Lentes convergentes

-Pedro Campos Morales | NARRATIVA

Salía cada día a las ocho menos veinte de la mañana. Desde unos cuatro meses atrás seguía la misma rutina: me ponía en pie a las siete menos cuarto, micción ritual con los ojos cerrados tratando de recordar detalles de algún sueño, lavado de cara, desayuno a base de fruta y café, cepillado de dientes con frotamiento de lengua, ducha, peinado, elección de bolso, verificación del contenido del mismo y a la calle, a las ocho menos veinte. Andar hasta la oficina, los mismos semáforos, los mismos pasos de cebra, los mismos escasos vecinos madrugadores, los mismos tenderos abriendo sus tiendas, los mismos amos sacando a sus perros, la misma mujer en el mismo punto del camino a la misma hora cada mañana. Me cruzaba con ella a la altura del colegio Picasso, a lo largo del muro, un día más allá, junto a la puerta del Conservatorio, otro día más cerca de la entrada de vehículos, con menos frecuencia atravesando la calle de Santa Elena, yo en dirección al puente de las Américas, ella hacia algún lugar que yo desconocía. Nos mirábamos al pasar una junto a la otra, solo eso, nos reconocíamos sin dirigirnos un saludo, ni siquiera un ligero movimiento de cabeza ni de cejas, nos mirábamos de forma aparentemente imperceptible, como al descuido, aunque a mí me parecía reconocerla no por todas esas mañanas en que nuestras obligaciones nos obligaban a reencontrarnos, había algo en ella que me hacía creer que ya la conocía desde mucho antes. Más o menos llevábamos cuatro meses de esta manera cuando, por un accidente que sufrí en casa (un resbalón en la ducha con el consiguiente golpe en la cabeza, puedo decir que afortunado, ya que no quedé inconsciente aunque sí con unas jaquecas que me duraron todo el día) salí de ella cinco minutos más tarde. Por supuesto, la mujer ya había avanzado bastante en su camino y me crucé con ella bajando por la avenida de Barcelona, ella subía. Su mirada, al encontrarse con la mía, reflejó la misma indiferencia que de costumbre. Supongo que también yo la miré con igual abandono, pero un instante después, justo cuando ya la tuve a mi espalda, decidí que en días posteriores le seguiría la pista, pues era obvio que nuestros trayectos coincidían de forma considerable. A partir del día siguiente retrasé un minuto más la salida de mi casa para tener una mejor idea acerca de su destino. Me divirtió la idea de lo difícil y absurdo que resulta seguir a alguien en sentido contrario al que en cualquier persecución es habitual, de frente al objetivo y no a la espalda del mismo como debe ser. Sería una persecución metódica, no lineal, segmentada en intervalos de retraso de un minuto cada veinticuatro horas. Como ya me había cruzado con ella a los cinco minutos de mi salida de casa, calculé que me bastaba con cinco días, en el peor de los casos, para obtener la máxima aproximación posible a su meta, aunque supuse que alguno de estos días ella se desviaría por alguna calle que no estuviera en mi ruta. Se metería por la calle Carboneros, o Churruca o la Trinidad y ya me quedaría sin saber a qué sitio exacto se dirigía cada mañana, pero con eso me conformaba: solo quería conocer en qué punto se separaban nuestros destinos enfrentados, por poner a esto algún nombre. Empecé un lunes, y el jueves (ya había retrasado cuatro minutos mi salida además de los otros cinco de mi caída en la ducha) salí de casa a las ocho menos once y coincidí con ella en mi propia calle, me miró como siempre y continuó su camino. Al final de la calle me detuve y me volví, la vi detenerse ante el portal de mi casa, sacó unas llaves y entró. Me pregunté cómo siendo mi vecina nunca nos habíamos encontrado en un bloque con tan pocos habitantes, al día siguiente me retrasé otro minuto y al abrir la puerta de mi piso ella entró en él. Nos dirigimos las acostumbradas miradas de reconocimiento. Yo cerré la puerta dejándola dentro de la casa. En el portal esperé unos momentos y volví a entrar. Las luces estaban encendidas, recorrí el pasillo hacia mi dormitorio. Ella estaba desnudándose, al asomarme al cuarto me miró con la misma mirada de todos los días y continuó desnudándose. Abrió el armario, se puso el pijama con el que yo había dormido hasta una hora antes. Me hice a un lado cuando advertí que iba a salir del cuarto, la seguí hasta la cocina, abrió la nevera, se hizo una ensalada y en la misma cocina se la comió de pie, luego lavó la vajilla, incluida la que yo dejé sucia un rato antes, fue al baño y orinó, se cepilló los dientes con mi cepillo, se puso en la cara unas cremas y salió hacia el dormitorio apagando tranquilamente todas las luces a su paso, se metió en la cama, cogió de la mesita de noche el libro que yo estaba leyendo, lo abrió por la página que yo tenía señalada y empezó a leer. Agarré una silla y me senté junto a la puerta del dormitorio. No me miró ni una sola vez, al cabo de una hora cerró el libro y apagó la luz. Pude contemplar el bulto bajo las sábanas porque ya era pleno día pero no había nada que ver, durante un par de horas solo la vi dormir, de vez en cuando se agitaba, en un momento dado pareció llorar, después se calmó y, poco después, oí un roce en la sábana y un gemido débil y repetido. Retiré la silla donde me sentaba y me fui a la oficina. Fue extraño ir a la oficina a mediodía y más extraño aún no volver a encontrarme con ella en los alrededores del colegio Picasso. Salí muy tarde de la oficina y tuve miedo de volver a casa. Se me hizo de noche y estuve vagabundeando por la ciudad, me cerraron todos los bares y acabé echando unas cabezaditas en la estación de autobuses, hubo alguno que me echó de un banco diciendo que era el banco donde dormía todas las noches. No me importaba, me tumbaba en otro banco y ya está, me sentía bien, como si me hubiera liberado de algo aunque también como si algo distinto me esclavizara. Desperté al amanecer y eché a andar hacia casa, crucé el puente de las Américas en sentido contrario al de todas las mañanas, cinco minutos después pasé por la entrada del colegio Picasso, justo a tiempo para cruzarme con ella y mirarnos con indiferencia. No tuve ninguna duda de que se dirigía a mi oficina.


