Matheus Kar | Literatura/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA
Durante un mes el mundo se somete a la ilusión de la paridad. Porque el futbol produce la ficción de las mismas oportunidades, que cualquiera puede ganar. El árbitro produce la ficción del orden. La afición: la ficción de la cercanía, que somos parte de la misma tribu y nos comprendemos. Y, sobre todo, la ficción de igualdad: 11 contra 11, nadie más.
Aquel intrépido 11 que tuvo la oportunidad de levantar la copa más codiciada de los deportes y posicionar a su país en el lente de los más exigentes reflectores, que dejó todo en la cancha, pero al final no se pudo, el balón no entró, por poco lo hace, y no. Los vimos llorar en la cancha, dejar en el engramillado la membrana, y todo por su país, nuestro país. Por un momento sentimos que ellos, los niños mimados de la élite, también perdieron. No obstante, al siguiente día los vemos del brazo de supermodelos comprando en Italia, o corriendo en galvanizados Audis. Cómo no.
Después de un mes, la ficción se acaba. El mecanismo desplazador de nuestras pulsiones se ve obligado a cambiar de objetivo. ¿Hacia dónde dirigir esos sentimientos? ¿Por qué la necesidad de buscar a los demás, la compañía? ¿La unidad?
En 1985, Gustave Le Bon afirmaría que los hombres necesitan permanecer juntos por el beneficio que suscita la unidad: acoplamiento, igualdad, pérdida de responsabilidades y el permiso de realizar todo aquello que en nuestra vida consciente no nos atrevemos. La respuesta a tal acontecimiento recayó, según este, sobre la “sugestión” producida por un caudillo.
En 1908, W. Trotter, al igual que Le Bon, declaró que existe un “instinto gregario” que permite que los hombres se mantengan siempre unidos y busquen a los otros. Como ejemplo, los niños que al nomás dejarlos solos claman y lloran por compañía, sintiéndose “incompletos”.
Sin embargo, en 1921, el psicoanalista vienés Sigmund Freud se tomaría el tiempo de corregirles la plana a los dos anteriores. El fondo académico de Le Bon terminaba con la sugestión. ¿Pero de dónde proviene la sugestión? ¿Qué la provoca? ¿Por qué es tan fácil que sigamos a los líderes, como si tuvieran un poder superior, inaccesible para nosotros los ordinarios? Freud llegó al fondo. La identificación sería uno de los puntos angulares de la psicología de masas. A partir de la identificación, proyección parcial del ideal del yo y el yo ideal, los hombres buscan hombres y mujeres afines a las cuales seguir.
Sobre Trotter, a partir de su ejemplo insostenible de los “niños incompletos”, Freud escribió: «Esta angustia del niño solitario, lejos de ser apaciguada por la aparición de un hombre cualquiera “del rebaño”, es provocada o intensificada por la vista de tales “extraños”». Por otro lado, el instinto gregario no deja lugar alguno para el caudillo.
No es hasta la escuela que el niño empieza a sentir atracción por la horda. Pero es porque ha sido traicionado por los padres (o al menos eso cree el niño) al terminar el narcisismo primario. La escuela da la sensación de justicia, paridad y trato igual para todos. Es la reivindicación del sujeto. Si el niño ya no puede ser la diana de amor de sus padres, al menos puede congeniar en un ambiente donde nadie lo es, donde todos tienen las mismas oportunidades de ser amados.
Todas esas manifestaciones de este orden (de igualdad y justicia) se derivan incontestablemente de la “envidia primitiva”. «Nadie debe querer sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo. La justicia social significa que nos rehusamos a nosotros mismos muchas cosas para que también los demás tengan que renunciar a ellas, o, lo que es lo mismo, no puedan reclamarlas.»
Escandaloso de cualquier manera. ¿O sea que los brotes exagerados de altruismo y empatía no son más que productos de mi narcisismo sublimado?
Al parecer sí. Así como el recargado ímpetu por matar al padre ineficiente Jimmy Morales: envidia primitiva. Luego de matar al padre actual no dudaremos en totemizar a otro sujeto, porque todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo (de un padre que diga amarnos paritariamente).
Los individuos componentes de una masa precisan todavía de la ilusión de un jefe que los ame a todos con amor justo y equitativo. Mientras que el jefe mismo no necesita amar a nadie, pues ha conseguido el amor de toda la tribu: el cristianizado de CR7 o el mesiánico de Messi. A esto se le llama narcisismo secundario, la recuperación del amor perdido.
Digámoslo como es: no buscamos paridad, buscamos ser amados. Y si no se puede, haremos que el resto renuncie a sus privilegios, esos que nos son inaccesibles.
Imagen editada por el autor, tomadas del New York Times ES y Prensa Libre.
Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).
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