Las abuelas de ojos grandes

María Alejandra Privado | Arte/cultura / LA MAGIA Y LO COTIDIANO

Entonces volvía a sentarse en las bancas cercanas a la puerta, con la cabeza sobre las piernas, sin hambre y sin voz, rencorosa y arisca, ferviente y desesperada. ¿Qué podía hacer? ¿Por qué tenía que vivir su hija? ¿Qué sería bueno ofrecerle a su cuerpo pequeño lleno de agujas y sondas para que le interesara quedarse en este mundo? ¿Qué podría decirle para convencerla de que valía la pena hacer el esfuerzo en vez de morirse? Una mañana, sin saber la causa, iluminada solo por los fantasmas de su corazón, se acercó a la niña y empezó a contarle las historias de sus antepasadas. Quiénes habían sido, qué mujeres tejieron sus vidas con qué hombres antes de que la boca y el ombligo de su hija se anudaran a ella. De qué estaban hechas, cuántos trabajos habían pasado, qué penas y jolgorios traía ella como herencia. Quiénes sembraron con intrepidez y fantasías la vida que le tocaba prolongar. Durante muchos días recordó, imaginó, inventó. Cada minuto de cada hora disponible habló sin tregua en el oído de su hija. Por fin, al atardecer de un jueves, mientras contaba implacable alguna historia, su hija abrió los ojos y la miró ávida y desafiante, como sería el resto de su larga existencia. El marido de tía Jose dio las gracias a los médicos, los médicos dieron gracias a los adelantos de su ciencia, la tía abrazó a su niña y salió del hospital sin decir una palabra. Solo ella sabía a quiénes agradecer la vida de su hija. Solo ella supo siempre que ninguna ciencia fue capaz de mover tanto, como la escondida en los ásperos y sutiles hallazgos de otras mujeres con los ojos grandes.

Ángeles Mastretta.
Mujeres de ojos grandes (p. 109)
(Negritas añadidas)

Hace seis años, una entrañable amiga me compartió el libro Mujeres de ojos grandes de Ángeles Mastretta, para que acompañara mis días mientras hacía reposo absoluto, esperando a mi hija. Uno de los cuentos, del que comparto el fragmento arriba transcrito, me conmovió profundamente y lo sigue haciendo hoy. Me identifiqué enormemente con la narración, no solamente por haber vivido una situación similar, y porque la mirada ávida y desafiante de mi hija me sorprendió desde la primera vez que la vi, en la incubadora, con tan solo un día de nacida; sino porque me he sabido acompañada por las mujeres de ojos grandes de mi familia, con sus increíbles historias, sus incansables luchas y su potente impulso de vida. Las más cercanas, las más especiales: mi mamá y mi hermana, las dos con sus ojos grandes y expresivos; sus corazones generosos y sus oídos atentos, inteligentes y analíticas. Pero en esta ocasión, quiero hablar de mis ancestras más cercanas, mis abuelas.

Los primeros recuerdos que tengo de mi abuelita paterna, Clara Luz Medrano, son de su cara dulce y su pelo ondulado, finito, siempre bien peinado y con aroma a aceite de bebé. También de su casa amplia y fresca en El Progreso, Jutiapa, que siempre nos esperaba los fines de semana con café caliente, quesadilla, queso seco y frijoles negros espesos cocinados en olla de barro, chicharrones y tortillas gruesas, calientes, hechas por sus manos; además del caldo de gallina especial que tenía listo bien temprano para que almorzáramos. Me encantaba verla hacer tortillas con sus manos gruesas pero delicadas, en el poyo que estaba en el patio de su casa. Un patio amplio, en donde criaba pollitos, patos, pijijes, gansos. Con esas manos delicadas cocinaba delicioso y con dedicación, dándole un toque especial incluso a las sopitas de sobre; deshacía nudos con paciencia, y ya en sus últimos años, ordenaba los flecos de los centros de mesa de mi casa -con la misma fascinación por los hilos que ha tenido mi hija desde que tenía unos cuantos meses- cuando se sentaba a platicar y a observar todo. Compartir la comida era de gran importancia para ella, creo que simbolizaba su gran generosidad. Una generosidad, sencillez y desprendimiento que la llevó a ser muy querida en El Progreso y por toda la gente que la conoció.

Siempre pensé que mi abuelita había nacido con inquietudes vitales y cuestionamientos más grandes de las que su tiempo le permitió. Era sumamente curiosa y se hacía preguntas con las que filosofaba sobre la vida, sobre su vida. Yo la escuchaba atenta cuando conversaba por largos ratos con mi mamá. Muchas palabras, muchos de sus dolores y luchas en forma de resistencias, quedaron grabadas en mi mente y corazón; en mi piel. Tuvo once hijos, de los que murieron cuatro siendo aún pequeñitos. Lidió con una sociedad patriarcal, que muchas veces invisibilizó e intentó anular sus propios deseos y aspiraciones, trabajó incansablemente para sostener y sacar adelante a sus hijas e hijos. Lavó ropa ajena, dio hospedaje y comida a viajeros, tenía crianza de pollos para la venta en su tiendita -de la que siempre nos regalaba «cuquitos»-; incluso tuvo una cantina. Tenía una personalidad libre, así crio a sus hijos e hijas, independientes, autónomos.

