-Belén Vázquez | NARRATIVA–
Cuando pasó lo de Mari teníamos quince años y creíamos que nos las sabíamos todas. Los adultos repetían todo el tiempo «Los jóvenes de ahora son mucho más vivos que antes», y terminamos comprando el verso.
Con Mari pasábamos mucho tiempo juntas. Las dos íbamos a la escuela en el turno de la mañana, y como nuestras mamás no volvían del trabajo sino hasta las ocho de la noche, por la tarde nos hacíamos compañía. Casi siempre hacíamos lo mismo: nos ayudábamos con la tarea del colegio, escuchábamos bandas de rock pedorro, nos pintábamos las uñas, jugábamos al truco, fumábamos porro en el baño de mi casa, e íbamos a la plaza a tomar mate. A veces hablábamos de sexo y Mari se reía. No teníamos mucha experiencia, pero alguna idea nos dábamos. En los recreos del colegio todos hablaban de eso y además, ya existía internet. Fantaseábamos sobre cómo sería «nuestra primera vez», ese momento idílico de las películas y las novelas rosas. En nuestras conversaciones desplegábamos un montón de ideas inconexas sobre carne, deseo, placer, dolor, semen y miedo.
Un día vinieron unas señoras al colegio para dar una charla. Nos mostraron un video, repartieron preservativos y nos hablaron del método Ogino-Knaus. Estábamos todos especialmente atentos.
– O sea que el momento más seguro para tener relaciones sexuales y no quedar embarazada es cuando estás indispuesta –dije.
Todos rieron. El profesor de contabilidad, un mamut querendón que se la daba de progre y que nos miraba sin asco el culo y las tetas, avaló la risa y bromeó:
– Qué cochina, Florencia.
Sentí un poco de vergüenza, pero como no quería parecer una estúpida frente a mis compañeros argüí:
– Es lógica, miren el gráfico.
– Es un asco –dijo uno que usaba anteojos. No logro recordar su nombre.
Mari me apretó la mano. La educación sexual en la escuela secundaria era una mierda.
El día que conocimos a Ezequiel hacía calor. Estábamos tomando tereré en la plaza y quejándonos porque no teníamos plata para comprar cigarrillos. Todavía no habían empezado las clases. Mari había vuelto hacía unos días de Chascomús. Las dos semanas que no anduvo por el barrio me aburrí muchísimo. De repente, la pelota de los chicos que estaban jugando a unos metros vino a dar contra mi termo, cuyo interior era de vidrio. Se rompió al instante.
– ¡La concha de lora! –me quejé.
Mari largó una carcajada.
– ¡Perdón, chicas! – dijo, mientras se acercaba, Ezequiel.
– Mínimo nos regalás un paquete de puchos – exigí aprovechando la boleada.
Ezequiel era dos años mayor que nosotras. Al rato, vino con un paquete cigarrillos y un jugo que usamos para seguir tomando el tereré. Me cayó bien, era simpático. En ese momento trabajaba entregando pizzas con una motito blanca que hacía un ruido atroz. Hace unos meses me lo crucé por la calle pero no lo saludé. Él, creo que no me reconoció.
Esa tarde, los tres nos quedamos charlando durante muchísimo tiempo. Me acuerdo que llegué a mi casa a las nueve de la noche. Mi mamá estaba que trinaba y puteaba hasta a las paredes. Me agarró del cuello de la remera llorando. Por aquel entonces no había celulares, o si había, ni yo ni Mari teníamos uno. Pobre vieja. Ahora sí entiendo que tener una hija mujer y no saber dónde está es motivo de preocupación y de angustia, pero en ese momento su reacción me pareció desmedida.
Al día siguiente pasé a buscar a Mari para ir al colegio. Ni siquiera hizo falta que le toque timbre, ella ya estaba en el palier de su departamento esperando que yo llegase. Estaba linda. Se había puesto una vincha azul.
– ¿Tenés un pucho? – le pregunté.
Sacó dos cigarrillos estrujados del bolsillo de la mochila, los sostuvo entre los labios, e inhaló mientras pasaba el fuego por las dos puntas al mismo tiempo. Era práctica, pero en realidad hacía eso para cancherear.
– Tengo que contarte algo –me dijo cuando estábamos a unas cuadras de la escuela.
– ¿Qué?
– ¿Viste Ezequiel?
– Sí, ¿qué pasa? –le pregunté. Ya me imaginaba por dónde venía la mano.
– Cuando te fuiste me acompañó a casa.
No me acuerdo cómo continuó la conversación. Sí me acuerdo que Mari estaba feliz. Un mes más tarde, Mari y Ezequiel ya estaban de novios.
– Quiero que me depiles el culo – dijo ella un día, muy solemnemente, mientras tomábamos mate en el patio de casa.
Quería tener relaciones con Ezequiel, y quería parecerse a las chicas de las películas porno, porque él le había dicho que eso lo calentaba. Mari me había contado algunas experiencias que habían tenido, nada con lo que yo no estuviese familiarizada… pero de todos modos no podía concebir que efectivamente quisiese tener relaciones con él. El himen era una gran efigie para nosotras, y a lo primero a lo que asociábamos el sexo era al dolor. La educación sexual en la secundaria, reitero, era una mierda. Sin embargo, a Mari se le estaba yendo el miedo. Yo pensé que si quería ser una buena amiga tenía que apoyarla. Así que fuimos al supermercado, compramos un tarro de cera, y mientras escuchábamos alguna de todas esas bandas que estaban de moda en aquel momento, le depilé el culo: tal como me pidió. La cera estaba muy caliente, pero Mari se reía.
