La nueva cruzada (II)

Mauricio José Chaulón Vélez | Política y sociedad / PENSAR CRÍTICO, SIEMPRE

Después de que Jerusalén se convirtiera en una ciudad más simbólica que geopolítica, con el acuerdo entre el Sacro Imperio romano germánico y el sultanato ayubí de Egipto en 1229, la cristiandad occidental sostenía la idea de que el Santo Sepulcro estaba bajo control y protección, lo cual le daba prestigio ante sus fieles, y el islam hacía lo propio con el despliegue de sus mezquitas en ella, donde Mahoma había sido elevado a los cielos por el arcángel Jibril (Gabriel) y recibido por Alá para otorgarle versos del Corán. Musulmanes y cristianos administraban Jerusalén o la Al Quds, en árabe «la ciudad santa». Los judíos les resultaban más incómodos a los segundos, por lo que eran los árabes quienes abogaban porque aquellos viviesen en la ciudad. Así había sido en el año 638, cuando se dio la invasión árabe a Jerusalén, pasando los cristianos a ser protegidos por los nuevos colonizadores ante un Imperio bizantino debilitado y los judíos con autorización para quedarse.

No obstante, para la cristiandad, por un lado, y para los judíos ortodoxos por otro, la presencia árabe era el mayor obstáculo estructural y superestructural. Sin embargo, el papado de Roma prefería preocuparse por sus feudos, mientras que el judaísmo se hallaba disperso.

Cuando los turcos conquistaron Bizancio en 1453 y la convirtieron en Istanbul (la actual Estambul), se encendieron las alarmas en Occidente, pero ya no era factible organizar una cruzada hacia el Oriente. Los otomanos estaban muy bien organizados y llevaban adelante una política de expansión en el Magreb, Palestina, Siria y las fronteras con Persia, que era mejor renunciar al desgaste de una guerra en aquel espacio y custodiar las fronteras orientales, habiendo perdido la histórica Constantinopla. Así, en 1517, el creciente Imperio otomano ocupó Jerusalén, iniciando un largo periodo de modernización para la ciudad y un nuevo florecimiento desde el islam.

La cruzada cristiana se enfocó en Europa, y como siempre fue dirigida desde el papado romano. La primera fue la guerra llamada «de reconquista» en la península ibérica, la cual coronó en 1492 con la toma de Granada y la expulsión de los últimos grupos árabes dominantes. Isabel de Castilla y León, y Fernando de Aragón se convertían así en los campeones del catolicismo, puesto que eran los más fieles aliados y operadores del papa de Roma. Por eso, la segunda cruzada en aquel contexto fue la contrarreforma, la cual se caracterizó como la oposición a la reforma protestante dentro del cristianismo. Podríamos hablar de una tercera cruzada, cuyo escenario fue el Nuevo Mundo y otros dominios de ultramar, en la que la Iglesia católica invadió la cultura espiritual-religiosa de los pueblos originarios, con el objetivo de imponer el cristianismo.

La Santa Inquisición funcionó, entonces, como institución de poder jurídico, ideológico, social y cultural, ya que era la guardiana de la hegemonía católica. Las prácticas judías, de religiosidad indígena, musulmanas y protestantes eran perseguidas, juzgadas y condenadas por los tribunales inquisitoriales. Los inquisidores sometían a las más crueles torturas y llevaron a la hoguera a todo aquel y aquella que negaba al Dios católico. Aunque lo mismo estaban haciendo protestantes como Calvino.

La clave de todo esto era económica y política, pero al mismo tiempo ideológico-simbólica: la disputa por el control del conocimiento sobre la religión monoteísta que tenía como base a una misma deidad, porque proviene de la misma región cultural. Y en ese sentido, Jerusalén también se convirtió en una ciudad en disputa.

Su control real, desde el siglo XVI, estaba en manos de los otomanos. Con los turcos, el islam garantizaba su dominio sobre ella. El cristianismo la tenía como un símbolo histórico, pero que su estrategia geopolítica no le permitía reconquistarla. Y el judaísmo estaba muy disperso.

Pero el sentido de Occidente, antisemita y antimusulmán, nunca perdió oportunidad, y la encontró en el sionismo y en la decadencia del Imperio otomano, potencializada en la I Guerra Mundial. Ya no fueron los españoles, antiguos campeones del catolicismo y en completo estado de quiebra al haber perdido todas sus colonias, ni el papado de Roma quienes llevaron adelante la expansión hacia el Oriente, así como tampoco fue Jerusalén el objetivo principal. Fueron los ingleses, como potencia neocolonial, los que lo hicieron. Y en la competencia de alianzas se sumaron los franceses.

En 1914, David Lloyd George, ministro de Hacienda británico, escribió un documento titulado «El destino último de Palestina». En el mismo, apoyaba la idea de ocupar la región a través de alianzas estratégicas con los árabes sunitas de la península, para detener al Imperio otomano y crear un panislamismo conservador. Pero también incluía a los sionistas, a quienes se les asignaba una parte del territorio para concretar su objetivo de formar un Estado en la «tierra prometida» que dice la tradición hebrea. Jerusalén, de nuevo, tomaba importancia, en una nueva cruzada liderada por las nuevas potencias occidentales.


Mauricio José Chaulón Vélez

Historiador, antropólogo social, pensador crítico, comunista de pura cepa y caminante en la cultura popular.

Pensar crítico, siempre

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