La música de la muerte

Trudy Mercadal | Política y sociedad / TRES PIES AL GATO

La música es muy importante para una gran cantidad de personas a través de las culturas del mundo. A pesar de eso, es algo que a menos que invada nuestro espacio de forma agresiva, rara vez la notamos. De hecho, el efecto de la música en el cerebro se refleja en una tomografía en colores vivos y movimientos vibrantes, aunque no sea algo de lo que estemos siempre conscientes.

Por ejemplo, según algunos estudios, existen pocos placeres comparables al de escuchar una música favorita muy recio en un vehículo en movimiento. Nos lleva a la euforia. Si estamos en el carro propio, elegimos nuestra música favorita. Por el contrario, el ir de pasajeros en el automóvil de otra persona o en transporte público, nos obliga a ejercer la paciencia, al tener que escuchar música que pueda parecernos tediosa o, incluso, detestable. Ante esto hay pocas opciones: 1. ponernos de mal humor y sufrir; 2. tratar de ignorarlo; o 3. tomar una actitud paciente y «»zen y dejarnos llevar por la corriente aural.

Yo detesto el sonido de los comerciales de radio (y sufro), pero en lo que se refiere a la música, opto por la tercera posibilidad.

Hubo una época, hace un par de años, que tuve que estar viajando a Xela a impartir unos cursos. Ante el estrés de tener que conducir mi propio carro de ida y vuelta cada vez que iba, prefería tomar un cómodo bus y leer o dormir todo el camino. Además, soy tan distraída que no hay vez que no me pierda y me tarde horas en reencontrar mi camino. (Tómese esto como metáfora de mi vida entera).

Así pues, el bus. En este, todos estamos sujetos a los gustos radiofónicos del conductor. Así las cosas, debí pasar horas escuchando sermones evangélicos, reguetón, banda, ranchera, grupera, en fin, una amplia gama de géneros favoritos de choferes de bus extraurbano. Podía llevar mis propios audífonos y escuchar música de mi elección, pero siempre paraba recordando los dichosos audífonos demasiado tarde, cuando ya llevaba mínimo una hora de escuchar música cristiana, bachata, norteña o qué se yo. En general, música que yo no habría seleccionado nunca.

Uno de mis descubrimientos más interesantes fue que entre estos géneros de música popular existe una enorme cantidad de música sobre la muerte: «Cuando yo me muera», «El día que me muera», «No me lloren cuando muera», «Si yo muero», y cualquier cantidad de homenajes a padres, madres y amores fallecidos hechos canción. Mi favorita es «Cuando muere una dama» de Jenni Rivera, cantante de banda quien compuso la canción poco antes de morir en un accidente de avión, generando así toda clase de románticas y macabras leyendas al respecto.

Me encanta, en especial, cuando canta sin inhibiciones de todos los amores que disfrutó y le grita a su audiencia: «¡No me lloren, mis plebes!». Por supuesto, la famosa canción se tocó en su grandioso funeral celebrado en Los Ángeles, California.

Como la mayoría de las obras inspiradas en la muerte, estas canciones son más el tema de vida del compositor o compositora, que sobre su muerte. Jenni, en particular, busca dejar la huella de su bota sobre el cuello de todos sus enemigos y regocijarse de los gozos celebrados de cara a la muerte. Por algo uno de sus álbumes más exitosos se llamó Parrandera, rebelde y atrevida. La mayoría de estas canciones en general, entonces, tienen letras como la siguiente, muy popular en varias versiones:

Cuando yo me muera no quiero que lloren
hagan una fiesta con cuetes y flores
que se sirvan vino y me traigan a Los Morales
para que me toquen mis propias canciones.

Son un grito final de vida, un «¡ha muerto el rey, viva el rey!», antes de pasar por el portal que nos lleva a todos al gran vacío, a la dimensión que nos consigna al inevitable olvido eventual, del que no vamos a volver.

Algunas de estas canciones son realmente hermosas en su lírica y su melodía. Además de ser bailables o de ser alegres de cantar (en el bus siempre había quienes las cantaban con la radio), son un último rescoldo de control sobre el comportamiento de otros hacia nosotros después de la muerte: quiero que me entierren en el cerro o bajo el roble, quiero que me quemen cohetes o me lleven rosas, y cosas por el estilo. Son cosas que, seamos realistas, no podremos controlar y tampoco nos van a importar. Sin embargo, ¿qué más humano que querer establecer que fuimos alguien –o que nuestros seres amados lo fueron– y que seremos recordados cuando ya no estemos? ¿Qué más humano que buscar la inmortalidad a sabiendas que hemos de morir? Eso es, después de todo, el impulso que motiva al arte y a las ciencias, y todo lo mejor y más hermoso de la creación humana.

Imagen, «Fandango de calaveras» de José Guadalupe Posada, tomada de Musiques du Monde.

Trudy Mercadal

Investigadora, traductora, escritora y catedrática. Padezco de una curiosidad insaciable. Tras una larga trayectoria de estudios y enseñanza en el extranjero, hice nido en Guatemala. Me gusta la solitud y mi vocación real es leer, los quesos y mi huerta urbana.

Tres pies al gato

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