-Mario Alberto Carrera / DIARIOS DE ALBERTORIO–
¿Puede haber algo más angustioso que no saber uno mismo quién es?
No faltará algún lector que, ante tal pregunta, se sonría y cambie su mirada a proposiciones menos complicadas o –en apariencia– menos pueriles porque (dirá mi superficial lector) ¿cómo va a ser que alguien no sepa quién es…?
El subtítulo de Ecce homo de Nietzsche lanza –retador– precisamente tal proposición: (¿cómo?) llegar a ser lo que se es, inspirado en Píndaro, quien propuso, más bien, “llega a ser lo que eres”.
A lo largo de dos o tres artículos publicados en esta misma revista, consecutivamente, he planteado en volandas –y acepto que con poca profundidad– el conflicto histórico de la identidad nacional, esto es, de nosotros los guatemaltecos, tan interculturizados. ¡Tan atravesados por múltiples dardos envenenados o perversos!, que cuando reflexionamos al respecto (al respecto de quiénes somos) caemos en la cuenta, si tales temas nos preocupan en función de nuestros intereses de clase o de nuestra formación, que al observar con seriedad en torno a quién soy o a quiénes somos, nos chocamos frontalmente con algo parecido a un laberinto, cuyas puertas o salidas no tienen claras claves ni recetas.
Lo de Píndaro y lo de Nietzsche se complementan con otra imperativo formulado por Sócrates. El famoso “Conócete a ti mismo” que estaba escrito en los muros de oráculo de Delfos, presidido por Apolo, empoderado en la razón.
La gente simple, la que no se complica la vida –la que no se asombra de casi nada, la que piensa con Leibniz que este es el mejor de los mundos posibles, es decir la gente optimista, que mira el pinche vaso medio lleno o, mejor, completamente lleno de esperanzas– da por sentado ¡que sabe quién es!, y que no necesita conocerse así mismo porque –otra vez– ¿cómo va a ser ¡sea por Dios!, que uno no sepa quién es uno mismo? ¡Faltaba más!
Si el tema fuera tan fútil, tan insustancial o tan frívolo, como pueden pensar de él los que miran el vaso siempre medio lleno –es decir, los veleidosos e insignificantes optimistas– ni Sócrates habría mandado lo que arriba cuento ni Freud habría inventado con Breuer el psicoanálisis. Tampoco los etnolingüístas, historiadores, arqueólogos o antropólogos estuvieran aún completamente intrigados por la posibilidad de conocer –o acercarse al menos– a la médula de la identidad del guatemalteco ¡tan traumatizado por la Conquista y la Colonia –y tan interculturizado por intereses económicos del capitalismo egocéntrico y egoísta!, que ayer amordazó “encomenderamente” al alfabeto y que hoy “analfabetiza” a las masas mediante las redes sociales y el tuiterismo a ultranza, que es la negación de libros, revistas y periódicos fundamentadores– el guatemalteco camina sin saber quién es, adónde va ni cuál es su historia y su génesis. Y, por consiguiente, incapacitado para programar su presente y su futuro.
Dejemos completamente a un lado –o mejor ignoremos– a quienes desconocen el asombro y tienen como principal premisa la esperanza y el optimismo, y adentrémonos por los caminos complicados del laberinto de nuestra identidad, tanto personal como guatemalense.
Hablemos un poco del asunto personal (de quién soy realmente yo) para luego ir, acaso en artículos posteriores, a lo general. Esto decir: al encuentro con nuestro ser comunal o intercultural identidad.
Llegar a ser lo que somos, que es la propuesta clave del Ecce homo, no es tarea fácil. Giró alrededor de tal eje toda la obra del padre del Zaratustra y no digamos la del autor de El malestar en la cultura. ¿Cuántas capas hay (negadas o desconocidas) bajo nuestro propio subterráneo, como lo llama Dostoievski en Memorias del subsuelo? Cuando nos sometemos al colosal trance de estar en psicoanálisis freudiano, es cuando –por primera vez– experimentamos la poesía trágica en toda su magnitud, es cuando por primera vez, también, nos asomamos al averno de nuestro mundo más oscuro, en donde van apareciendo las sombras siniestras de nuestras pasiones obscenas, que negamos; la perversión de acciones que enmascaramos y tres fantasmas de toda la vida y de todos los tiempos: el incesto, el canibalismo y el masoquismo ¡tan presentes hasta en las baladas románticas al día o en los viejos boleros!
Duele conocerse a sí mismo y saber quién soy realmente y de qué barro tan lascivo estoy construido. Porque la cultura nos ha enseñado a mentir, a engañarnos y a presentarnos como no somos y, como somos, solo tal y como nos quieren los demás que, a su vez, se engañan –y nos engañan– en una cadena soezmente pérfida, que anida en la hipocresía del ambiente y en la doble moral que nos impide llegar a las puertas del socrático mandamiento.
Duele desgarrarse en el empeño de no ser como los demás. En no ser gregario y en cultivar la soledad. Solamente en el silencio de una intimidad a ultranza es que se llega (o por vía psicoanalítica) a la cima del arribo a ser quién se es. ¿Y quién se es, según las a veces complicadas disquisiciones de Nietzsche? Se es cuando se camina por el sendero de la transgresión, que significa el no creer en la verdad que el poder y la política en su lenguaje perverso nos presentan como verdad. Porque –en ese caso– la verdad es la mentira y la mentira es la verdad. La transvaloración de todos los valores.
Ser transgresor es la vía áurea del anticristo. Este es el paradigma de la rebelión. Ya no se puede ser más el Cristo. Los valores de la cristiandad deben ser o rebalanceados o destruidos para construir otros. Si no derribamos los impedimentos que nos plantea la cultura tradicional, nunca lograremos saber quién somos.
Al nacer nos presentan un modelo que debemos vestir como un sambenito. Es la máscara o la careta que nos imponen para ser aceptados en sociedad, para poder construir la “verdad” que debemos asumir como real. Pero que es mentira. Y, cuando por causalidad cuestionamos, el silencio se impone en nuestras bocas atrevidas, mediante la represión descarada o sutil, según las circunstancias…
La tarea que nos imponemos cuando nos damos cuenta de que es un imperativo vital llegar a ser quien realmente soy, puede ser el camino del encuentro con la tragedia. Es la tarea que se impone el personaje de la tragedia griega cuando ha de encontrarse con la catarsis y la purgación. Es la entrada al subsuelo de Dostoievski.
¿Queremos en verdad la andadura que propongo? ¿Queremos conocernos a nosotros mismos en lo individual y en lo intercultural? ¿Sabremos aceptar que nuestra identidad no es maya sino tolteca, fundamentalmente?
Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.
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