Las sucesivas floraciones de la utopía

-Rafael Gutiérrez | ENSAYO

Del fuego octubrista también se fraguó arte

Resultado de la reacción popular frente a la dictadura de Jorge Ubico, quien se aferró al poder a lo largo de catorce años, la Revolución de Octubre propuso una nueva ruta en la vida política del país. Dicho proceso transformador introdujo cambios significativos en la vida social, política, económica y cultural —ámbito que me interesa—, creando así nuevas y más tolerantes formas de apertura que crearon las condiciones materiales e ideológicas que posibilitarían la emergencia de un nuevo sujeto social.

De modo que a la par de la reivindicación de los derechos ciudadanos, de una redistribución más justa y equitativa de la tierra, tuvo lugar asimismo una apertura de las fuentes de acceso a la ciencia, al arte, a la información, a la cultura política, todo ello en un contexto de ampliación democrática y respeto a las libertades civiles.

Sabido es entonces que la Revolución de 1944 abrió múltiples posibilidades para la sociedad guatemalteca. Rota la pétrea dictadura liberal, el arte y la literatura pudieron acceder hacia formas de expresión más en consonancia con los tiempos.

Bajo el alero de un nacionalismo político —quizá excesivo pero no por ello bien intencionado —el escritor y el artista, por vez primera en la historia del país se vio atendido y revalorado en sus ansias, derechos e ideales.

La intensificación de la producción y del consumo del producto estético dio lugar en tales circunstancias revolucionarias a una progresiva toma de conciencia artística y responsabilidad política. (Esta actitud frente a la cultura nacional, frente al destino del país, signada por un elevado civismo militante, sería acogida y profundizada por las promociones posteriores).

El arte y la literatura inundaron casi todos los sectores sociales, especialmente aquellos ubicados en el centro de la circulación citadina.

Algunos, los escritores y artistas ya formados profesionalmente, mejoraron en el uso de sus instrumentos expresivos. Es el caso de escritores como Carlos Illescas, Raúl Leiva, Otto-Raúl González (cuyo poemario Voz y voto del geranio constituyó un valioso aporte a la poesía revolucionaria de la época). Su confección formal, de ágil versatilidad y maestría conseguida, hace de él un valioso catálogo de formas poéticas diversas y, desde luego, Augusto Monterroso cuyas primeras colaboraciones, firmadas como Monterroso Bonilla, se publicaron en las páginas de la señera y prestigiada Revista de Guatemala, dirigida en su primera época por Luis Cardoza y Aragón.

Cabe citar a este respecto al crítico de arte y escritor Lionel Méndez Dávila, quien, apoyándose en los aportes informativos de Marco Antonio Villamar Contreras, desmenuza en su libro La cultura vertebral una serie de cambios significativos que venía operándose en la esfera de la producción y consumo cultural: «Habla de un Estado de Bienestar que promovió e hizo realidad un cúmulo de proyectos entre los que se cuentan: una nueva visión educativa, misiones ambulantes de cultura inicial, establecimientos para la formación de maestros bilingües, campañas de alfabetización, Escuelas Tipo Federación, los comedores y guarderías infantiles». Además, se reabrió la Universidad Popular, se otorgó autonomía a la Universidad de San Carlos, cobijó el nacimiento de la AGEAR (Asociación Guatemalteca de Escritores y Artistas Revolucionarios) también del Teatro de Arte de Guatemala (TAG) y del teatro de Arte Universitario (TAU). Asimismo tuvo lugar la fundación del grupo Saker-ti.

En el campo editorial la Tipografía Nacional profundizó sus tareas en su línea, el Ministerio de Educación creó su propia editorial y lanzó la Biblioteca de Cultura Popular que publicó más de cien títulos en su vigencia.

La labor del Ministerio de Educación se extendió al nivel extraescolar con los canales del Libro de Guatemala, la Revista del Maestro, la Revista Alegría de literatura infantil. Las campañas de alfabetización llegaron a contar con cerca de 200 centros de trabajo y 114 escuelas, de los cuales se beneficiaron 281 municipios del país (…). Sin olvidar publicaciones de gran categoría y trascendencia como Revista de Guatemala, que dirigiera Luis Cardoza y Aragón.

A este respecto las palabras de Guillermo Noriega Morales, quien a la sazón trabajó como miembro del aparato administrativo de dicha publicación, son más que ilustrativas.

