«Ligero flete a pulso»: la poesía de Roberto Rico

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La frase que abre estas páginas proviene de «Romanza del trailero», un poema del primer libro de Rico, Reloj de malvarena, publicado en 1991 por la UNAM en aquella colección un tanto irregular pero en la que aparecieron libros excelentes, «El ala del tigre». Dicha un poco de paso, y seguramente sin proponérselo, la frase reúne tres elementos que me parecen fundamentales para delimitar la obra de Roberto Rico (Cintalapa, Chiapas, México, 1960). Está la idea de ligereza, el carácter volátil, la sensación de rapidez que transmiten los poemas desde su primera lectura y que se va convirtiendo, con la frecuentación posterior, en lo más cercano que se puede encontrar a una poética que controle toda la obra. El flete: la idea de llevar algo de un lugar a otro, algo que se nos da en préstamo pero no nos pertenece; no hay apropiación en estos poemas, Rico no es un poeta asertivo que le dé a sus lectores un mundo interpretado, mucho menos una ética o una estética que funcione como guía de lectura; hay un discurrir, un flujo natural. La idea del pulso: pulso para controlar un lenguaje brioso, pronto al desboque; pulso para cortar los versos al filo del sentido gramatical y sintáctico; pulso para que lo cotidiano tome la distancia que necesita el poema y para no caer en las trampas de la tradición reciente, sea esta el coloquialismo sabiniano o el brillo promisorio de las vanguardias neobarrosas.

No en vano poblada de aves, peces, flechas, insectos y medusas, la poesía de Rico es huidiza, dúctil, resbalosa, poesía de paso ligero y elegante que juega a las escondidas con el lector, cuya complicidad reclama desde el inicio. Como los malentendidos y las etiquetas se transmiten fácilmente, se ha vuelto una especie de lugar común decir que se trata de una poesía barroca, difícil y vanguardista. No sé qué tipo de poesía estén acostumbrados a leer los que opinen esto, pero debe de ser una muy sencillita. A mí la poesía de Rico me parece todo menos eso: para el complejo sistema poético que pone en funcionamiento, Rico utiliza el lenguaje muy moderadamente y sin ningún alarde. No en vano escribe Rico muy cerca en el tiempo de la obra de Joaquín Vásquez Aguilar, mártir local del vanguardismo léxico, y de quien debe de haber aprendido muy pronto que la ruptura de la sintaxis y la invención léxica son dispositivos interesantes pero que no valen por sí solos para fundar un discurso, a menos que uno sea Vallejo.

Rico dosifica la inventiva gramatical y la señala casi siempre con rasgos de humor. Es ese humor escéptico, con buenas dosis de ironía hacia el poema y quien lo escribe lo que salva a Rico del preciosismo barroco. Al acentuar los elementos lúdicos y al utilizar a menudo un léxico coloquial que contrasta fuertemente con el léxico rebuscado, Rico se escapa de la tradición barroca y de la propia idea de vanguardia, y se instala en un terreno más moderno, cercano más a Girondo, a Rojas o a Parra que a los guarismos novísimos a los que remite la etiqueta de barroco. Lo que ocurre, para bien o para mal –yo creo que para mal- es que cualquier poema que muestre una cierta habilidad compositiva es considerado hoy en día como barroco, vanguardista y difícil. Si Rico fuera barroco y vanguardista lo sería por eliminación, por vía inversa, como el virtuoso que contiene su discurso y aun así llega a soluciones que coinciden con las vanguardias recientes. Si fuera barroco, lo sería a su pesar, porque necesita ese léxico, no porque fatigue los diccionarios buscando la sorpresa.