Cuando cinco meses después me llamó para que fuese a su casa, Mari no se reía más. Hacía tiempo que la notaba rara, y aunque en algunas oportunidades le había insistido para que me contara qué era lo que le pasaba, siempre que lo hacía, ella desviaba la conversación hacia otro lugar. Durante un tiempo relacioné su tristeza y su apatía con el hecho de que ella y Ezequiel habían acabado su relación. Ese día, cuando llegué, entendí que se trataba de otra cosa. El nombre «Ezequiel» se volvió tan chiquito que de repente desapareció. Apenas la vi me di cuenta de que tenía que ir al médico de modo urgente. Le dije que iba a llamar a su mamá pero me pidió que no lo hiciera. Tenía los ojos acuosos y un aspecto amarillento terrorífico. Entonces me contó todo. Teníamos quince años. Llamé a mi mamá llorando. Mi amiga fruncía las cejas por el dolor.
En el auto ninguna de las tres habló. Mi mamá lloraba. Mari también, pero preguntó si no podíamos poner música para que le sirviera como distracción. Prendimos el pasacassette. No me acuerdo qué canción sonaba. No le presté atención.
Cuando llegamos al hospital mi mamá fue a hablar con el hombre de seguridad que estaba atendiendo la recepción. Si la educación sexual en la secundaria era una mierda, la atención en los hospitales públicos era peor. Mari y yo nos sentamos en unas sillas de metal frío. Cuando me dio la mano estaba temblando.
Había mucha gente en la guardia. Una mujer dormía en el piso y usaba su mochila como almohada. El médico dijo que solo una podía acompañarla al consultorio en el que iban a atenderla. Entró mi mamá. Yo fui hasta un teléfono público que había afuera y llamé a Roxana, la mamá de Mari, que como casi todos los sábados estaba trabajando. Cuando volví, había llegado más gente y ya no quedaban lugares para sentarse. La mujer que dormía en el piso se había despertado y charlaba con un viejo que no paraba de toser.
En el pasillo oí al médico decir «útero podrido» y se me estrujó el corazón.
Cuando pasó lo de Mari todos dieron sus condolencias a su familia, salvo Ezequiel que no fue al velorio ni al funeral. Todos ponían cara de compungidos, de «no debería haberse llegado a esto». Entre ellos, el profesor de Contabilidad. Algunos familiares de Mari se acercaron para preguntarme si de verdad yo no sabía nada, si por casualidad no estaba omitiendo algo que ella me hubiese dicho. Quise conjugar esas palabras con mi propio dolor. No. No me había dicho nada. Sentí ganas de prender fuego el cementerio, de correr al hospital y llorar frente al doctor: de hacerle un montón de preguntas. En el cajón, Mari estaba quieta. Mi mamá me abrazó, pero por primera vez su abrazo no significó ningún alivio.
Fueron años de lidiar con mucha culpa, con mucha desazón. Estábamos muy solas, ¿no? De no ser así ¿por qué Mari, cuando estaba descomponiéndose en vida, me llamó a mí, una chica de quince años? ¿Qué pasaba con nuestros papás, que no estaban? ¿Qué pasaba con nuestras mamás, que, adultas ya, eran incapaces de hacer otra cosa que zamarrearnos de las remeras porque llegábamos tarde a la casa? ¿Qué pasaba con nuestros profesores verdes, ineptos, libidinosos, que en vez de formarse para cuidarnos nos miraban el corpiño a través de las remeras? ¿Qué pasaba en el país, que nadie decía nada? ¿O es que a nadie le importaba lo de Mari? ¿O es que eran una fachada el luto, las misas, las velas, el réquiem?
Este texto fue seleccionado de entre los que participaron en la Convocatoria que la revista gAZeta abriera en febrero de 2020. La selección estuvo a cargo de Ana María Rodas, Andrea Cabarrús, Antonio Móbil, Carlos Gerardo, Diana Morales, Eynard Menéndez, Gustavo Bracamonte, Jaime Barrios, Leonardo Rossiello, Luis Eduardo Rivera, Manuel Rodas, Marco Valerio Reyes, Marcos Gutierrez, Marian Godínez, Monica Albizúrez, Roberto Cifuentes, Rómulo Mar, Ruth Vaides y Tania Hernández, a quienes agradecemos enormemente su apoyo y dedicación en este proyecto.
Belén Vázquez

Soy de Argentina, tengo 30 años y escribo cuentos y poesía. Estudio Lingüística en la Universidad de Buenos Aires y estoy formándome como investigadora en el marco de la Universidad. Trabajé como docente y traductora, y ahora doy talleres de escritura en la Biblioteca Popular Pueyrredón Sud, en CABA. Debido a la pandemia, tuve que adaptarme a la modalidad virtual. Autogestioné la edición de dos plaquetas de poesía: Ni lunas ni rosas y Las 40. Algunos cuentos y poemas míos han sido recogidos por diversas revistas y antologías. Próximamente la editorial jujeña Cronopio publicará mi último libro de poesía. Fotografía de perfil por Gabriela Gorria.
5 Commentarios
Conozco a Belu. Sus cuentos son la vida misma, como éste…
Me encantó la claridad con la que está escrito. Ojalá mis oraciones a la hora de escribir fueran menos intrincadas y largas, ja. Oraciones cortas y precisas. Genial
Excelente cuento.
La piel de gallina. Excelente relato.
Excelente cuento. Seguí así!
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