entonces la idea de que al amordazado ¿indio?, ¿aborigen?, ¿natural?, dueño y primer señor de este territorio, debía de hacérsele justicia y sacársele de su involuntario silencio, justamente (también por aquellas fechas) de haberlo librado de la esperpéntica situación de trabajador obligado, de la encomienda o del repartimiento, en las fincas de los más siniestros y coloniales hacendados de la República distópica de Guatemala.

El primer director de aquella ilustre corporación fue el Dr. Antonio Goubaud Carrera –graduado de antropólogo en la Universidad de Chicago en 1943-, mi tío abuelo.

La novela criollista, la influencia de Las uvas de la ira de John Steinbeck, las transacciones agrícolas entre EE. UU. y Guatemala -con la United Fruit Company- el fomento de un turismo sistemático entre los dos países indicados (que puso en el ojizarco marco de lo «exótico» al indígena, industria que fundara e inaugurara la familia Clark; las ideas marxistas y el lento fortalecimiento de un grupo de artistas y escritores -los Tepeu y Saker ti- hacia los años 30 del siglo pasado, bajo la sombra obtusa del rey de la encomienda, un tal Jorge Ubico) hacen romper a Guatemala con el modelo socioeconómico que había durado casi 500 años, es decir, el paradigma de la encomienda, el repartimiento y la reducción del indígena, en los llamados pueblos de indios, cuyo uniforme del gueto es el «folklórico» traje que hoy todavía usan algunos pero, gracias a Tepeu y Gucumatz, cada vez menos. Porque ese traje es el signo fatal de la represión más cruel consumada en el país. Difícil de confeccionar, lavar y mantener en condiciones de higiene y que no llena los requisitos mínimos de de comodidad y limpieza al ritmo con los tiempos vertiginosos que nos envuelven, en torbellinos de velocidad y tumultos. Debe quedar solo para rituales y museos tradicionales y paternalistas como el Popol Vuh. Perdón por la digresión.

La guerra (iniciada a principios de los sesenta) en que nos hundimos durante casi cuatro décadas, no fue urdida ni tramada por los tolteca-maya, sino por ladinos que querían asaltar el poder a como diera lugar y por las vías acaso menos pensadas por entonces. Querían tumbar a Idígoras y los tumbadores, iniciáticos, eran ladinos militares.

La guerra del indígena, su entrañada lucha ¡el combate hecho por él y para él!, debe comenzar y comienza ¡ahora!

Desde luego y de manera no beligerante –como he tratado de atestiguar arriba- la cuna combativa emergió hace muchos años. Sus primeras mantas y frazadas las calentó el Instituto Indigenista Nacional y sus elementos revulsivos -que arriba indico- dispuestos por los gérmenes altivos del «44».

A veces pienso -y no con poca ironía en el magín- que acaso el señor Clark y sus agencias de viajes ligadas a hoteles como el Panamerican, al poner en las pupilas de los gringos a los descendientes de los toltecas -en el territorio de los mayas- ¿no les hizo también ir abriendo -aunque lentamente- los ojos oscuros a los indígenas del altiplano?: fueron colocados en el centro de una colorida y acuática postal, los convirtieron en «modelos» de y para fotografías de turistas alelados y, casi sin quererlo, les enseñaron voces inglesas para ofrecer copias de los trajes policromos del gueto colonial… Términos en inglés -antes que en español- que los curas dominicos (me refiero al castellano) y todos los llamados «grandes lenguas» religiosos, les habían impedido conocer, para mejor manipularlos, como hasta hoy.

La Corona -lo civil acaso más evolucionado que lo eclesial- ordenó desde muy temprano la enseñanza del español. Los curas doctrineros -en especial los dominicos- dijeron ¡que no!, que era mejor lo contrario. Que ellos aprenderían y aprendieron las lenguas indígenas para cristianizarlos. Tenían la experiencia bíblica de la Torre de Babel. Los frailes entienden mejor de economía que nadie. De esa manera, los convirtieron en pueblos incomunicados (hacia el español y hacia sus propias lenguas). Con ello devinieron municipios y aldeas sin voz, silenciados para mayor gloria del Señor que también cobraba impuestos -y por servicios- como casar y dar la comunión. Hoy comienzan a hablar. Pero ya saltan los merolicos puertas adentro. El indígena a veces es el peor enemigo del indígena. Como la mujer de la mujer, en las llamadas lides feministas.

El indígena ha ocupado, a lo largo de los últimos 500 años, diversos e infelices papeles y relaciones en nuestra sociedad discriminadora y racista por excelencia. Cuando Pedro de Alvarado llegó Guatemala, su más acendrada y proterva intención (con Cortés, Pizarro y demás chuladas de la Conquista) fue la de someter a los nativos al régimen de esclavitud, mientras que, debido a la revolución económica del Renacimiento, en España se abandonaban lentamente las modos de producción feudales, con la intención de hacer germinar los primeros brotes del incipiente capitalismo empresarial, bancario y comercial.

En el mundo capitalista los impuestos y tributaciones son más importantes que lo que produce el esclavo o lo poco del siervo de la gleba. Por ello -y en consonancia con los nuevos modelos económicos- la Corona notó de inmediato la desventaja, para ella, de conceder al indígena el estatuto de esclavo -anhelado por los gavilanes de Extremadura- y por ello ordenó a los conquistadores, y no por caridad cristiana, darles libertad a los conquistados, permitiéndoles acceder a la categoría de siervo de la gleba. Eso sí, con horribles cargas impositivas que pagaban al rey, al papa y a los tonsurados que les ayudaban a pasar de la Tierra al nuevo Paraíso… porque nada es gratis. La mejor manera de organizar así las cosas de este mundo (americano) fueron -como ya comencé a explicar a los lectores- la encomienda, el repartimiento y la reducción de aborígenes en pueblos de indios. Como los Jocotenangos de la capital y de La Antigua. Con sus lindas capillas posa para que no entraran indios a la iglesia: solo para criollos y españoles. ¡La pura discriminación que aún cultivamos en solemne ardimiento!

Continuaré.

Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.

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