Las traemos a cuenta, no por hacer de este párrafo «una casa de citas» sino por la trascendencia que dicho órgano cultural significó en un proceso de quiebre de una cultura ubiquista aldeana, represiva y oscurantista hacia una conexión más abierta, aireante y remozada con otras estéticas e ideas procedentes de los principales centros de irradiación cultural: «Durante los primeros años y medio que constituyó la primera época de Revista de Guatemala, Cardoza y Aragón contó con fondos aportados por el primer gobierno de la Revolución, destinados esencialmente al pago de colaboraciones de escritores nacionales y extranjeros y, además, con el aporte adicional representado por el costo de los materiales y la impresión de la revista en los talleres de la Tipografía Nacional. Sin estos dos elementos no habría sido posible. Cuando afirmo que Cardoza y Aragón contó con dichos fondos, debe entenderse que el gobierno los puso a su disposición con absoluta confianza en su persona para utilizarlos en los pagos de su publicación. Y ello es así porque la revista no fue una empresa, mucho menos una entidad gubernamental, y por tal razón el gobierno del Dr. Arévalo otorgó aquellos recursos financieros con el máximo respeto a la personalidad y ética del fundador de la revista».

De modo que este período, de revaloración del papel del escritor y artista en el seno de una sociedad, significó un avance cualitativo en el desarrollo de la esfera cultural.

Por primera vez hubo políticas culturales no solo para las minorías ilustradas sino también para las mayorías con expectativas artísticas.

Así, entre otras instituciones y grupos, señalábamos, se funda la Editorial José de Pineda Ibarra, con sus valiosas y populares colecciones, el Ballet Guatemala, la Orquesta Sinfónica Nacional, el Instituto Indigenista Nacional, la Feria del Libro, la Dirección de Cultura y Bellas Artes, el Conservatorio Nacional de Música.

Por su lado, los exponentes del arte visual fueron asimismo atendidos en sus preocupaciones formativas e informativas, teniendo acceso a los libros, becas en el extranjero, libertad de expresión, ampliación de la demanda de la circulación y venta de la obra de arte y, sobre todo, al apoyo estatal.

Entre los más destacados, se ubican sin duda Dagoberto Vásquez, Roberto González Goyri, Guillermo Grajeda Mena, Roberto Ossaye, Arturo Martínez, Juan Antonio Franco y Arturo Martínez.

Pero, como decía, no todos están situados en condiciones artísticas propicias para su definitivo despegue ascensional. Otros, a los que la Revolución agarra a mitad de su vocación, ven entonces el momento histórico propicio para recorrer el resto del camino.

Sectores y oficios diversos se ven entonces invadidos por el ímpetu literario, por el fervor patriótico. Profesionales, oficinistas y obreros, entre otros, se incorporan activamente a este proceso. Dentro de este último sector, sin duda los trabajadores de las artes gráficas desempeñaron un papel importante. Acaso más sensibilizados por su diario contacto con los libros, por la creación de órganos divulgativos a través de los cuales canalizaban y difundían sus trabajos literarios y por la emergencia de líderes informados —sin descontar claro está, las razones de índole personal— pronto algunos tipógrafos, de meros productores manuales de cultura, devinieron creadores de literatura.

Publicando en periódicos mensuales o revistas anuales y, muy aisladamente, editando libros de tiraje modesto y reducido, sus textos alcanzaron gradualmente un nivel de desarrollo estético considerable.

Un poeta tipógrafo, joven obrero en ese entonces, comenzó publicando una obra popular que maduró con el correr del tiempo.

Tal es el caso de Óscar Estrada, desconocido sin duda para quienes miden o definen la consagración en razón de la autopromoción pública o del apostolado de la vara académica.

Cuando lo conocí, recién acababa de ganar un importante premio literario. Trabajaba una poesía rica en imágenes y metáforas, muy dentro de las coordenadas retóricas de la Generación del 27, y su prodigioso oído lo fue afinando a diario junto a una rotativa alemana donde imprimía a diario como prensista en una editorial estatal (tal como le ocurrió, en otro contexto y otra cultura, escuchando el acompasado golpeteo del tren nocturno, al legendario Little Richard, y de donde nacería una de las afluentes del rock de ese río caudaloso que fue la naciente y marginal música negra).