Tuve la oportunidad de compartir más cercanamente con ella y escuchar sus historias ya al final de su vida, cuando el Alzheimer la hizo un poco más dependiente y vivió con nosotr@s por una temporada. Siempre amable, llevadera y bromista, aun cuando ya no sabía muy bien con quiénes vivía y compartía. Falleció a los 93 años, con una mirada tranquila y dulce, como de quien saldó cuentas con la vida.

Mi abuelita materna, Alicia Gómez, era una mujer llena de luz, de expresión dulce y manos delicadas. Siempre elegante y guapa. Desde muy joven, por las circunstancias que le tocó vivir, vio la necesidad de ser independiente económicamente, por lo que, sin dudarlo, inició vendiendo dulces tradicionales guatemaltecos: conservas de manzanilla, chilacayote, dulces de tamarindo y guayaba, al tiempo que criaba a sus hijas e hijos. Tuvo 11 hijos también, de los cuales sobrevivieron 7, y su generosidad era tan grande, que acogió y crió a otras niñas en su casa. Fue una trabajadora incansable, vendió ropa, verduras, cholojo (vísceras de la vaca), pollos y gallinas destazadas, tamales y además, fundó el comedor «El Milagro», en la zona 18, el que atendió por 55 años. La comida era también su especialidad –su sazón era impecable-, y la mayor muestra de su generosidad y compromiso con la gente.

Era una mujer profundamente llena de vida, de una vitalidad que aún hoy no alcanzo a dimensionar y que, en definitiva, me encantaría haber heredado. Su espíritu era alegre, le encantaba celebrar y compartir con la gente que la quería, que era mucha, su casa siempre estaba abierta. Tenía además un gran misticismo y sabiduría insondable, producto, en mi opinión, de sus raíces indígenas y mestizas, unidas a una honda fe cristiana católica, una fe madura, respetuosa de otros credos y nunca castrante. Siempre ávida de darnos consejos y recetas naturales para todos nuestros males, nos acariciaba con ternura, nos curaba el susto, interpretaba nuestros sueños; pero sobre todo, nos escuchaba sin juicios ni prejuicios.

Su vida estuvo llena de transgresiones, decisiones y rupturas con el rol establecido para las mujeres, aunque ella no lo reconocía así. Sin embargo, se enorgullecía de su historia, del camino recorrido, de sus logros y de sus sueños a futuro, siempre presentes, aun cuando llegó a los 92 años. En muchas ocasiones, cuando conversábamos, ella dirigiendo y monitoreando su comedor, y yo, sentada a su lado almorzando con ella, intercambiábamos opiniones sobre el rol de las mujeres en la vida cotidiana. No llegábamos a ningún acuerdo, pero sé que ella conocía mi espíritu y nunca lo juzgó. No lo juzgó incluso cuando decidí unirme con mi compañero y no casarme, y le pedí que nos diera su bendición. Ella, con sus ojos generosos y profundamente sabios, nos la dio; así, con todo el respeto hacia mi autonomía y mi capacidad de decidir.

Amó a mi hija. Cada vez que la veía, le arrancaba una sonrisa, aún en sus últimos días, cuando ya sus fuerzas no le daban y su vida se estaba apagando. Fue de las primeras en conocerla tras alcanzar el peso adecuado después de su nacimiento prematuro. Siempre presente en todo acontecimiento trascendental de mi vida. Abuela – Roble.

Mis abuelas, mujeres hermosas, arraigadas en las profundidades de mi alma, allí, como raíces de árboles fuertes que me sostienen. Allí, como ese secreto nexo de Walter Benjamin, continuando sus luchas, abriendo más la brecha que ellas iniciaron, redimiendo sus dolores. Ellas, mujeres comunes y corrientes es decir, rebeldes, como decía el subcomandante Marcos; mujeres sin historias rimbombantes o etiquetas identitarias, que entretejieron su vida con valentía, abriendo umbrales. Este es un pequeño homenaje para ellas, para hacerlas visibles en una sociedad en donde aún hoy pareciera que nuestro valor se define por el hombre que nos acompaña; en donde pareciéramos ser «complementos», apéndices o ayudas de nuestras parejas, nunca sujetas «completas» con valor propio. Esta sociedad en donde nos siguen nombrando como esposas de, parejas de, mamás de, hermanas de, sin decir nuestros nombres y nuestros propios méritos.

Mi hija tuvo la maravillosa posibilidad de conocer a una de sus bisabuelas, y de reconocer en ella a una de las mujeres de ojos grandes que la acompañó desde el vientre y la seguirá acompañando durante el resto de su vida. Por alguna razón, desde pequeña he sentido la fuerza, pero también la permanente inconformidad, digna rabia [1] y búsqueda, de todas las mujeres de ojos grandes de mi familia. A ellas mi reconocimiento y amor.

Fotografía por Paola Cotí Lux.
[1] Como bien le llaman l@s zapatistas.

María Alejandra Privado

Socióloga dos veces, mi mayor pasión es la reflexión acerca de la expresión estética, en especial, la música. Maravillada de experimentar cómo el arte -entendido en toda su amplitud y complejidad- se nos mete por la piel y nos conecta con la vida…

La magia y lo cotidiano

Un Commentario

Mabel 01/12/2018

Cuando la palabra escrita te arranca de repente una sonrisa
Brotan lágrimas sin pensamiento pero con mucho sentimientos
Esa palabra escrita fue plasmada con la pluma del corazón, esa pluma que es capaz de expresar el más profundo amor y trasmitir el mensaje que dejará huella ❤️

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