-Marisa Martínez Pérsico | NARRATIVA–
A continuación presentamos los tres primeros capítulos de la novela Las manos en la madre de Marisa Martínez Pérsico,
cuya reseña publicamos hace algunos días.
La gente con rizos sabe de lo que hablo. Un castigo atávico que se supera con la calvicie o en la tumba. Pelo con vida propia, con una rebeldía innata a dejarse aliñar que convierte los amaneceres en pesadillas memorables. La opción más decente es mojarlo antes del cepillo. Peinarlo implica lágrimas, porque hay nudos chiquitos que anidan entre los rizos como pájaros desobedientes. Igual, el mío ya pide peluquero.
Hoy hace dos años que murió tía Esther. Me lo recordaron la primavera y un llamado telefónico equivocado que me sobresaltó cuando todavía no me levantaba de la cama. Mientras escuchaba el timbre del teléfono sentí la misma pesadez de cabeza con gusto a secreción gástrica en el paladar. Retazos de sueños nocturnos se agolpaban antes de la amnesia igual que aquel día, cuando un primo llamó para informar la dirección del velatorio.
Pensar en la tía fue volver a escuchar los jilgueros de la calle Garibaldi, visitar el patio donde descubrí la forma de una araña, recordar el jeroglífico escrito en su portal que resultó ser un número. Siempre tendré miedo a las arañas de la tía, comeré las naranjas de sus árboles, pagaré el taxi con sus números.
El recuerdo de su muerte no alteró mi rutina y eso me da tristeza, pero no lo puedo evitar. Algún día desaparecemos del mundo y los demás no se conmueven en los gestos más superficiales de la vida cotidiana.
Decidí dar un último paseo por la casa y me detuve ante la alfombra del comedor. Como vestigios de una historia doméstica que se resiste a callar, en su tejido perduraban aureolas de café, manchas de sangre borroneadas por el paso de múltiples cepillos, un garabato azul, pelos de gatos sucesivos, un rincón deshilachado por el calor de una estufa, el boquete zurcido de un disparo.
Una hora más tarde, un automóvil se detuvo en la puerta. Me despedí mentalmente de aquella casa familiar –tan grande entonces, tan pequeña ahora– y cargué mi equipaje al hombro. En el último minuto rescaté Tristezas de Bay City de Raymond Chandler, una lectura ligera para el viaje, el último regalo de Miguel.
Antes de cruzar la reja corté una margarita y me la prendí en el tirante del corpiño. Las había plantado mi madre.
–A la estación– fue todo lo que dije.
Avanzamos unos metros y volteé la cabeza para recordar la imagen.
El barrio seguía siendo el mismo.
***
Mientras buscaba mi vagón una mujer con un bebé envuelto en una pañoleta de croché me preguntó la hora. Contesté «las doce» y miré la pañoleta: un bebé menudo se perdía entre los pliegues de lana rosa.
El tren arrancó y dormí un rato hasta que me despertó la voz de un vendedor de bebidas. Me asomé por la ventanilla para ver si algún cartel anunciaba dónde estábamos, pero solo vi el atardecer de nubes polvorientas y una cara que miraba desde la ventana de una cabaña, hasta que desaparecieron la cara y la cabaña, y solo quedaron las nubes y el campo.
Tengo la costumbre de perder el tiempo haciéndome preguntas para las que invento hipótesis sin posibilidad de verificación. Cuando compro caramelos, mientras desgarro despacio el envoltorio me pregunto en qué estaría pensando el operario de la empaquetadora, si tendría sobrinos, si usaría reloj con agujas o con números. Si voy distraída por una calle y me cruzo con un desconocido mientras yo miraba el suelo, me lamento por haber malgastado la ocasión de conocer unos ojos, tal vez inolvidables. Lo mismo ocurrió con la cara en la cabaña. Me quedaría con la duda para siempre.
–¿Le sobra un cigarrillo? –me pregunta un pasajero.
–No fumo –le respondo–. ¿Tiene hijos?
–Sí, dos. ¿Por qué pregunta?
–Le doy un consejo, aunque no me lo pida: preocúpese por ellos.
–¿Y usted tiene padre?
–No, murió hace diez años.
–Ah, lo siento. Pero no piense que su padre no se preocupaba por usted.
–Mi padre no se preocupaba por mí, pero mejor siga buscando un cigarrillo. A ver si tiene más suerte.
***
Gran Buenos Aires, 6 de febrero de 1978
Hospital G.S.M.
Peritaje médico (a fs. 97)
Mujer de 34 años de edad. Lesiones contusas (equimosis) en rostro y miembros superiores. Heridas punzantes y punzocortantes agudas en sector abdominal izquierdo.
Marisa Martínez Pérsico, Las manos en la madre, Barcelona-Santiago de Chile, RIL Editores, 2018, pp. 162.
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Marisa Martínez Pérsico

(Buenos Aires, 1978). Poeta, investigadora del CONICET y profesora universitaria radicada en Italia desde 2010. Licenciada en Letras por la UBA, doctora por Salamanca. Sus poemarios: Las voces de las hojas, Poética ambulante, Los pliegos obtusos, La única puerta era la tuya, El cielo entre paréntesis. Dirige en Roma la revista Cuadernos del hipogrifo. www.marisamartinezpersico.com
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