-Diego de León Sagot | PUERTAS ABIERTAS–
Este año conmemoramos 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, 30 artículos que, en palabras simples, buscan un doble propósito: garantizar la dignidad plena de cada individuo y evitar que las atrocidades del pasado, sobre todo las de la Segunda Guerra Mundial, se repitan.
Desde su adopción el 10 de diciembre de 1948 hasta la fecha, hemos sido testigos de un desarrollo normativo y procedimental extraordinario en el campo de los derechos humanos. Este avance constante, intermitente, ha sido posible, en gran medida, por la enorme capacidad de múltiples actores en todas partes del mundo de buscar constantemente la ampliación del catálogo de derechos humanos. Entre ellos, incontables expertos, académicos, periodistas, organizaciones no gubernamentales, movimientos sociales, y también, porque los hay, valiosos operadores de los Estados.
A eso le llamo la persuasión por los derechos humanos. Sin esa enorme capacidad de tantos de inducir, de hacer avanzar con argumentos, de exigir más y más derechos, no habríamos llegado hasta donde hemos llegado. Todos ellos son los que verdaderamente se merecen el título de defensores de derechos humanos.
¿Cuál ha sido el impacto de tal persuasión? Siete décadas después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de esos enunciados de principios, contamos ahora, grosso modo, con nueve convenios internacionales principales en materia de derechos humanos, nueve protocolos facultativos que emanan de algunos de esos convenios, y una cantidad similar de órganos de expertos encargados de velar por el cumplimiento de las disposiciones en ellos contenidas, lo que en la jerga del derecho internacional de los derechos humanos se llaman los mecanismos convencionales.
En complemento, existen actualmente 44 mecanismos temáticos y 12 mecanismos de país creados por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, máximo órgano intergubernamental en la materia. A estos se les llama los mecanismos extraconvencionales, es decir, instrumentos que no emanan de las convenciones, sino que son creados por los 47 Estados que integran el Consejo. Y desde 2006, el sistema de derechos humanos de la ONU cuenta con el Examen Periódico Universal, mecanismo político adscrito también a dicho órgano intergubernamental, a través del cual los Estados pasan revisión de su situación de derechos humanos, de forma cíclica cada cuatro años.
En el plano regional, cada sistema de derechos humanos –por ejemplo, el Sistema Interamericano con sus dos instancias, la Comisión y la Corte– ha creado sus propios marcos normativos y sus mecanismos ad hoc (ocuparíamos muchas líneas enunciándolos), los cuales adhieren a la jurisprudencia global en materia de derechos humanos.
En el plano nacional, casi todos los países del mundo integran en sus marcos constitucionales los principios establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aunque los resabios puedan ser importantes: algunos Estados son mucho más restrictivos en cuestiones relativas a los derechos civiles y políticos, otros en asuntos de derechos económicos, sociales y culturales, y otros en todos. La mayoría le da preminencia al derecho internacional de los derechos humanos sobre el ordenamiento interno, como es el caso de Guatemala; la minoría predica lo contrario.
Lo que podemos afirmar con toda certeza es que los derechos humanos han estado, están y seguirán estando en constante desarrollo, porque la sociedad y el avance de la misma lo requieren; en esa misma proporción, siempre será una constante la exigencia de múltiples y diferenciados actores por mayores garantías y mejores mecanismos de protección de los derechos humanos.
Ejemplo de ello es ahora la discusión sobre los derechos humanos y el avance tecnológico. Hace setenta años era improbable crear un marco normativo sobre los desafíos que imponen las nuevas tecnologías de la comunicación; ahora es necesario un desarrollo específico al respecto, que garantice la seguridad y la dignidad de cada individuo en el mundo virtual.
Por consiguiente, debemos seguir siempre en la ruta de exigir más y mejor protección de nuestros derechos fundamentales, en la medida que surjan nuevas y poderosas amenazas a la dignidad humana.
De la normatividad, la política y la práctica de los derechos humanos
El desafío frente al extraordinario desarrollo normativo radica en su implementación, y el principal riesgo en la incapacidad sistémica operacional de los Estados para hacer valer esa normatividad, tanto en contextos nacionales como en el ámbito internacional.
En la misma proporción que hay una brecha muchas veces enorme entre los textos y la realidad, así hay una inagotable e irrenunciable tensión entre quienes promueven los derechos humanos, su reconocimiento y su ampliación, y quienes se reniegan a hacerlo, tensión que cae inevitablemente en el campo de la política.
Es ahí donde se reconoce la voluntad de los actores políticos, sobre todo de quienes están en posiciones de poder, de avanzar, quedarse estancados, o retroceder. Es ahí donde se cristalizan las estrategias de los grupos de poder, formales y fácticos, para definir el alcance de los derechos en el plano de la práctica y la aplicabilidad; también las de los grupos de presión, como gremios, organizaciones no gubernamentales, y otras expresiones sociales y políticas, que pretenden influir. Es en ese espacio de tensión, en ese campo de batalla, donde tiene lugar la verdadera incidencia por los derechos humanos.