Obtuvo otros premios. Un afán cada vez más riguroso, un atrapar el verso y someterlo a los rigores de la alta temperatura formal y emotiva. Un dominio tal del poema, como la mansa luciérnaga que refulge en la palma de la mano, del cual se extraen todas las refulgencias y matices posibles.

De pronto el mutismo, la autodestrucción personal, el abrevar en enfermizas raíces subterráneas, la muerte a pausas, la erosión física y psíquica, la languidez literaria tozuda y corrosiva.

Como a otros artistas y escritore s—agregaría los dolorosos ejemplos de Juan Antonio Franco y Enrique Juárez Toledo, respectivamente—, hombres surgidos de las entrañas de esa madre octubrista cuyo parto fue trágicamente abortado con la contrarrevolución del 54, muchos de ellos marcharían irremisiblemente hacia el ostracismo, el desahucio y la autoaniquilación.

Serán las nuevas generaciones quienes, comprometidas con un proyecto más radical y orgánico, intentarían hacer suya la transformación revolucionaria de la sociedad guatemalteca.

Fusiles guerrilleros: letras, contradicciones y testimonios

Así como los sobrevivientes se agrupan todavía al pie de los cementerios clandestinos en la búsqueda de los fragmentos de su pasado escindido, el escritor guatemalteco sigue confrontando la tarea de debatir alrededor de la producción textual generada a lo largo del conflicto armado interno.

La percibo como una problematización solitaria de interés específico para interlocutores igualmente solitarios. No le asignaré un carácter de especificidad al tratamiento ensayístico de este fenómeno sociocultural. Por lo tanto, nada más allá de mi preocupación personal la de apelar a abigarradas nóminas, nomenclaturas y teorías literarias de añejo linaje.

En primer lugar, como diría Alfredo Zitarrosa, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Así, obligado es establecer, aun sea someramente, una distinción básica: por un lado, el escritor impulsado a construir un discurso estético en torno al conflicto armado conforme a las exigencias de su propia subjetividad individual y, por otro, aquellos sujetos procedentes, ya del ámbito de la academia o de la militancia, generalmente reclutados por el movimiento armado y cuya función, adicionalmente a la artístico-literaria, estaba destinada a la movilización política y el consenso ideológico a partir de conceptualizaciones primordialmente elaboradas para ese fin.

Algo sin embargo a estas alturas (o abismos) de nuestra historia es incontestable: este movimiento contrahegemónico tuvo como eje aglutinante la lucha armada a lo largo de sus 36 años de existencia.

Así pues, aunque hoy se antoje una expresión literaria sospechosamente necrofílica, un cadáver (no exquisito como el de los surrealistas, esperamos que tampoco un zombi como el de las películas de Santo El Enmascarado de Plata) ya incinerado, habrá que convenir, efectivamente, en la existencia de una literatura guerrillera. Pese o acaso por ello, a la preeminencia militarista de la guerrilla guatemalteca, cuya óptica reduccionista excluyó en buena medida el arte y la literatura como vehículo simbólico de convocatoria revolucionaria.

Pese o acaso por ello, a la preeminencia militarista de un Estado contrainsurgente que no visualizó, en el artista o escritor «comprometido», ningún agente de riesgo ideológico para la permanencia del sistema de dominación imperante.

De modo que discrepo con aquellos apocalípticos que niegan todo, hasta la existencia de las iguanas verde olivo bajo las piedras, porque «el terror de Estado fue una expresión demasiado sofocante para la sociedad guatemalteca».

Sin embargo, la literatura, al igual que las iguanas, y desde luego, la Tierra, se mueve. Fue sofocante, indudablemente, pero no a un punto tal que impidiese a los sectores más sensibles y dotados, como suele ocurrir en períodos de crisis histórica, apelar a un discurso artístico-literario como estrategia de resistencia y resguardo de la memoria colectiva.

Ciertamente un discurso estético afianzado sobre las coordenadas de la guerra o sobre el sosiego de la paz no es, ni puede ser, resultado de una imposición externa, de una directriz preestablecida. Constituye, antes bien, la expresión de una subjetividad dinámica, viva y viviente, no artificiosa ni maquinal, ligada dialécticamente a la cambiante realidad sociocultural. Aun el arte más realista o dirigido no fue, para fortuna del arte y descrédito de los aristotélicos y zedanovistas, totalmente realista, totalmente guiado.

