-Cristóbal Pacheco / A LA CASA DE LIBROS–
A Huberto Alvarado.
En el siglo XIX, la situación contra ciertas publicaciones o libros y periódicos era de forma continua, los herederos de los encomenderos y de los inquisidores la realizaban con total entusiasmo, convencidos de que de esta forma evitaban la divulgación de ideas progresistas a través de ediciones impresas. Ya la imprenta, como tal, hacía plausible la facilidad para editar libros prohibidos, por lo que eran vigiladas y censuradas las obras que no entraban en el canon inquisitorial, con violencia y con las leyes represivas buscaban evitar que la población intelectual y en general se nutriera de ideas vanguardistas y revolucionarias.
Antes de la Independencia, a finales del siglo XVIII, fueron descubiertos como lectores de libros prohibidos y a quienes se les incautaron, personajes de la época como el ilustre padre Antonio Liendo y Goycochea, acusado en 1798 de tener en su celda libros franceses prohibidos, aun de aquellos que no podían leer y que tenían licencia. En 1796 el no menos ilustre Jacobo Villaurrutia, oidor de la Real Audiencia y fundador de la Sociedad Económica de Amigos de Guatemala, fue denunciado al Santo Oficio por tener 16 tomos de la obra de Condillac, Cartas persas. Igual denuncia se hizo contra el famoso Antonio Larrazábal, más tarde diputado a las Cortes de Cádiz, y contra el regidor Bartolomé Gutiérrez y Juan Francisco Vilches.
En 1808, fue encausado por el Santo Oficio el poeta Simón Bergaño y Villegas, a quien le incautaron su biblioteca, se cuenta que entre los libros que le encontraron estaban autores como: Horacio, Heródoto, Cicerón, Virgilio, Ovidio, Hipócrates, Buffon, Justiniano, Cervantes, Fenelón, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Holbach, Quevedo, Quintana, Meléndez Valdez, Lope de Vega, Esopo, Linneo, Samaniego, Alonso de Ercilla, Jovellanos, Bossuet, Pope, Saavedra, Fajardo, entre otros. Bergaño y Villegas, quien fue enviado a las mazmorras de La Habana por la Inquisición, acusado de “díscolo, revoltoso y agitador de ideas perniciosas”, fue uno de los verdaderos próceres de nuestra independencia.
Muchos intelectuales en el siglo XIX fueron denunciados como lectores de libros prohibidos: el padre José María Castilla, el sabio José Cecilio del Valle, el licenciado Domingo Estrada y José Domingo Diéguez, Manuel Palacios, Melchor Sandoval, Joaquín Durán, los Montúfar y decenas de personas más.
Luego de que dieran a luz planteamientos políticos, por medio de la letra impresa, y que se tradujeran a ataques a los intereses coloniales, ya no se hizo necesaria la prohibición e incautación de libros, sino que fue impuesta la destrucción de tales obras por medio del fuego. Un ejemplo claro fue lo que hizo el capitán general José de Bustamante con Las instrucciones para la constitución fundamental de la Monarquía española y su Gobierno, dadas para el Ayuntamiento de Guatemala en 1811, a su diputado en las Cortes de Cádiz, Antonio de Larrazábal, y redactadas por el regidor José María Peinado. Bustamante ordenó sustraer de los archivos del Ayuntamiento de la ciudad, las copias que existiesen, tratándolas de “sediciosas y trastornadoras del orden”, quemándolas por mandato del rey de España, siendo el 22 de diciembre de 1815 la fecha fatídica.
Los castigos que regularmente se utilizaban, eran multas de diez pesos a la primera vez, veinticinco a la segunda y cincuenta por la tercera, y si no pudieran pagarlas, se les arrestaba unos cuantos días por proporción. La afición por la quema de libros y estampas prohibidas creció y creció por los encomenderos y herederos de la Inquisición. Cabe mencionar al historiador Alejandro Marure, como uno de los intelectuales que fue censurado en el período independiente, viniendo a formar parte de la larga lista de autores y escritores que la Corona Española, en contubernio con la Iglesia católica, trataban de censurar, siendo un periodo proclive al oscurantismo.
Continuará.
Cristóbal Pacheco

Nací en la Antigua Guatemala el 30 de julio de 1963. Soy maestro de profesión pero vendedor de libros por pasión.
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