Las arenas del tiempo

Marco Vinicio Mejía | Arte/cultura / TRINCHERA DE FLORES

Es día del sacrificio. El arco romano traza el iris sobre la dehesa palestina. Principia el Pésaj, recuerdo de la milenaria noche con luna llena que originó la cuenta del tiempo. El primer día lo dedican a limpiar las casas y arrojar la levadura a la basura. Por la noche, con pan ácimo y vino agradecerán cuando, en Egipto, el ángel de la muerte pasó de largo donde había sangre de cordero. Este es el tiempo de quienes desean olvidar todo sin conocerse. Quieren perderlo todo, pero no tienen destino. El profeta Elías siempre será convidado a la cena, pero seguirá vacío su lugar en la mesa.

La calle bulle y encubre las sombras. Una abertura permite iluminar la estancia de Austerio, estático cuando escruta sus artefactos. Tiene la pupila esclarecida para descifrar el enigma del transcurrir de los días y la mudanza constante de las caras de la luna. Nada lo distrae del ahínco por la cronometría. Rodeado de cuencos de vidrio, vasijas horneadas y jarrones griegos, busca la medida perfecta para que los hilos de agua se transfieran de un recipiente a otro.

Nadie pone atención al salteador del tiempo, aislado del río de la vida, detenido en la eternidad del momento, codicioso del transcurrir de instantes.

A Austerio lo distrae el eco de un dolor. Algo lo inunda, lo siente propio, aunque proviene de fuera. Escucha el crujido seco de maderos, los golpes de caídas, el suplicio de los cantos frotados del camino. Austerio, afanado en atenazar el tiempo, siente como si le hubieran clavado una astilla en el pecho. Sale a la calle y recuerda que la imagen del hombre con la cruz a cuestas fue uno de sus sueños y no pudo olvidar la mirada sufriente pero serena del divino cordero sacrificado.

La mirada vidriosa del condenado no se resigna en el vaivén de la viga, en el sordo arrastrar de los pasos anónimos. El cuerpo macerado era antiguo, pues su sangre era de otra médula. Sangre que se adelanta a la queja profana en la batahola de rumor, veneración y recogimiento. Agonía sin contrincante, arena sin sangre, fractura sin hueso, lágrimas sin vapor. Esta es la renuncia, la fatiga, porque a Yeshúa no le apartaron el cáliz amargo.

El sentenciado a morir desfallece frente a la casa de Austerio. El castigado tiende la mano. Pide ayuda, pero el mangante de las edades lo rechaza:

–Estoy ocupado. Sigue tu camino…
El martirizado le dice:
–Te doy todo el tiempo, hasta que vuelvas a verme…

Yeshúa continuó su vía dolorosa, para cumplir su misión. El atracador del tiempo retornó a sus relojes de agua, pero era presa de la culpa. Estaba agobiado. Sabe que aquel hombre es inocente y él no hizo nada por aliviar su martirio.

En la solitaria cena de Séder Pésaj solo probó un trozo de matzá y dio un sorbo a la copa de vino. Al descansar sobre la alfombra, el agua que cada día se afanaba en calibrar, esa noche se transformó en la gota perenne que no dejaría de horadar su mente.

Durante varios años, sentía el segundo de agua que desembocaba como penitencia de lluvia estancada, sin viento. Sin movimiento. El goteo no se detenía. Se reanudaba en su origen por el madero en el que escurría la sangre que no quiso tocar. Llevaba consigo un cuentagotas mental, fruncida la lengua sin boca de vida, pues el agua lo mataba aun cuando estuviera muerta.

Su cuerpo no envejecía. No mostraba los renglones evasivos de las arrugas. Austerio no sabía que su existencia era de puntos suspensivos. Su suplicio era repetir el momento. Una y otra vez. Todo cambiaba a su alrededor y solo él permanecía inalterable. Dejó de hurtar instantes para dedicarse a advertir retrasos o puntualidades. El tiempo dejó de ser el objeto oscuro de sus afanes y prefirió continuar en el empeño de fabricar instrumentos que la gente pudiera consultar o ignorar la marcha inclemente de soplos, lapsos o plazos.

Descubrió que no existe el tiempo exacto, sino el trozo de historia paralizado entre mecanismos. Vivía en la sucesión de esperas mientras los instantes corrían en el río abajo de Heráclito. Nada permanecía como lo mismo al quedar sumergido en el agua. Por eso principió a triturar las piedras de río, después machacó las conchas del mar, siguieron los huevos desmenuzados de las gaviotas. Cualquiera fuera el material, caían al mismo tiempo. Imaginó en traspasar una cantidad de arena de un envase a otro, hasta que unió dos frascos de vidrio. Así nació otra medición de la vida: de arena un reloj.

En minúsculos fragmentos las horas se fugan, en leves ondulaciones entre dos momentos. Del pasado al porvenir apenas hay un periquete. Austerio también había medido la dura sombra sobre la columna atropellada por rayos solares. Con el reloj de agua cronometró latidos y el anuncio de amaneceres. Con las antigüedades derrumbadas del Imperio romano, pulverizó el mármol para transformarlo en sustancia tersa y sólida. Ya no solo la usaba para proteger la memoria de los muertos, sino para que la arena encapsulada nos salve de los olvidos cotidianos. Del polvo, de la curiosidad y de la nada surgió su reloj de arena. Del cono inverso se derrama cautelosa la fina grava, alabastro gradual que se desprende y ocupa el cristal cóncavo de su mundo.

Austerio ahora fabrica un mecanismo único. Mide los días, las horas, los minutos, los segundos que hacen falta para nuestro fin, cualquiera que este sea. A la par del eterno errante nos convertimos en huérfanos de la esperanza. Sabemos que los polos se derretirán, enmudecerán los relojes de las torres, las campanas serán bronces extraviados y terminarán los pacíficos paseos para ajustar las agujas del pasado.

Nadie nos aparta del cáliz amargo, porque nuestra voluntad se pulverizará como arena.


Marco Vinicio Mejía

Profesor universitario en doctorados y maestrías; amante de la filosofía, aspirante a jurista; sobreviviente del grupo literario La rial academia; lo mejor, padre de familia.

Trinchera de flores

Correo: tzolkin1984@gmail.com

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