Materia escurridiza o poco maleable, hasta los sueños reprimidos o las aspiraciones negadas que gravitan en la conciencia individual o el imaginario social se filtran y terminan conformando subrepticiamente ese espacio simbólico y ficcional que es todo arte y literatura. Así pues, el artista o escritor, cuando no fue asimismo militante, discurrió en una franca zona invisible tanto para la guerrilla como para el ejército.

Esta invisibilidad, tolerada en los bordes de la disidencia y la marginalidad, acaso subyace en la génesis de los sectores sociales que terminaron por permear y solidificar un modo de ser y hacer ideológico y practicista: la chatez formativa de la oficialidad que da origen al movimiento guerrillero, y luego, la cimarronearía semifeudal cafetalera del Estado guatemalteco, ambos regidos conforme a patrones coercitivos, dogmáticos y unilineales.

Por ende, equidistantes de los rasgos constitutivos esenciales de la sensibilidad artística, de la imaginación creadora. No obstante, o quizá por ello, un conjunto de artistas y escritores, como la corriente expansiva generada alrededor de la piedra lanzada a las reposadas aguas, nació y prosperó en torno al conflicto armado interno.

Nadie los agredió o estimuló, excepto su mala conciencia e indiferencia, o su voluntad de decoro ciudadano y su fe en la autorrealización y trascendencia artísticas.

En la década de los 60 y principios de los 70, paradójicamente, sufrió los embates de la represión más un rockero, difusor visible de mensajes de paz y amor, que un escritor cuya práctica discursiva estuviese ligada a promover explícitamente la lucha de clases.

Está claro: quienes fueron asesinados o desaparecidos por los aparatos represivos del Estado, lo fueron por situarse en la esfera de la militancia armada: Otto René Castillo, Roberto Obregón, Huberto Alvarado, José María López Baldizón, Óscar Arturo Palencia y Luis de Lión. Hoy, sin embargo, la no implementación en su momento de canales editoriales alternativos de la izquierda armada o desarmada, continúa llevando a la publicación de testimonios que, como esos cachinflines que estallan imprudentes y a deshoras un día después de la feria cantonal, se antojan más como un acto de truculencia nudista, de azote y expiación pública.

Ciertamente, como es sabido, la memoria, por bienintencionada que esta sea, miente. Pero a medias, agregamos junto al teórico testimonial Spivak, y tantos otros cuya disección, hoy exhaustiva aunque no concluyente, ha permitido un acercamiento —más prudente y riguroso, menos mitificante y sobredimensionado— a las fluctuaciones e hibridaciones de un género por naturaleza polémico y controversial, hecho de la argamasa de la «verdad histórica» y la memoria ficcionada.

Una duda queda sin embargo provisionalmente despejada, más por razones históricas, éticas y psicosociales: en sociedades de posguerra profundamente laceradas como la guatemalteca, mientras el duelo y el perdón colectivos no lleguen —como una suerte de resarcimiento y de ir armando los miembros y palpitaciones de un cuerpo y una alma desmembrada cuyo dolor no tiene sosiego ni justicia— el testimonio seguirá siendo una incesante neblina flotando sobre los miles de clamorosos cementerios clandestinos.

El mundo como flor y como invento: la a(e)nunciación visionaria del discurso ecológico

La creciente expansión urbana y tecnológica aunada a un proceso de industrialización, basada en un modelo de explotación irracional de los recursos naturales, entre otros factores, conducirá a las sociedades a repensar los términos de su propia existencia y su entorno natural.

Este replanteamiento, se instala en el centro de los discursos ideológicos y culturales dominantes de fin de siglo que propugnan por un cambio cualitativo, un desplazamiento de los términos en la relación hombre-naturaleza.

