Los dogmas sagrados de los economistas

Trudy Mercadal | Política y sociedad / TRES PIES AL GATO

Los economistas son considerados por muchos —demasiados— como los grandes sacerdotes del análisis neutral y la verdad absoluta, en parte, porque ellos mismos se toman muy en serio sus predicciones y su estatus de científicos infalibles. Sin embargo, el análisis económico está cuajado de ideología y subjetividad, y la diferencia entre una teoría y la otra es a quien privilegia y beneficia más. Poniéndolo de manera muy simple, unos beneficiarán mayormente a grupos de poder y otros al bien común, con mucha tela que cortar entre una posición y la otra.

Paul Krugman, economista ganador del Premio Nobel (2008), defendía desde inicio de 1990, la globalización y el mercado libre, e insistía en que la agresiva competencia entre potencias, así como de economías emergentes, no significaba peligro alguno. En esos años, hasta los países comunistas se movían hacia diferentes niveles de integración económica mundial y esto se representaba como una situación de gana-gana para todos. Sin embargo, Krugman recientemente reconoció que él y otros economistas de su misma línea han errado y fallaron en comprender que la globalización desmedida y la competencia virulenta a nivel mundial se convertiría eventualmente en una «hiperglobalización» (aceleración extrema de los efectos de globalización a todo nivel).

La hiperglobalización, según advertían otros expertos ya desde los 80, socavaría seriamente la condición de las clases medias y obreras, y llevaría a inmensas convulsiones económicas y sociales a nivel global (lo cual Krugman et al. descartaban, diciendo cosas como «¡qué tontería!»). Hoy, según muchos economistas, incluyendo a Krugman, el resultado de las guerras competitivas entre potencias —especialmente China y Estados Unidos, pero no limitados a estos— es de grandes desplazamientos de población a nivel global, y de trabajadores en cada país, lo que ha sido exacerbado (más no causado) por la pandemia de COVID-19.

Hace ya mucho tiempo, sin embargo, que los economistas que se han convertido en las vacas sagradas de los medios creen en sus modelos matemáticos con «fe de niño» —o, para ser más justos, con arrogancia acrítica— y siempre se han comportado como profetas incuestionables de la globalización, del mítico mercado libre y de privilegiar la eficiencia del mercado por sobre políticas de bienestar social, a pesar de cientos de estudios que muestran que invertir en la sociedad es una de las mejores formas de sostener y hacer crecer la economía —quizás de manera más lenta, pero definitivamente más estable—.

Son cosas de sentido común: una masa con sus necesidades básicas cubiertas está en mejor posición de crecer, de contribuir a la economía. Una economía solidaria hace un sociedad más sana, más equitativa, más democrática. Un desarrollo prudente —deliberado, consensuado, ecológico— será sostenible a largo plazo. Se le puede llamar economía sentipensante o economía circular (aquellas que son sostenibles con el tiempo), pero como sea que se le llame, es un desarrollo más lento y sensato. Está bien pensado.

El economista David Autor, del Massachussets Institute of Technology, sostiene que uno de los mayores problemas ha sido, precisamente, que economistas del calibre de Krugman, cuyos juicios pocos cuestionan, han fomentado el dogma del mercado libre y la globalización con pasión de devoto, cuando en realidad predecir la economía es como predecir terremotos, o sea, una ciencia muy inexacta. Dani Rodrik, presidente de la Asociación Económica Internacional, y Olivier Blanchard, economista del Fondo Monetario Internacional —a quienes difícilmente se les puede tachar de izquierdistas—, son muy críticos del apoyo incuestionable a la expansión globalista y argumentan que, además, existe una profunda negativa a debatir estas cuestiones generada por la administración de Trump, en la que no se da cabida a discusión racional sobre recalibrar la tendencia globalizante y torpe mentalidad suma-cero de Estados Unidos que, por la influencia de Trump, se implanta a nivel global. En otras palabras, es una ideología de comercio internacional que dañará mucho a países como Guatemala.

La «nueva normalidad» vino para quedarse: las compañías tecnocráticas de Silicon Valley, entre ellas Facebook, Twitter, Quora y otras, declararon que han hecho ya permanente el sistema de teletrabajo para todos o casi todos sus empleados. Ya son muchos los expertos que argumentan que bajo la «nueva normalidad» los cambios al ámbito laboral serán brutales y a largo plazo, de manera que urge discutir opciones como un seguro social más expansivo, tasar impuestos a industrias móviles y digitales, así como a las grandes corporaciones transnacionales, eliminar offshores, instituir un ingreso universal y hablar seriamente de políticas de desacelerar el desarrollo y apostarle a sistemas de desarrollo holísticos y pausados, a manera de regular los excesos más dañinos del neoliberalismo.

Es importante, además, dar por sentado que el hecho de que algunos sectores muy pequeños (tildados como el 1 %) estén prosperando, y prosperen algunos cuantos que se adhieren a estos, no justifica la devastación que el cambio climático generado por sus prácticas causa al resto de la sociedad, ni justifica que habiendo suficiente producción de alimento para que todo el mundo tenga algo de comer, haya tantos millones padeciendo hambre. De hecho, en países avanzados, el público se comienza a preguntar, en serio, si realmente es necesario tanto avance tecnológico, tanta industrialización y que sea tan rápido.

