La Verbena y Dante Alighieri

-Ramiro Mac Donald / ALIQUID STAT PRO ALIQUOT

1 de noviembre, por la mañana. Pese al frío, no se percibe viento. Hasta pasado medio día volarán los barriletes.
Voy caminando por la entrada principal del Cementerio La Verbena.
En esta zona, la muerte adquiere un sentido diferente y retrocedo a los siete círculos del purgatorio.

Los mercaderes errantes, desde hace varios días, se atrincheran alrededor. Su fuerza comercial genera ruidosa subsistencia, en un espacio dedicado a los recuerdos, que atrae a millares de personas que visitan tumbas, nichos, sepulturas. Largas cuadras fueron desbordadas, en donde se instalaron los comedores populares que ofrecen toda clase de fritangas. Se venden al aire libre ceviches para acompañar cervezas y licores. Son cantinas improvisadas desde temprano, a la par de oxidados juegos para niños, ventas de baratijas, chucherías y bagatelas. Centenares de descoloridas flores plásticas y flores de vivos colores, “encanastadas”. Ofrendas que signan recuerdos y presencias fugaces. Tal vez pretenden esconder remordimientos y desasosiegos. Hoy medio-que-se-olvidan, pues en el instante transportan al presente a quienes ya no están. Algunos de esos recuerdos se trastocan y confunden con el tiempo, mágicamente. Algunas historias… se quisieran olvidar.

Un ejército de policías y soldados parecen “cuidar”, aunque solo ven. Su presencia intimida, como si fueran pajarracos mortíferos con armas largas, deambulando vestidos de luto y miradas inquisidoras. Tienen actitud prepotente al pisar las tumbas en esta tierra misteriosa e ininteligible, ubicada en la zona 7, al filo del barranco. Un espacio que pretende ser santo, cuyo disfraz le queda demasiado grande.

Los nichos son adornados como si hoy fuera fiesta. Hasta aquí llega la música en vivo, con toda la carga de arrepentimientos por antiguos sinsabores. Vejigas y guirnaldas languidecen, colgando de lazos plásticos de colores. Fácil es meter la nariz entre diversas comidas. Denso el humo que despide la carne asada, los fuertes olores a chorizos y longanizas se queman al carbón, en cocinas improvisadas. Parrillas que nunca se lavan, aceites que jamás se cambian.

Adornados platos de comidas grasosas vuelan sobre las cabezas de los comensales, quienes permanecen en sillas de un rato y mesas rojas pintadas con logotipos de cerveza nacional. Entre tanto, los niños juegan en la tierra, con su fantasía plástica. Fiambres cargados de verduras y pocos jamones, estremecen el paladar. Se combinan dolores, pero también apetencias. Entre el purgatorio y un cielo inalcanzable, los capitalinos visitan a sus difuntos olvidados todo el año. Y vienen cada 1 de noviembre. Unas 400 cruces rojas demandan que estos muertos serán expulsados de sus tumbas, por “no estar al día”. ¡Qué paradoja!

En el sector de “La Isla”, este día se celebra eucaristía debajo de los árboles. ¡Por la vida, no por la muerte! En el Cementerio de La Verbena, zona 7 capitalina, la represión de una de las más crueles dictaduras latinoamericanas dejó apilados cadáveres de cientos y cientos de “desaparecidos”. Los zopilotes vuelan a la vista, como barriletes de china: lóbregos y oscurecidos.

La palabra redentora de un Cristo humanizado, cerca de las Tres Cruces, se escucha en alto por potentes altavoces. Cada año la Iglesia católica está con los más pobres, como lo pregona el papa Francisco: con los más marginados. Con aquellos que fueron borrados del mapa de la vida. Para quienes son número, sin nombre. Apenas, XX. Esta es una hermosa convivencia cristiana, cargada de fe y esperanza, y no de pesados ritos mortuorios. Se recuerda a los fantasmas de la guerra sucia, porque ellos están aquí, pero sin identidad. Están solos. Solos. Es la soledad de las calaveras que nadie quiere ya reconocer.

Ramos de flores en manos temblorosas buscan a alguien que las ayude a limpiar la tumba del ser querido, que quedó muy en alto. Escaleras, botes de agua, cubetas, implementos listos. Bandas de músicos y mariachis. Niños y muchos ancianos, especialmente mujeres de largos cabellos blancos, con rostros que ya pesan. Pies cansados.

Fue Cirilo Santamaría, sacerdote español de verbo impetuoso, quien me invitó hace unos años para acompañarles a esta misa que se hace por los desaparecidos. Trato de asistir cada vez que puedo en esta fecha, para no olvidarme de esta realidad que lacera el alma de más de 45 000 familias. Me uno a “ellos”. Rezo un padrenuestro y me persigno. Vengo por nadie. Por todos. Vengo por mi hermano que fue desparecido por la dictadura militar. Por quienes están enterrados en fosas comunes de ignominia, en este lugar bautizado simbólicamente como “La Isla”. Porque siguen y seguirán solos…

Salgo caminando por el arco amarillento del Cementerio La Verbena, inusitadamente alto. Alguien busca al “patojo” para arreglar el nicho, un policía municipal medio-como-que-hace-que dirige el tráfico. Y sentado en la cima del arco, cuando casi huyo de este purgatorio, Dante Alighieri me ve pasar y guiña el ojo. Se queda dando siete vueltas en círculo.


Imagen El gráfico del Infierno de Sandro Botticelli, tomada de Wikipedia.

Ramiro Mac Donald

Semiólogo social. Académico de Ciencias de la Comunicación. Periodista.

Aliquid stat pro aliquot

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