Las cuevas en Tenerife

-Mateo Echeverría | NARRATIVA

Primer capítulo del libro Volver implica demasiado.

No la volví a ver jamás. La última vez, o de las últimas veces no recuerdo ya, viajamos hasta llegar a una playa en el sur de Tenerife. No sé si era una playa nudista pero los que estaban, recuerdo que eran pocos, andaban desnudos. Tras los primeros titubeos que no me permitían disfrutar, me desnudé y dejé caer mi culo sobre la toalla en la arena. Miré a los demás hasta detenerme en ella. Recuerdo que mientras la contemplaba quitarse el bikini, con el monótono rumiar de las olas como ruido de fondo, crecía en mí la sensación de que el mañana no llegaría. Y que no tenía por qué llegar. El paso del tiempo de pronto se hizo más pesado y lento, como si los segundos se arrastrasen perezosos. Parecía que el tiempo se congelaba y se derretía a la vez, su cadencia se hacía ajena a la de los relojes hasta transformarse en otra cosa distinta.

Pensaba, mientras seguía con la mirada el correr de un gordinflón dirigiéndose al mar, que cada viaje que emprendíamos era mejor al anterior y al anterior. Cada vez estaba más enamorado. Sumido en mis meditaciones, mientras el sol se alzaba, crucé miradas con una pareja que, por alguna extraña razón, parecían tener una edad indeterminada. Bien visto, sus años podrían oscilar entre los cuarenta y ochenta años, lo cual resultaba chocante. No coincidía el fulgor de sus miradas con sus cuerpos flácidos que acarreaban sin ruborizarse. Además, les acompañaba un andar desengañado, unos pasos serenos, propios del sabio que lleva miles de años andando en este mundo y desconoce los afanes. Seres enigmáticos, pensé, como si vinieran de una dimensión atemporal. Se detuvieron frente a nosotros por un momento. Sus ojos azules y alegres nos escrutaban con una sonrisa, supongo que recordando el sabor del aire que respiraban, cuando sus pulmones eran jóvenes, y la ligereza de sus movimientos cuando sus cuerpos eran más prietos y voluptuosos. Pero lo hacían con esfuerzo, parecía que se trataba de un recuerdo lejano y distante. Se vieron al rostro como si fuese la primera vez que lo hacían, se dijeron algo en una lengua incomprensible, sonrieron con ternura y compasión y se besaron largamente. ¿Qué se habrán dicho? Se volvieron a tomar de la mano y después de un leve gesto con la cabeza, a manera de saludo, continuaron el camino. Sentí que me querían transmitir algo, pero no supe descifrarlo. Los pasos que se hundían en la arena blanca volvían a crear la sensación de que ellos llevaban ahí desde el inicio de los tiempos. Se detuvieron metros más adelante para ver el horizonte como contemplando verdades que no empezaba ni a adivinar. Tras el beso noté cómo mis ojos se llenaron de lágrimas, pensando, ojalá así podamos envejecer nosotros. Volví la mirada hacia Ella para preguntarle si lo había visto pero la encontré dormida boca abajo, encima de su toalla, dejando brillar su apetecible culo redondo. Daba igual, me dije, se lo diré más tarde, total, el tiempo no pasaba por aquí, se había olvidado de este rincón del planeta, lejano y aislado de todo lo demás, en donde todo existía un poco menos o estaba al borde de dejar de hacerlo. Unos días después, cuando se lo comenté al conductor de Uber que nos llevaba hacia el norte de la isla para subir el Guajara, me miró por el retrovisor y dijo «el truco para que no pase el tiempo es no hacer demasiado, chaval».

El plan de esa misma noche era pasarla ahí, debajo de las estrellas en la orilla del mar, protegidos por una carpa en la que dormiríamos los dos. Los demás habitantes de la playa olvidada por Cronos, que no pasaban de ser una decena de personas, se habían replegado hacia unas cuevas ubicadas en los relieves de tierra formados detrás de las costas laterales frente al mar, un poco más metidas a los costados de la playa. Desde la orilla lográbamos verlas porque tenían fogata o luz eléctrica. No sabíamos cómo lo habían hecho, pero desde la distancia parecían estar bien acondicionadas. Ellos vivían ahí, nos dijimos apretándonos las manos, unos jipis de verdad, volvimos a decir y nos besamos en el acto.

En la oscuridad de la noche, que era parcial por las estrellas y la luz de la luna, le quise decir que nuestra comunidad estaba completa, que la sensación de plenitud y paz jamás la encontraríamos en otro lugar, pero me quedé callado para no interrumpir el ir y venir de las olas, el sonido de la brisa, y los demás ruidos que se acomodaban en el silencio. Aunque fuese una vida primitiva, parecía ser más vida que las que había conocido con anterioridad; parecía estar más cerca de una verdad profunda que se revela con el paso del tiempo. Todo consistía en disfrutar de los matices más esenciales. Esa noche, con porro en mano, empezamos a fantasear sobre nuestro futuro, imaginándolo eterno sin sospechar que se nos estaba agotando, sin sospechar que cada día estábamos más cerca de un final que llegaría sin avisar. Le decía a Ella que tal vez podíamos mudarnos a la isla. «Estás loco» me decía entre carcajadas. Le insistía que nosotros encajábamos ahí. «¿Y quién no, Santi?».

—Si hubieses visto cómo nos miraban los viejitos estarías de acuerdo conmigo —le repetía—, aquí es donde pertenecemos.
—De esto va la vida —le dije tras el silencio.
—Venga ya, dame el porro que no quiero que te me desmayes aquí filosofando —. Me cortaba con más besos y abrazos.

¡Qué felices éramos!

Todo esto lo recordé encerrado en mi apartamento, tras haber colgado con mi hermana al teléfono. Entre sollozos dijo que mamá había muerto. Seguía hablando o por lo menos lo intentaba, supongo dando más detalles o instando a que me encargara por ser el hermano mayor, cuando le colgué. Sin entender por qué lo primero que me vino a la cabeza, al escuchar la noticia, fueron nuestras conversaciones que tuve con mamá cuando viajé a Tenerife. Recuerdo cuando le conté emocionado sobre el viaje, mis impresiones, las ideas que tenía ese entonces, de querer vivir una vida más tranquila, sin tanto ajetreo, con Ella a mi lado, a lo que respondió: «Qué aburrido Santi, qué aburrido vivir una vida tan vacía, tan mediocre y carente de propósito. Uy, te conozco bien mijito, y no aguantarías ahí ni dos semanas con lo activo que eres. Menos, tu ambición no soportaría ni una semana sin nada que hacer. ¡Uy! Dios te libre mijo, ¿para eso te mandamos a estudiar a España? ¿Qué no ves lo que harías desperdiciándote por ahí? Ay, tus ocurrencias».


Volver implica demasiado está a la venta en las principales librerías de Guatemala.

Mateo Echeverría

Autor de Volver implica demasiado (2021) y graduado de Humanidades por la Universidad de Navarra.

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