La nueva cruzada (I)

Mauricio José Chaulón Vélez | Política y sociedad / PENSAR CRÍTICO, SIEMPRE

En 1095, el papa Urbano II inició las cruzadas de la cristiandad, representándolas contra la infidelidad de musulmanes y judíos. Fueron varias, en un largo periodo, salidas de una naciente Europa que seguía inmersa en sus crisis dentro la transformación que significó la caída del Imperio romano de occidente y las disputas de poder entre los distintos pueblos y clases sociales. En aquel contexto, la avanzada árabe desde la península, conocida como la Hégira, había logrado desde el siglo VII de nuestra era colonizar un amplio espacio de territorio en el norte de África y a través de esta ruta llegar hasta la península ibérica, de antigua posesión romana. Se instalaba de forma paulatina un feudalismo que continuaba teniendo muchos elementos del antiguo sistema, y que cinco siglos después del año 476, entremezclaba lo romano y lo germánico, como bases estructurales e históricas del poder al cual se subió muy convenientemente el cristianismo.

Los cruzados fueron representados como héroes, mártires y en algunos casos hasta santos. Se hablaba de la recuperación del Santo Sepulcro, como objetivo principal. Y fueron surgiendo mitos, leyendas y distintas historias en el devenir del proceso. La literatura de caballería se enriqueció, sobre todo desde lo popular y el caos de violentos encuentros culturales en las zonas fronterizas más implicadas. Así, el Oriente –visto como tal desde ese paradigma de centralidad occidental, por supuesto– siguió siendo espacio álgido para los intereses occidentales.

Antes de su desmembramiento, el Imperio romano de occidente había construido una arquitectura geopolítica que le permitió sobrevivir. Jugó un papel central en esto el llamado Imperio romano de oriente. La expansión occidental iniciada por Alejandro Magno, rey de Macedonia, trescientos años antes de nuestra era, definió que el denominado Oriente se convirtiese en punto estratégico. Roma continuó con esto, ya que se habían instalado ciudades y se había sometido a pueblos enteros al dominio colonial del continuum grecolatino.

Luego de que el emperador romano Diocleciano, en el siglo III, ampliase los poderes de Bizancio –la ciudad fundada por los griegos como capital de Tracia en el corazón de la cultura otomana–, fue posible para Roma asegurarse buena parte del control de aquella región. Fue así como Constantino, quien le cedió estratégicamente cuotas de poder a los cristianos, refundó Bizancio con el nombre de Nova Roma, en el año 330, y casi de inmediato pasó a llamarse Constantinopla. Por ello, para el cristianismo y los últimos años del Imperio romano de occidente, cuatro ciudades fueron medulares: Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén.

Desde lo económico y político, en estas ciudades se fortaleció la estrategia romana de alejarse lo más posible de la debacle anunciada en el lado occidental y tener las posibilidades de comercio y fuentes de recursos naturales y fuerza de trabajo aseguradas. Las capacidades de negociación de Roma siempre fueron altas. Los expertos cónsules, procónsules y militares crearon una escuela de diplomacia y de imposición política, la cual hoy es un fundamento para el mundo occidental. Los Estados Unidos son un ejemplo. También la siguieron los británicos y los alemanes, entre otros.

En su expansión imperial, Roma negoció una relación clientelar con Judea, cuya capital era Jerusalén. Las convulsiones entre las distintas élites hebraicas fueron dominadas por los romanos y favorecieron que un sector judío administrase el poder en detrimento de Samaria, la otra ciudad capital pero de los llamados israelitas. Por eso es que Jerusalén se heredó como ciudad geopolítica para los intereses de los nuevos grupos de poder durante la cristiandad. Sin embargo, su importancia fue mayormente simbólica, aunque no se demerita lo económico y político. Eso sí, frente a Constantinopla, Antioquía o Alejandría, Jerusalén quedaba por debajo. Su posición geográfica y su carácter simbólico la representaron como un trofeo, y en realidad fue un botín. Entre 1099 y 1229, se creó el Reino de Jerusalén, siendo los francos sus administradores. En 1187, Saladino encabezó la nueva ocupación musulmana, a la cabeza de la dinastía ayubí, por lo que se logró que en la Sexta Cruzada (1229) se negociase que Jerusalén también fuese administrada por los cristianos, en un acuerdo entre Federico II, sacro emperador romano germánico, y el sultán ayubí de Egipto Al-Kamil.

¿Y los judíos en todo esto? Fueron perdiendo su influencia política, económica y social en Jerusalén desde la gran derrota del año 70, frente a las fuerzas de ocupación romanas. La ofensiva de Tito, para evitar que la colonización de Roma fuese obstaculizada, generó una gran diáspora que no se detuvo hasta la modernidad capitalista. Pero su invento de Jerusalén como capital «eterna», basándose en la tradición y en la guerra, para algunos se mantuvo y para otros perdió importancia. David se la había arrebatado a los jebuseos, 1000 años antes de Cristo, pero nada más, no se fundó allí el pueblo de Israel ni nada por el estilo.


Mauricio José Chaulón Vélez

Historiador, antropólogo social, pensador crítico, comunista de pura cepa y caminante en la cultura popular.

Pensar crítico, siempre

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