-Ricardo Gómez Gálvez / GUATEMALA: LA HISTORIA INCONCLUSA–
Entre abril y agosto del 2015, Guatemala cruzó un punto de inflexión que podrá significar, con el tiempo, un salto de calidad en el sistema político, y que constituirá probablemente la reanudación de la transición a la democracia, interrumpida aviesamente por las élites en mayo del 1993. Efectivamente, una conspiración tumbó a Jorge Serrano, facilitado este acontecimiento por el hecho de que el gobernante era demasiado primario e irascible y, por lo tanto, predecible. Se abrió así, otra etapa de nuestra Historia Inconclusa.
Entonces, cuando ya se vislumbraban los efectos devastadores de la globalización, del Consenso de Washington y sobre todo del avance vertiginoso de la narcoactividad, que todo lo corrompió, las condiciones para implementar el catálogo institucional de la Constitución de 1985 se tornaron abruptamente adversas. Las élites comprometidas con la tradición racista, autoritaria y violenta del Estado guatemalteco decidieron que no permitirían una transición a la democracia que terminara con sus privilegios injustos e ilegales.
De ahí en adelante todo fue caída libre de la naciente institucionalidad; el Congreso, las cortes, el Organismo Judicial, la Contraloría de Cuentas, el Ministerio Público, todas las instituciones vinculadas con el control del poder público, según el entramado establecido por la Constitución, fueron corrompidas y cooptadas. Se aprobó en secreto, por parte de sectores retrógrados del empresariado organizado, una agenda legislativa para tales fines y se destinaron fondos cuantiosos para ello, así como el impulso de una estrategia de mediano y largo plazo. Los resultados están a la vista, se crearon las condiciones para un Estado cooptado y disfuncional, controlado por el crimen organizado.
Se sabe sobradamente, tanto en lo teórico como en lo institucional, que no puede existir República y menos aún democracia si no opera eficazmente el sistema de frenos y contrapesos -que así es como se denomina en teoría política liberal clásica-, lo cual sigue siendo válido. De tal suerte que en Guatemala ni hay democracia, ni ha funcionado, quizás nunca, el sistema republicano que han proclamado las fallidas constituciones políticas de nuestra historia e invocan hipócritamente las élites, cada vez que les convienen hacerlo, para mantener su dominación.
Por lo tanto, la saga de acontecimientos originados en 2015 no representan una simple crisis gubernamental o un asunto relacionado con cambiar presidentes. En nuestro caso, se trata de un mal histórico, agravado desde 1954: el imperio de la impunidad de las élites y del criptogobierno del crimen organizado, bajo las forma de los CIACS (cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad), fruto de los gobiernos militares y de la guerra contrainsurgente, cuerpos diseñados para encubrir las atrocidades de esa guerra sucia y los privilegios ilegales de esas élites dominantes.
¿Guatemala es un Estado fallido? Tal vez. Pero seguramente es un Estado disfuncional cooptado por el crimen organizado; esta es la realidad que hay que combatir ahora con gran enjundia por parte de los ciudadanos conscientes de los peligros que se ciernen sobre el futuro de nuestro país, para abrir -solamente abrir- la posibilidad de construir un Estado democrático para todos, sin exclusiones, discriminación, ni privilegios, basado en la supremacía de la dignidad humana, la Justicia y el Estado de Derecho. Construir, ahora sí, el Estado que define la Constitución actual y que nunca ha podido ser. Hoy la coyuntura permite esa posibilidad. ¿Por cuánto tiempo y en qué medida? No lo sabemos. Todo depende de la responsabilidad social y política de los ciudadanos. Y cabe preguntarse: ¿será que hay ciudadanía, o será una simple ola de indignación? Muy legítima seguramente, pero sola en sí misma, talvez inútil.
Y hablando de inconsciencias, algunos sectores y grupos importantes de la sociedad guatemalteca opinan en el sentido de que cambiando la Constitución, se arregla el problema. No pueden estar más equivocados. Si eso fuera así, la Constitución de 1985 debería ya haber producido altos niveles de desarrollo humano, económico y social. Y está claro que no solamente no fue así, sino muy por el contrario, hoy estamos en una situación más deprimida que en 1986. La única diferencia es que concluyó una guerra ideológica que duró treinta y seis años, y se inició y generalizó una guerra social, que hoy, con el orden estatal actual, parece inacabable.
Para integrar una Asamblea Nacional Constituyente verdaderamente representativa, es necesario convocar a una elección de representantes de las regiones, de los pueblos y de las comunidades que integran el país. Para convocar a esa elección debe contarse con un sistema electoral que indique cómo, en representación de quiénes y representando a cuántos electores, deben ser elegidos esos representantes para que sean legítimos. Y no es un simple problema político; es por demás un complejo problema técnico y práctico, que debe ser sometido a la construcción y al consenso social.
Pero ineludiblemente es indispensable un sistema electoral distinto al actual, ya que con el actual, solo votamos, pero no elegimos. Las élites históricas corruptas se han servido de esas elecciones para perpetuar su ominosa dominación. Por ello primero hay que legislar un nuevo sistema electoral y de organizaciones políticas, y diseñar un alto tribunal que vigile su funcionamiento, además de una nueva institución que organice y administre las elecciones y supervise las consultas populares. Y esa función, la de legislar ese nuevo sistema, está ahora en manos del actual Congreso.
Para lo descrito anteriormente, como lo enseña la historia de América Latina, se requiere por lo menos una generación de aprendizaje, que eso sí, talvez se inicia ahora.
Después de treinta y seis años de elecciones formalmente libres y transparentes, en las cuales, como ya afirmábamos, el elector vota pero no elige y las élites escogen, no contamos con un sistema electoral y de organizaciones políticas que produzca una representación legítima, plural, diversa y proporcional, capaz de producir una nueva Constitución representativa. Según la Constitución, hay que reformar la Ley Electoral para conseguir esos propósitos y los diputados son los únicos legitimados para ello. La situación prevaleciente y el país imponen urgentemente ese tránsito, el que no es posible recorrer con la rapidez que las circunstancias exigen. Estamos frente a un dilema destructivo.
No basta con indignarse, lo cual implica sufrir una emoción que puede ser pasajera y peligrosamente útil para los poderes oscuros de siempre, responsables de nuestra Historia Inconclusa. Hay que identificar formas de compromiso permanente y conciencia personal crítica, bajo diferentes formas de organización: grupos de reflexión, redes mediáticas, organizaciones ciudadanas celulares con liderazgos novedosos. No hacer nada o solamente lamentarse o derramar bilis nos conduce a un abismo, que no podemos imaginar. Venezuela es una sombra de lo que puede ocurrirnos. Urge construir ciudadanía políticamente consciente, participativa y comprometida con el futuro.
El desafío es de todos, pero especialmente de los más jóvenes. Los sesenteros fuimos más conscientes y más comprometidos y a pesar de ello, debemos reconocerlo, fracasamos en el empeño por construir un país más humano y más justo. Los jóvenes no deben repetir este fracaso.
Ricardo Gómez Gálvez

Político de vocación y de carrera. Cuarenta años de pertenencia al extinto partido Democracia Cristiana Guatemalteca. Consultor político para programas y proyectos de la cooperación internacional y para instituciones del Estado.
0 Commentarios
Dejar un comentario