Dicho malestar, desde luego, tenía ya lugar en algunos movimientos obreros europeos que, aunque de forma embrionaria, manifestaban ya los evidentes cuando no brutales efectos que el naciente proceso de industrialización estaba teniendo en los principales centros urbanos primermundistas: «Lo que generaciones y generaciones de trabajadores han debido soportar durante siglo y medio en la mayoría de las ciudades industriales, ha sido el desolado paisaje de las acerías, de las fábricas de textil o de los altos hornos proyectados sobre el bloque dormitorio, mientras lejos, cada vez más lejos, pero en cualquier caso como en un mundo otro, se adivinaba o entreveía la otra naturaleza, la naturaleza todavía intocada por la industria, o la naturaleza exquisitamente cultivada por los jardineros privados(…). El cántico romántico, melancólico o elegíaco, de la naturaleza intacta, el himno a la naturaleza inmaculada y todavía salvaje no es, desde luego, cosa de nuestros días, es también cosa, aunque muy acentuada, eso sí, a medida que la industrialización iba agudizando los contrastes entre la ciudad y el campo, entre la naturaleza sometida y la naturaleza dominante».

Esa naturaleza sometida que, en el caso por ejemplo de Manchester, la ciudad inglesa a la que Engels le dedicaría expresivas y crudas observaciones directas en alusión a su río Irk: «negro y maloliente, lleno de basuras y desperdicios, de repugnantes charcos pantanosos de un verde negruzco».

De ese sentimiento nació uno de los antecedentes de lo que hoy llamamos ecologismo: el agrarismo, el ruralismo, el naturalismo, la nostalgia —inicialmente aristocrática— por una naturaleza de la cual se recordaban, por lo general, los llamativos y bellos colores de las estaciones, pero no los rigores del trabajo agrícola, el cristalino río truchero, pero no el esfuerzo de los hombres dominado por la repetición de los ciclos, por el destino —tantas veces catastrófico— que traían las aguas y los soles a destiempo, las heladas y las avalanchas no esperadas, las tormentas y las grandes mareas que producen naufragios.

Pues bien: esta visión comenzó asimismo a reflejarse en la toma de conciencia ecológica por parte de algunos escritores guatemaltecos y que, de un modo u otro, se observa tanto en sus propuestas temáticas como en sus prácticas de escritura.

Así es como en 1987 el escritor y excombatiente publica, en la línea de esta preocupación, El mundo como flor y como invento (el mismo año publicará Latitud de la flor y el granizo, uno de los más esclarecedores ensayos, trabajos sin duda pioneros en torno a la problemática ambiental guatemalteca desde una perspectiva marxista).

Han transcurridos, ya varios años desde que leyera por primera vez El mundo como flor y como invento, esa obra profundamente humana de Mario Payeras.

En ese entonces, recuerdo, yo andaba indagando en los avatares de la escritura y la naturaleza y el lenguaje de cada uno de los relatos me conmovió porque traduce esencialmente la poesía de la vida. Ese silvestre y primigenio ritmo de la existencia, ese ulular suave y redondo de los días que transcurren sin más tropiezos que lo cotidiano, y que eventualmente, quiebran su ciclo natural por el acontecer de algún suceso en apariencia fortuito, que provoca de nuevo la interrupción de un proceso, un orden o desarrollo.

Básicamente se focalizan ahí algunas líneas conductoras.

Por un lado, la oposición ciencia-naturaleza, razón-instinto, vida humana-máquina. La continuidad de una vida que pierde de pronto su rumbo por el suceso de un hecho, y por el otro, una propuesta vital sobre la búsqueda de la felicidad en las cosas simples y efímeras, en la observación directa de los otros y de nosotros mismos, en el poder de la memoria y el olvido, en el desgaste perpetuo de la materia y la perdurabilidad de los sueños.

Algunos relatos se sitúan en el mismo espacio civilizatorio: una choza abandonada en medio de una vegetación exuberante, verde, límpida y casi intacta.

Habitan allí dentro o en sus cercanías la pareja de faisanes, la boa ratonera, la familia de monos bullangueros como urracas. De pronto, ese entorno se ve invadido por la aparición de algunos hombres que llegan a cazar durante un día o a sembrar maíz durante meses y con su presencia imponen un orden nuevo, usualmente destructor.

Son los hombres portadores de máquinas que si bien les facilitan sus faenas, también destruyen y aniquilan. Luego se van y la vida natural vuelve a discurrir en la paz imperturbable de quien cumple con el ciclo vital de su existencia.

Es decir, una vez que tiene lugar el elemento desintegrador, vuelve a operarse, en el mundo natural, un proceso continuo de autogeneración. Excepcional en este entorno resulta la presencia de Patrocinio Raxtún, personaje que tardó toda la vida para construir su marimba y la melodía que le dio el aliento de sus últimos años.