Hoy, Krugman admite que fue un error no considerar el impacto que las prácticas económicas de países avanzados causan no solo en sus sociedades, sino en el resto del mundo. En otras palabras, la realidad de que todos estamos conectados, hoy nos abofetea sin compasión. No es cuestión de presidentes demócratas o republicanos en poder, pues el sistema engarza a todos; por ejemplo, incluso el presidente Bill Clinton, supuesto «progre», despidió a su ministro de Economía cuando este comenzó a insistir en la necesidad de políticas de inversión social. O sea, la tendencia, ya hace décadas, va encaminada hacia lo que tenemos hoy: creciente desempleo y subempleo, explotación, endeudamiento, «intelicidio» y prácticas económicas rapaces que son formas lentas de genocidio.

Mientras, Joseph Stiglitz, otro economista ganador del Premio Nobel (2001), quien fue el principal economista del Banco Mundial, tuvo encontrones con otros grupos, como el Fondo Monetario Internacional, por lo que llamaba «su ideología fundamentalista del mercado». De hecho, lleva décadas argumentando que el costo de la globalización va a recaer sobre comunidades específicas, en lugares específicos, en donde los sueldos ya de por sí son muy bajos, la institucionalidad es pobre y la corrupción, desmedida. En otras palabras, lugares como Guatemala. Noten, por ejemplo, como el cambio climático —acelerado por empresas trasnacionales extractivas, entre otras— afecta a comunidades campesinas pobres de Guatemala, en donde hay más hambruna que en ninguna otra parte. La globalización también ha sido instrumental en destruir el poder de negociación de las clases trabajadoras —a todo nivel, incluso profesional—.

Este proceso lleva más de 3 décadas evolucionando y no va a dar vuelta atrás. Así de simple está la cuestión. No podemos confiar en que las «instituciones» nos van a proteger, porque si no lo han hecho hasta ahora, menos lo harán en la «nueva normalidad». Los presidentes llevan ratos de ser cada vez más claros y contundentes que están para servir a las grandes corporaciones, y no a los trabajadores, las pymes y, mucho menos, los pobres y los más vulnerables de su país. La situación, verdaderamente es cada vez más cuestión de vida o muerte. Entonces, ¿qué hacemos?

Fuentes: «America’s Innovation Engine is Slowing» (C. Whatney, The Atlantic, julio 2020), «Economists on The Run» (M. Hirsch, Foreign Policy, julio 2020), «What economists (Including Me) Got Wrong about Globalization» (Paul Krugman, Bloomberg News, octubre 2019), Globalization and its Discontents (Joseph Stiglitz, 2017), Making Globalization Work (Joseph Stiglitz, 2006).

Imagen principal de Lesley Wang, tomada de Pi Media.

Trudy Mercadal

Investigadora, traductora, escritora y catedrática. Padezco de una curiosidad insaciable. Tras una larga trayectoria de estudios y enseñanza en el extranjero, hice nido en Guatemala. Me gusta la solitud y mi vocación real es leer, los quesos y mi huerta urbana.

Tres pies al gato

Correo: info@trudymercadal.com

2 Commentarios

Reinhard Miguel 03/08/2020

Gracias por un análisis tan lucido e atinado. Agregaría que tanto Krugman como Stiglitz representan a la teoría neoclásica de la economía, al igual que Milton Friedman, otro economista de mucho renombre y premiado con el Nobel Conmemorativo de Economía.

Cuando hablamos de economía, es importante siempre recordar que ese premio Nobel es conmemorativo, es decir no fue parte de los premios que el mismo Alfred Nobel estableció. El Nobel conmemorativo de economía se lo inventaron más de 70 años después en lo que se puede entender como un esfuerzo propagandístico para elevar la reputación de las ciencias económicas al igual de las ciencias naturales. Solo que no son iguales, obviamente. Economía y las ciencias económicas son ciencias sociales, derivadas de la filosofía.

Por ese legado, las ciencias económicos por definición deberían ser totalmente holísticos. Este legado es algo que la escuela neoclásica de economía ha escogido de olvidar por completo. Cualquier elemento de responsabilidad y consideración social o ambiental fue omitido, a favor de una perspectiva que reconoce únicamente categorías cuantificables en números financieros. Algo que la escuela de pensamiento económico prevalente hoy día, el neoliberalismo, ha llevado a su máxima expresión, la crematística. Es decir el arte de adquirir riquezas, según Aristóteles. De un medio sirviendo para un fin, el capital y su acumulación sa han vuelto un fin en si mismos. También tiene mucho que ver con el concepto del «homo oeconomicus», la imagen humana que propaga la escuela neoclásica de economía. La cual es completamente ajeno a la realidad.

Hablando de teorías enfatizando el desarrollo prudente, deliberado, consensuado, ecológico, como lo serían economía sentipensante o economía circular, agregaría la economía del bien común sugerida por el autor austriaco Christian Felber. Entre tanta noticia apocalíptica, aprender sobre esa teoría fue una de las pocas cosas buenas que puedo mencionar este año.

Lillian Irving 01/08/2020

La «nueva normalidad» no tiene nada de normal. El teletrabajo implica para los trabajadores destinar un área de su casa para sus labores, lo que ahorra a las empresas pagos de rentas y otros gastos. Significa pagos extra de energía eléctrica, agua, teléfono e internet para el trabajador, que se ignora si lo cubrirá la empresa contratante. Habrá ahorro de ropa y transporte, pero no se ha tomado en cuenta lo que se menciona acá. ¡Muy buen análisis de los planteamientos de los dos Premios Nóbel de Economía!

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