Enrique Castellanos | Política y sociedad / ENTRE LETRAS
Caminar las calles de Vancouver es sentirse al borde del tiempo, como atravesar puertas trasparentes al pasado y al futuro. Vancouver, la maravillosa ciudad que vive de noche y de día. De suaves celajes y sombras de colores. Ciudad emergiendo de las nubes. De cerezos en flor, donde caminar es rozar la naturaleza.
En aquellos días nada estaba escrito. Todo nos parecía nuevo. La vida se venía como cuando te acercas a una feria. Sonidos surgiendo, imágenes apareciendo, gente corriendo. Voces, palabras, miradas. Todo en perfecto caos tras el cristal. Como un cuadro abstracto, intentando reconocer a alguien que te llama en la esquina opuesta. Muchas mañanas fueron, entre sol y llovizna, el oportuno pretexto para compartir un café con amigos viejos, nuevos y de siempre. Recomponer pedazos de la hecatombe, de lo vivido hasta aquí. Imaginar, soñar, divagar. Cómo sería la vida, para los que se queden y los que se vayan de esta maravillosa ciudad. ¿Quiénes más vendrán? ¿A quiénes más, la maquinaria del terror arrojará hasta aquí?… Nuestra labor como trabajadores de la cultura, permitía una relación cercana con personas de muchos sectores y edades. Cada nuevo día nos deparaba sorpresas que emocionaban el alma. Mucha gente abierta al mundo, a escuchar, a reír, a hacer algo por los demás. Al intento de un mundo mejor.
El paso del verano al otoño en Vancouver es maravilloso. Impresiona la transformación en pocos días, de todos los verdes a los amarillos y rojos intensos.
El resto del verano y parte del otoño se nos fue viajando entre pequeños pueblos y ciudades del interior de la provincia. Vimos y sentimos esa transformación del color, entre Nelson, Castlegar, Kelowna, Victoria, Courtenay, Port Alberni, Camloops, Nanaimo, Duncan, Silverton… entre otros. Nuestra actividad más grande había sido alrededor del Vancouver Folk Music Festival. Después, una serie de pequeñas giras al interior de la Columbia Británica llenó los días.
Los fines de semana, al retornar a la ciudad de Vancouver, todos nos alojábamos en diferentes casas de canadienses solidarios o guatemaltecos y continuábamos una especie de rutina de exilio, horas de soledad muda o encierros en algún basement para escribir e intentar canciones. En otros días, eran recurrentes los almuerzos o cenas con familias guatemaltecas. Lo que ahí ocurría, era como abrir una ventana al tiempo y traspasar a un pedazo de Guatemala en pleno norte. Muchas familias tenían una pequeña marimba en su sala, casi como el sagrado derecho a recordarse a sí mismos la procedencia y origen de su estirpe. Las meriendas siempre fueron el mejor esfuerzo porque los sabores se parecieran a los autóctonos. Una de las gratas sorpresas al llegar a Vancouver fue el reencuentro con Juancho, un viejo amigo de la adolescencia en las calles de Antigua. Después de unos días de adaptación, me trasladé al apartamento que Juancho compartía con Carlos, otro amigo de Xela.
Una tarde de agosto, íbamos a reunirnos en dicho apartamento, el cual quedaba en el downtown, entre Granville St. Y Nelson St. Cerca del apartamento había un café a donde regularmente pasábamos, era punto de encuentro, dado que todos llegábamos de distintas direcciones. A eso de las cuatro de la tarde, quienes ya estábamos dentro del café, escuchamos unos gorgoritos como cuando te paran en un retén militar o policíaco en algún camino de Guatemala. Curioseando por lo raro e insistente de los pitazos, como buenos guatemaltecos salimos, a ver qué pasaba, nuestra sorpresa fue ver a dos de nuestros amigos detenidos a mitad de la cuadra por un gendarme a pie y otro a caballo de la montada vancuverita. La detención era por haber cruzado la calle de una acera a otra a mitad de cuadra y no en el paso de cebra respectivo. El gendarme de tránsito, presto a lo que ocurría, se lanzó hacia ellos haciendo sonar su gorgorito en repetidas ocasiones y cual árbitro de futbol señalaba el lugar de la falta, levantaba el brazo con tarjeta en mano. La sanción económica, que venía estampada en un papel, era la remisión por la falta de los muchachos a cruzar la calle en lugar no autorizado.