Nunca fue tan feliz como cuando pudo ser él uno con la naturaleza. Su muerte, en un camastro olvidado, no es más que la constatación inevitable de que logró fundirse en la tierra como las raíces mismas de los árboles.

Su música, esa música de números, tiene por cierto resonancias pitagóricas. «En ese orden y sucesión de la música, como él mismo lo describe, hay mucho de la costumbre de los números, que la música es una matemática de los sentimientos y que para expresar el movimiento de las cosas en el espíritu se hacen necesarios números que fluyan». (Oído culto y minucioso, de lectura obligada, es su ensayo sobre Mahler, El año de la crisálida).

He ahí otro de los saberes, eso que hoy suele denominarse plus, un valor agregado que caracteriza el pensamiento crítico, la vocación literaria y la militancia revolucionaria de Mario Payeras, todo ello reflejado en uno de los textos más hermosos, emblemáticos y acaso veladamente autobiográficos en la producción payeriana.

Redondamente de acuerdo con el filósofo mexicano, Josué Sansón, catedrático de Filosofía de la UNAM, quien en su manuscrito inédito El mundo como asedio y traducción, sostiene al respecto:

Es en la Historia del maestro músico que tardó toda la vida para componer una pieza de marimba donde podemos hacer de la formación de filosófica de Mario Payeras, iniciada en la Universidad de San Carlos de Guatemala y continuada hasta obtener un doctorado en Leipzig, una metáfora fundada en la figura del personaje Patrocinio Raxtún.

Se trata del maestro de marimba que habiendo superado el propio discurrir de la vida atado a magras condiciones materiales resuelve darse ocasión para la música después de habilitar una vivienda abandonada cuyo único habitante era una boa ratonera, organizando una economía inaccesible a las leyes mercantiles y a las especies depredadoras del aire.

Raxtún parte del hecho de que en la selva hay variedades de madera «que pueden convertirse en instrumentos de percusión, gracias al entendimiento», trabajándose conforme a la acción que la naturaleza ejerce sobre el tiempo que es concedido al hombre sobre la tierra y a la madera para ser marimba.

Cuando el maestro está trabajando en la décima tecla del instrumento, enferma y empieza a encanecer aceleradamente.

Da cuenta entonces de «la posibilidad de la música dependía de la resistencia a la descomposición que presentarán sus tejidos y los del palo de hormigo» a partir del cual construyó el complejo de percusiones.

Sin embargo, las condiciones de vida desarrollan en sus órganos una forma inédita de sabiduría a pesar de la sentencia ineluctable del tiempo: la sabiduría que se adquiere por la negación al cautiverio propio de aquellos que habitan en el orden de lo dado y por asumir la adaptación al medio voluptuoso que es la selva.

Por este hecho, la adquisición de una nueva forma de sabiduría, logra sobreponerse tres años hasta hacer la música, aunque sea una sola pieza a repetir incansablemente.

Al final, el maestro llega a la conclusión que toda su música «duraría menos que un aguacero» y se abandona a la lógica mortuoria del camastro que pretende mitigar su cansancio inevitable. Después de extinguirse las últimas notas, regresa la boa ratonera.

Payeras negaría el regreso de aquella boa a los derroteros del pensamiento, partiendo de Leipzig hacia las selvas y montañas del Quiché para construir activamente el Ejército Guerrillero de los Pobres. Con esta decisión no dejaría la posibilidad latente de la filosofía dure menos que un aguacero por quedar circunscrita a la resolución de las necesidades materiales y la decisión del filosofar huraño.

Tampoco la literatura como un espacio de reconstrucción incesante y tozuda de los sueños humanos por realizar, como un reducto irreductible donde los tropiezos y fracasos históricos son puestos otra vez a prueba a través de la imaginación como metáfora de la materia maleable y siempre dialéctica que es la lucha sobre el universo.

Así, una misma lluvia no mojará al mismo hombre como tampoco un mismo árbol verá retoñar sus mismas ramas.

En verdad esta irrupción reflexiva, al igual que tantas otras que afloran a lo largo de los relatos que componen el libro, son pequeñas piezas reflexivas que, integradas, constituyen, un programa filosófico del autor, al menos una línea de indagación permanente sobre la realidad.

