Mónica Albizúrez | Arte/cultura / INTERLINEADOS
Es famosa la frase «una imagen dice más que mil palabras», porque las imágenes son inmediatamente legibles y porque nos movemos en una cultura visual. De ahí que las imágenes tengan un poder de convocatoria, de identificación colectiva y también de marcar los límites de la propia identidad. Los constantes selfies, por ejemplo, conllevan una necesidad de afirmar una imagen frente a mí mismo y luego frente a los demás. Los emojis refuerzan los mensajes que enviamos por WhatsApp o simplemente los reemplazan. Las fotografías en Instagram perfilan paisajes de un postor atento a captar los momentos y los objetos que den cuentan de una narrativa propia para comunicarla a los otros. Así podemos seguir.
En los últimos días, en Guatemala se ha producido una secuencia de imágenes. La primera imagen tuvo lugar el viernes 31 de agosto, cuando el presidente de Guatemala, asediado por las culpas de la corrupción, dio un mensaje en el Palacio Nacional: no renovará el mandato de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala. Reacio a explicar las acusaciones que sobre él pesan, el presidente Morales armó una escenografía que apeló al autoritarismo y a la fuerza para rematar lo que ha sido una constante: deslegitimar a aquella Comisión. Hay que recordar que, gracias a esa Comisión, la llamada Cicig, el famoso caso de la línea pudo conocerse y, con ello, el saqueo que el gobierno de Pérez Molina hizo de los recursos públicos.
Para transmitir el mensaje a la población, el presidente Morales y sus asesores eligieron los escalones del Salón de las Banderas en el Palacio Nacional. Dichos escalones estuvieron copados por el alto mando militar. La foto era intercambiable con las que sirvieron para comunicar golpes de Estado en la década de los ochenta. Las tonalidades de verde olivo y gamas de café soltaban una visión arcaica e impositiva del poder. La ministra de Relaciones Exteriores, única mujer en esa foto claramente masculinista, se enfundó una chaqueta de flores entre oro, café y amarillo para mimetizarse en el color de la guerra. Las fisonomías de los jefes militares daban cuenta de lo que ha sido históricamente la extracción social del Ejército: estratos populares y clases medias. En el medio, un presidente empequeñecido y terriblemente irresponsable, que parecía estar interpretando en prime time la obra: no me sacan del poder. Su mensaje, al final, viró en un sentido accidentado: «Nuestro Gobierno y Guatemala creen en la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer». Estas palabras fueron la bisagra para la segunda imagen.
En efecto, el domingo 2 de septiembre, en horas de la tarde, se producía una multitudinaria manifestación con el eslógan «Guate por la vida y la familia», convocada semanas antes, como reacción a dos anteproyectos de ley, claramente sin posibilidades de prosperar en el trámite legislativo, la Ley de protección integral, acceso a la justicia, reparación digna y transformadora a las niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual, explotación sexual y trata de personas, y la Ley de identidad de género.
Cuestión fundamental en la convocatoria de aquella manifestación: rechazar públicamente el aborto y cualquier entendimiento de la familia afuera de la definición emitida por Jimmy Morales, 48 horas antes. La convocatoria, que estuvo a cargo de distintas iglesias, abrió paso a una imagen en donde se imponían el blanco y azul, colores de la patria y colores que evocan la paz, ya sea en vestidos, carteles y globos. La atmósfera entusiasta a kermesse de colegio católico o a un baby shower se colaba en las calles. Fue masiva la manifestación y la plaza fue entonces la evidencia de la heterogeneidad religiosa guatemalteca amalgamada en un único discurso. Desde la presencia de Zury Ríos, hija del pastor-dictador Efraín Ríos Montt, ligada a iglesias de origen neopentecostal, hasta obispos de la Iglesia católica. La Conferencia Episcopal de esta última, 24 horas antes de la manifestación, advirtió que desautorizaba expresamente cualquier manipulación de la marcha para intereses partidarios o sectoriales. No importaba ya a esas alturas autorizar o desautorizar, la narrativa de las dos imágenes se concretaba.
Después de esta segunda imagen, las otras intermedias, como protestas puntuales contra la decisión de Morales, quedaron arrinconadas a un segundo plano. La propia imagen militarista de Morales quedó eclipsada.
Vino la lucha de cifras por ver qué protesta tuvo más participantes, si la protesta contra Pérez Molina en 2015 o la protesta en contra de este gobierno en 2017 o la marcha «Guate por la vida y la familia». Un usuario de Twiter, Diego Velásquez, acudió a la memoria histórica y contextualizó: 1977: mineros de Ixtahuacán (demanda laboral, política), ca. 150 000; 2. 1980: trabajadores de la caña (demanda laboral, política), ca. 100 000; 3. 1982: venida del Papa (religiosa), ca. 500 000; 4. 1996: venida del Papa (religiosa), ca. 500 000.
Vinieron entonces las palabras disputándose la interpretación de las imágenes. Como este artículo, como esta escribiente que cree hoy más que nunca en la necesidad de un Estado laico que respete las sensibilidades religiosas, pero laico al fin, en la importancia de la racionalidad, en el poder del amor que para mí es plural y en encontrar vías políticas para seguir la lucha contra la corrupción, esa que destruye la vida en Guatemala. En esa lucha deben caer los pequeños y grandes corruptores, los sinvergüenzas que se manejan en la sombra.
Personalmente, en la catedral, en donde la Iglesia católica, con motivo de la marcha, colgó las imágenes de dos fetos, yo hubiera deseado armar un collage. Con esas imágenes, otras superpuestas: niñas embarazadas, niños desnutridos, niños en escuelas más que precarias, niños trabajadores, niños migrantes en cárceles. Entonces, «Guate por la vida» hubiera tenido más sentido.
Imagen proporcionada por Mónica Albizúrez.
Mónica Albizúrez

Es doctora en Literatura y abogada. Se dedica a la enseñanza del español y de las literaturas latinoamericanas. Reside en Hamburgo. Vive entre Hamburgo y Guatemala. El movimiento entre territorios, lenguas y disciplinas ha sido una coordenada de su vida.
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