Mencioné también la idea de flete. La poesía de Rico no es una indagatoria ni un descubrimiento, no es una apropiación del mundo ni una revelación de lo que estaba oculto. Es más bien un reflejo gozoso de la realidad: a Rico le gusta escamotear lo visible y devolvérselo al lector en una textura insospechada. Veamos como ejemplo un solo poema, «Hipocampo de Troya», de La escenográfica virtud del sepia:

Con un corcel marino entre sus páginas
a modo de lectura señalada,
el corazón deviene frente
a la coz del escocés con soda
que merced a girante,
locomovible mezclador de bebidas (emblema
publicitario de la fonda)
agita, esmero y égida, la zurda.
En ocio la contraria mano
pone en servicio al mondadientes,
mala costumbre sana hoy en desuso.

La tarde, meretriz entrada en huesos,
arroja su siete de espadas
a la carátula romana
de un coliseo en bancarrota.

Sobreviene la noche. En abandono
de su suerte, el esbelto percherón
de vinil celeste
se rinde al trote de ácido derrotero. Su estampa de hipocampo
galopa nudos incontables.
Caleidoscópicas maquetas
de acalorado iglú se resquebrajan.

De allí que ostente enjundia el pura sangre
sofrenado en hialinos bordes. Con ello
a su jinete
la fuera símil refrotar el seno caído de amazona
que apoyada en escuadra de su codo
porfiara gráfico helenismo
desde el extremo opuesto de la barra.

Vertebran luces diurnas
la ciudad poseída, aliterada
troyana sombra que al hundir espuelas
con el agua hasta el cuello
cambia de yegua a la mitad del río.

¿Cómo hubiera pintado El Greco la preparación de un cóctel en una noche ya casi madrugada de nuestro siglo? Probablemente de una manera similar a como la ha descrito Rico en este poema, que recuerda la argucia del pintor haciendo que la imagen de San Esteban se refleje en la bruñida armadura del Conde de Orgaz y sirva como elemento de unión de dos mundos: uno terreno y otro más allá. Rico es de esa estirpe abstracta. En su poesía no tienen tanta relevancia los objetos, cuanto la discreta maravilla de su figura reflejándose. Ese reflejo es el que transporta, el que fleta Rico. No el objeto mismo, sino su reflejo en la armadura del lenguaje. Cargamento evasivo y lujoso, apto para quien sepa buscar los reflejos y no para quien embista de frente al bulto. El tránsito y el transporte, son, pues, los escenarios estéticos del poema; por eso el poeta y sus lectores, dice Rico en otro poema de Reloj de malvarena, son «huéspedes del virtuoso Filoctetes», habitantes de una cueva en la que yace un hombre con una herida:

Bajo cobijo de una gruta
aguardamos dictamen del Egeo:
los dioses en asueto,
meridionales liras;
una forma visible, un domicilio y un nombre;
domesticar el canto en las aljabas del eco.

Y el pulso, en el que se concentra todo, como en el arco de Filoctetes está, a su pesar, decidido todo el futuro. De nuevo la comparación pictórica ayuda: pinceladas, trazos finos y miniaturas, el placer de la abstracción y de los colores sepias, que incluso aparecen como declaración en el título de uno de los libros. El pulso administra y sostiene un cuadro, un marco para los reflejos; el poeta, si es responsable de algo, lo es de acomodar el ángulo en el que las formas se reflejen adecuadamente; es responsable de la profundidad de campo y del punto de fuga.

Roberto Rico nació en la Ciudad de México. Radicó desde temprana edad en Cintalapa de Figueroa, Chiapas. Estudió lengua y literatura hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es autor de los siguientes volúmenes de poesía: Varia optometría (dentro del volumen colectivo Jaculatorias y señales), Reloj de malvarena, Nutrimento de Lázaro, La escenográfica virtud del sepia, Parlamas (título que reúne las obras anteriormente mencionadas), De aquellos meses que no llevan ere y Ars vitraria. En 2015 apareció una selección de su obra poética intitulada Jasón es un acrónimo. Recientemente ha publicado un breve conjunto de poemas intitulado Radio frenesí y otras sintonías. Asimismo, textos suyos han sido recogidos en diversas antologías y publicaciones periódicas de circulación nacional, así como en el volumen Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos, editado en España por Galaxia Gutenberg.

Por Luis Arturo Guichard


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