De más está decir que es en la literatura de creación, ya sean sus relatos o sus poemas, donde Payeras condensa su pensamiento filosófico, esas reflexiones dispersas en las historias, depositadas allí en la germinación de una semilla, en el unitario vuelo de los faisanes, en el voraz avance del progreso de una locomotora. (En verdad, según información oral recabada, y ya hoy registrada en diversas publicaciones, la de Sansón, una de ellas, Payeras venía escribiendo poesía desde principios de los sesenta como parte del grupo Fu Lu Sho e inició sus Poemas de la Zona Reina desde el momento mismo del ingreso a la guerrilla a la selva en 1972).

Una filosofía del movimiento, en esencia heracliteana, hegeliana y marxista en la que los personajes, sean pájaros, mariposas, máquinas, mapaches o seres humanos se moverán en un incesante ciclo dialéctico.

Acaso también se vislumbra la mirada de Rousseau en esa búsqueda de un retorno a un orden incontaminado en la naturaleza.

A la postre, estos relatos no son sino el resultado provisional —pues Payeras asumió su existencia como un fenómeno de exploración permanente— de un complejo y minucioso proyecto intelectual, el cual se fue gestando a lo largo de toda una vida de apuntes, lecturas, observaciones, sueños, meditaciones y que no cristalizó sino hasta cuando el hombre, ya en el reposo del guerrero, consideró haber hecho acopio de las herramientas necesarias para emprender semejante obra, una de las aventuras literarias más fascinantes y pioneras dentro de la tradición literaria guatemalteca.

Dicho entramado, semejante arsenal, desde luego, no atañe solo al mundo de las ideas, al ámbito del pensamiento, sino, y he ahí otro de los aportes esenciales del escritor, al de la búsqueda y apropiación de una escritura, de un estilo, de una tonalidad precisas que se sabe, no es empresa fácil, y menos en medio de casi toda una vida de militancia revolucionaria.

Hay quienes ven en este libro el peso del magisterio ejercido sobre él por su maestro Luis Cardoza y Aragón. Y acaso sí, especialmente en esa adjetivación a un tiempo súbita y precisa, inesperada y relampagueante, en la mejor línea del surrealismo.

Nosotros agregaríamos una lectura detenida y profunda, especialmente en la sabia y matemática articulación del relato, del mejor Gabriel García Márquez.

Pero acaso nada de esto sea enteramente cierto, y todo lo dicho anteriormente sea de tajo pura especulación.

El estilo es el hombre, diríamos apelando a un pavoroso lugar común, pero ciertamente en este caso, esta obra, El mundo como flor y como invento, es el resultado directo de una experiencia individual profunda, alerta y vivenciada. La de un combatiente (fue miembro fundador del Ejército Guerrillero de los Pobres, organización revolucionaria guatemalteca responsable de la implantación de un nuevo ciclo de la lucha armada en el Altiplano occidental del país en 1972 ) cuya sobrevivencia depende del control racional que ejerce sobre la naturaleza, del íntimo y vigilante estudio del comportamiento circundante, de la flora y la fauna, de la apropiación y práctica de diversos saberes y haceres sobre el firmamento y la Tierra, el día y la noche, los ríos y los frutos, el agua y los astros, en fin, sobre la permanente necesidad material de hacer suyo mediante los instrumentos de la razón y la observación ese entorno en apariencia amenazante, caótico e incomprensible.

En una entrevista con Claudio Albertani es posible rastrear las nacientes preocupaciones ecológicas, que a modo de coordenadas reflexivas, van configurando el pensamiento crítico de Mario Payeras:

La selva —señala allí— es un mundo de una belleza fascinante; es la piel primigenia del planeta, el ambiente húmero donde se formó nuestra especie. Los sentidos humanos están hechos para funcionar allí, en el verde sedante del follaje, bajo la bulla de los pájaros y la temperatura óptima para la piel, el calor que después buscaremos reconstruir en otros climas mediante la calefacción. Debido al reposo originario que prevalece, el pensamiento puede replegarse sobre sí mismo y reconstruir con lucidez lo esencial; el silencio del pensamiento es majestuoso. Uno comprende allí que los mayas rompieron el apretado techo de caoba y chicozapotes para escrutar desde sus observatorios otro silencio igualmente profundo pero aterrador: el del cosmos incandescente. Pienso que si se llegaran a extinguir las selvas tropicales, el ser humano perdería con ellas una de las referencias fundamentales para entenderse a sí mismo.