Este texto fue seleccionado de entre los que participaron en la Convocatoria que la revista gAZeta abriera en febrero de 2020. La selección estuvo a cargo de Ana María Rodas, Andrea Cabarrús, Antonio Móbil, Carlos Gerardo, Diana Morales, Eynard Menéndez, Gustavo Bracamonte, Jaime Barrios, Leonardo Rossiello, Luis Eduardo Rivera, Manuel Rodas, Marco Valerio Reyes, Marcos Gutierrez, Marian Godínez, Monica Albizúrez, Roberto Cifuentes, Rómulo Mar, Ruth Vaides y Tania Hernández, a quienes agradecemos enormemente su apoyo y dedicación en este proyecto.

Pedro Campos Morales

Nació en 1968 en Málaga (España). Casi toda su obra es inédita: relatos, guiones cinematográficos y teatrales, novelas y poesía. Como poeta ha recibido algunos reconocimientos en Valencia, Barcelona y Madrid, y publicado en antologías editadas en Alicante o Las Palmas de Gran Canaria. Como narrador obtuvo algunos premios en Córdoba, Granada, siendo seleccionado como finalista y publicado en Murcia o Sevilla. Dos de sus textos fueron seleccionados para la publicación universitaria Historias mínimas. Estudios teóricos y aplicaciones didácticas del microrrelato (I Premio de Narrativa Breve de la Cátedra Miguel Delibes: Valladolid-Nueva York). Premiado también como fotógrafo.

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