Olvidado el incidente después de unos buenos minutos de risa, alguien contó cuando Pedro conoció a Quincho. Resulta que iba Pedro a una consulta médica a un lugar del oeste de Vancouver, lugar que no frecuentaban los guatemaltecos. Como su inglés era demasiado escaso, le habían dado instrucciones que, una vez que saliera del consultorio, se dirigiera a la primera parada y preguntara qué buses pasaban por allí. Cuando llegó a la parada de bus indicada, solo estaban dos señoras y un muchacho de apariencia gringa, por timidez, decidió abordar al muchacho, preguntando: Excuse me, sir, which buses go through here?… Y el muchacho le respondió: «Ja, tenés buen acento vos chapín… la burra querrás decir vos», y así nació la amistad entre dos guatemaltecos que se conocieron en una de las calles de la ciudad de Vancouver.
Tiempo después, comenzamos a preparar la gira para el gran viaje hacia Montreal y Toronto. El recorrido de unos seis mil kilómetros, de provincia en provincia, lo haríamos por tierra en una van celeste, que nos habían donado para la gira. Dos canadienses y cinco guatemaltecos deberíamos convivir en el espacio de la van, durante el trayecto hasta Montreal. Como si fuéramos a una gran odisea, la despedida de la comunidad guatemalteca, salvadoreña y chilena con quienes más habíamos compartido, se hizo en un pequeño valle del gran Parque Stanley.
Cuando nos fuimos la primera vez de Vancouver era octubre y sin lugar a dudas nos costó dejar la ciudad. Aunque lo ocultamos bien, todos sabíamos lo que esa ciudad había impactado en nuestras vidas. En esta ciudad vivimos, cantamos, lloramos, nos enamoramos. Nos reencontramos. Conocimos gente bella que nos recibió como si nos conociera de siempre. Sin pretender nada a cambio, simplemente nos hizo sentir como alguien más de familia. En el camino me fui pensando en la distancia que a cada minuto nos separaba de Vancouver y viendo cuando las hojas comienzan a desprenderse de los árboles, como inequívoca señal de que el invierno ha iniciado el camino de llegada. A pesar de variadas posibilidades para quedarnos en Vancouver, todos nos fuimos. Por todo, Vancouver siempre será la ciudad del embrujo a donde siempre se quiere volver y siempre será la maravillosa ciudad que pervive alojada en algún lugar de la memoria.
Imagen tomada de Dreamstime.
Enrique Castellanos

Estudios de Historia, educador popular, promotor del desarrollo. Voluntario de cambios estructurales y utopías.
Correo: elcas24@yahoo.es
2 Commentarios
Mi querido amigo Quique «Mauricio»:
Excelente artculo como todos los que nos compartís. Vancouver sigue siendo una de las ciudades mas bellas del mundo y me imagino que la recordáscon mucho cariño y amor ya que allí encontraste amigos y la solidaridad que en esos tiempos de caos, Revolución y esperanza necesitabamosaquellos que anabamos rodando mundo. Soloaquellos quehemos vivido el duro exilio,sabemoslossentimientos encontrados que se atraviezan en nuestra cabeza, ya que aun y cuando estemos en los lugares mas maravillosos de este planeta, no se va un dia sin que nos recordemos de nuestra bella GuateMaya. Un fraterno abrazo desde la distancia mi querido camarada y amigo «De los de siempre». Con las muestras de mi mas alta estima. Tu cuate HLVS «Cebolla»
Es increíble como el cerebro guarda tantos recuerdos de esos momentos que se viven fuera de casa admiro tu manera de escribir y darles vida y aunque el tiempo pasa hay que cosas en la vida que no se olvidarán. Estar lejos de Guatemala solo lo entendemos quienes aún buscamos el azul del cielo en el cielo donde estemos. Un abrazo en la distancia mi amigo de siempre.
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