Contemplar una caoba en su ambiente, aturdida de loros, o ver caminar a un grupo de coatíes sobre los árboles, le revelan al espectador claves de la realidad con las cuales se abren muchas otras puertas.

En pocos años, quienes vivimos la experiencia de la selva, debimos repetir el nomadismo, la cacería, la recolección y la agricultura de los primeros humanos, y conocer así el valor de la lluvia, de los vientos, de los cuerpos celestes.

Allí estudié de verdad astronomía, geografía, meteorología, base para acceder posteriormente al que considero es el principal saber de nuestros días: la ecología.

Puedo decir que estuve en el centro de la lluvia, en la mansión del pájaro serpiente, el lugar donde acaban y comienzan los caminos de Guatemala. Allí reencontré a los indios —los guatemaltecos más antiguos— y allí forjé para toda la vida mi oficio de revolucionario.

Allí comencé a escribir.

De ahí que una vez sobrevivido a la lucha guerrillera, Mario Payeras haya finalmente emprendido, ahora sí, en el espacio de esa misma naturaleza largamente interiorizada, la instauración de un orden prodigioso mediante la imaginación creadora.

Es justamente esa conjunción de factores, condensados y sintetizados en un solo hombre, el que le otorga al corpus de su obra un carácter fundacional y hasta visionario.

El mundo como flor y como invento, sobra decirlo, es en el campo del relato de ficción, lo que en el plano de la investigación ecológica es Latitud de la flor y del granizo, dos obras pioneras, amarradas en una misma línea de preocupación ecológica herederas directas de Humboldt en esa necesidad explícita por plasmar el universo natural.

El mundo como flor y como invento, sin embargo, es la obra-espejo, la obra-río, la obra-pájaro, es decir, la obra donde más fielmente se refleja y discurre la visión creadora, ahíta de ternura, gracejo y hondura, de Mario Payeras, el geógrafo ilustrado, según expresión de Carlos Orantes Tróccoli, conocido filósofo guatemalteco. En ese buscar y rebuscar historias de porvenir, historias de irse, hojas que se lanzan a las procelosas aguas de la memoria y, como botellas lanzadas al mar, retornan acaso iguales pero nunca las mismas al ojo contemplante del lector-autor, papeles náufragos que emergen para releerse o papeles desvaídos, arrugados y amarillentos que, solo merced a su luminosidad latente, como el cadáver fosforescente de una luciérnaga sonámbula, busco y encuentro un poema suyo, en estos días lluviosos aptos para rememorar al revolucionario ausente, al soñador insumiso que no excluyó la poesía como un espejo de contemplación utópica y esperanzadora del género humano:

No recordamos ya cómo éramos al principio
Porque cada día parte un cadáver nuestro
a pudrirse en el tiempo.
Nuestros mejores esbozos de humanidad futura
resultaron artificios de pólvora
que ardieron bajo la lluvia de la primera noche
porque aquí la realidad todavía está en guerra con los
pájaros e ignora por lo tanto la cristalización de la decrepitud
y los tardíos laberintos
en que suele extraviarse su mudanza
Y agreguemos:
Nunca como estas mañanas
estuvimos tan exentos de los envejecimientos del espíritu
Ni nuestros pensamientos se parecieron tanto
a nuestros actos

Y concluyamos ya, a propósito del ámbito del ensayo, que tuvo en Mario Payeras, una de las floraciones más lúcidas, personales y más altas en las latitudes de nuestras letras. Múltiple, poroso y dúctil, el hombre de armas y de letras que no desdeñó la imaginación, la sensibilidad y el delirio poético como una vía central para acceder a la realidad nos legó asimismo una serie ensayística de invaluable jerarquía estética y conceptual.


Rafael Gutiérrez

Adicto al fuego que arde en el corazón de la utopía, el mar y otras criaturas igualmente aladas e insurreccionales, va donde no le llaman, llega cuando es preciso. Escribe desde púrpuras ciudades rupestres como desde abismos apocalípticos. Y muere. Pero renace. Esposo de la belleza, la deshonra cada noche con furiosa mansedumbre. Este texto, está claro, no le pertenece ni identifica. Escríbalo usted.

Un Commentario

Luis Pedro 29/07/2018

Excelente texto.

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