En tal esfuerzo, ya no se trata solo de persuasión, aunque sigue siendo fundamental. También se trata de resiliencia, resistencia, fortaleza, riesgo, por parte de aquellos que exigen y exigen que se aplique y desarrolle la normativa que hemos decidido adoptar como país, como sociedad, muchas veces siendo objeto de escarnio público bajo la falsa y perniciosa premisa de que «los derechos humanos solo protegen a los delincuentes».
Por el otro lado, los grupos más conservadores ponen en práctica estrategias maliciosas –como la desinformación, las calumnias, la incitación al odio, etcétera– para refrenar ese proceso de exigencia, reconocimiento, garantía, protección y defensa de derechos humanos; para evitar la ampliación del catálogo de derechos, de preservar los beneficios de unos en detrimento de otros, de categorizar a distintos tipos de personas, creando ciudadanos de primera, segunda, tercera o cuarta categoría. Es en ese marco en el que la brecha entre normatividad y práctica se manifiesta; y lamentablemente, es en ese marco en el que la arbitrariedad, las injusticias y los daños irreparables a la dignidad humana cobran fuerza.
Guatemala y siete décadas de derechos humanos
La historia del país en las últimas siete décadas puede también verse a través del prisma del desarrollo de los derechos humanos. Las batallas en Guatemala por garantizar, proteger y respetar derechos fundamentales a mediados de la década de 1940 tuvieron clara consonancia con los acontecimientos, dinámicas y procesos que tomaron forma en el plano internacional después de la Segunda Guerra Mundial. La primavera democrática entre 1944 y 1954 se vio interrumpida por la Guerra Fría, la implantación del concepto de la seguridad nacional, el control del Estado sobre sus ciudadanos y el cierre con violencia de espacios políticos y ciudadanos. Todo ello nos empujó como país a un conflicto armado de más de tres décadas. El costo humano fue devastador.
Con la caída del Muro de Berlín y la instauración del modelo neoliberal, la batalla por proteger los derechos económicos, sociales y culturales tomó fuerza en el plano internacional, pero también en Guatemala. Los Acuerdos de Paz, firmados en 1996, constituyen un claro ejemplo de la ruta que se trazó para intentar enderezar el país, no solo en lo que respecta al ejercicio político y ciudadano, sino además para hacer frente a la pobreza y pobreza extrema, exclusión, marginación, racismo, etcétera. Todos enunciados en los principales instrumentos de derechos humanos.
En las últimas dos décadas, al tenor del avance de la globalización y de la economía mundial, la batalla se ha extendido al campo de la actividad de las empresas y su impacto en los derechos humanos, principalmente en lo que respecta a los derechos colectivos de los pueblos indígenas. La penetración intensa de corporaciones multinacionales, sobre todo en búsqueda de recursos naturales para su explotación –que en su mayoría se encuentran en áreas habitadas por pueblos indígenas–, ha generado conflictos que exigen desarrollos importantes de los marcos normativos, tanto a nivel internacional como nacional; pero también un papel central y decisivo del Estado para garantizar, proteger y defender esos derechos.
No es casual que en Naciones Unidas se debata desde entonces sobre los límites y la responsabilidad de las empresas en las violaciones de derechos humanos. El consenso internacional solo ha permitido llegar a la definición de un marco débil, incipiente, pero que sirve por el momento como guía para una discusión más amplia: los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos, adoptados por el Consejo de Derechos Humanos en 2011.
Pero la persuasión de ciertos actores, locales e internacionales, ha motivado a que tome fuerza la discusión sobre un tratado internacional sobre empresas y derechos humanos, que permita transitar de un cuerpo de principios de aplicación voluntaria, a un instrumento con obligatoriedad de cumplimiento, en el que quede asentada la responsabilidad directa de las empresas cuando ocurren violaciones a causa de sus actividades. Posiblemente, en algunos años, tendremos una convención internacional en la materia.
En definitiva, los derechos humanos siempre estarán en constante desarrollo. Aceptarlo o no, comprometerse o no, defenderlos o no, cae de nuevo en ese espacio de la política, en la que la persuasión se convierte en una destreza indefectible. Usted, ¿en cuál de los lados se ubica?
Diego de León Sagot

Guatemalteco, politólogo e internacionalista, periodista acreditado ante la sede de Naciones Unidas en Ginebra, Suiza. Desde hace más de una década sigue in situ los debates y decisiones del sistema de derechos humanos de la ONU, en especial del Consejo de Derechos Humanos y los órganos de supervisión de tratados. Vive en Ginebra, Suiza.
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