-Mario Cardona | NARRATIVA–
Septiembre, 8 de 20…3
¡Lo confieso! Todos los crímenes de los que soy acusado tan descarnadamente, son fundados… yo… ¡sí, yo! Cometí esos cruentos delitos por los que ahora soy perseguido por fuerzas místicas, la justicia supernatural… ellos… sí, ellos quieren pillarme, pero ¿qué podía hacer ante tan abominable visión? Yo soy una víctima de las circunstancias… ¡sí, eso! ¡Víctima! ¡Ay de mí, si supieran mis monstruosos perseguidores cuanto amé con beatitud a mi Elena, cuán perenne era mi cariño por esa diosa! Así supieran lo difícil que fue para mí hacer lo que hice […]
Febrero, 4 de 20…1
Aquella mañana de cuaresma, cuando el sol penetraba hondo en mi organismo, con ese calor tan sofocante, que mi cuerpo sentía desfallecerse, tuve un encuentro con un ser mágico, con una criatura espléndida. Nuestros caminos se cruzaron, cuando andaba presuroso por las calles de la ciudad, llevaba bajo el brazo mi acostumbrado libro de filosofía y me encaminaba a una de las clases que yo impartiría en breve. Como cosa rara, se me había hecho tarde, y decidí caminar hacia el instituto. Visualizaba bien la clase que hablaría y todo iba como de costumbre en mi embebido delirio, en mis meditaciones y nuevas impresiones a lo que una noche antes había leído en mis polvorientos libracos. Una y otra vez repetía las oraciones en mi cabeza, me gustaba lo conspicuo y ufano que sonaba, ¡una revelación! Comprendía lo que Hegel me quiso decir, unas cuatro veces antes, de las que había repasado previamente, en lecturas áridas. De pronto, sin menor aspaviento, como si todo fuera acorde al orden previamente establecido (se pensará, a razón, que aquí debería de mencionar en mi discurso a dios, pero la verdad es que el dios cristiano no satisface mis respuestas más básicas a mis muchos «por qué») o al orden “natural”, giré mi cuello, y advertí el enorme peligro al que se exponía una jovencita, cuyo descuido me horrorizó: ¡cruzaba la calle, con el semáforo en verde, impelida por sus níveas piernas destapadas con su falda, que apenas si dejaba que diera sus pasos con seguridad! Un camión de carga se desplazaba con vehemencia, como una manada de búfalos, en dirección suya.
– ¡Cuidado!– me oí gritar.
La señorita, descuidada, perdida en su móvil, alzó su mágico cuello y espiando a su alrededor, vislumbró el peligro en el que se encontraba. Ella caminó con más prestancia hacia el otro lado del andén, mientras el camión embestía violentamente el aire y emitía su sórdido y vulgar grito de advertencia. Estaba pasmado, había detenido mi andar, y con los ojos saliéndose de mis órbitas, en una postura como de estatua, la observé por un segundo. Ella, al percatarse de mi intromisión, se sonrió, como una niña que ha sido pillada robando una confitura de la alacena. Grácil inocencia, sonrisa que era una exquisitez…
– Me ha salvado– me dijo, irguiendo su cuello y guardando su artefacto móvil.
– Por suerte– le dije, con cierto acento represivo en mi tono; lo cierto era, que yo era enemigo acérrimo de esos aparatos que tienen de los cojones al mundo ahora–, porque un segundo más tarde u otra distracción que yo hubiese tenido, y usted seguramente no estuviera sosteniendo esta conversación conmigo.
Ella rió con gracia, para mi completa sorpresa. Colocó su mano delicada sobre su boca, de forma graciosa, un gesto que me pareció digno de una dama. Ante tal reacción, me vi obligado a fruncir el ceño y a parecer más rígido, cosa que no ayudó a que ella me tomara en serio. Aún bajo ese hado de sonrisa tan grácil, que sus labios apretados, teñidos por ese carmín rojo fuego, no pude más que reprender ese comportamiento tan desdeñoso por la vida. Reparé en un reproche casi ético –por supuesto, eso era natural para mí–, como si se tratara de todo un tratado. Sin embargo, ella no me quitaba la mirada de encima, una de esas miradas tan tiernas y diáfanas como la de las criaturas afables y bellas que vemos ubicados en los bosques silvestres; a esto le aunaba una mirada vacía de desinterés por lo que yo le decía, como si mis palabras se le resbalaran.
– Fue un momento de descuido– replicó cuando a media oración (al darme cuenta de que era básicamente ignorado) detuve mi ceremonioso soliloquio.
Exhalé. Asentí con debilidad y apretando los labios, con un gesto de pérdida le dije a media voz, que debía de ser más precavida. Este simple comentario pareció estimularla más, y ahora la luz en sus ojos vacíos, pobló su atención y se volcó a otra cosa que no fuera la contemplación de mi rostro. Se mordía los labios, pero me dirigía algunas palabras. Caminamos largo rato, conversando de cosas que yo mismo consideraba que no merecían la pena, empero, en ese estado de éxtasis por observar un bello y cándido rostro, obvié mis tentativas y mi pretenciosidad por hacerme más accesible a ella. Y es que, sí me maravillaba verla: su rostro angélico, sus piernas torneadas, su trasero erguido y duro, sus pechos de la misma manera, que se adivinaban con la blusa que traía pegada al cuerpo como segunda piel, todo… ¡todo! Me maravillaba de ella.
– Me he teñido el pelo pocas veces– me dijo, mientras se asía con sus dedos las puntas de su hermoso pelo, rojo como el fuego, con suntuosa delicadeza, como ufana de su belleza–, pero no estoy segura de seguir con este mismo color…
La conversación era de cierta manera, muy tediosa, pero cuando ella mencionó esto último me percaté que su pelo estaba opacado por la ruin capa de lo artificial; no obstante, me sorprendí, al notar que esto no perdía mi atracción física por aquella hermosa mujer. Al cabo, después de una larga conversación, de temas varios no dignos de mención, me dijo que su nombre era Elena.
Abril, 7 de 20…1
¡No creí que le iba a emocionar casi igual que a mí, mi propia proposición! Yo creí que estaba fuera de lugar, sobre todo, teniendo en cuenta lo poco que llevamos de estar juntos. Pero ¡sí! Ha aceptado desposarse conmigo. Todo en ella me ha enamorado, no soy el mismo hombre que hace unos días, mi felicidad me sobrepasa –sí, he usado la palabra en la que yo mismo, basaba todas mis investigaciones y reflexiones, para desestimar, pero qué se le puede hacer… ¿podré calificarla, ahora, de ser una especie de alucinógeno social, espiritual, sexual, circunstancial…? ¡Ya no sé ni lo que digo! Oficialmente, me he vuelto un imbécil–, solo aguardo ese hermoso momento para celebrar nuestras nupcias…
Abril 8–. No conoceré a sus padres antes o durante las nupcias, en vez de eso, Elena me ha dicho que quiere vivir con sus padres, y, solo hasta ese momento, podré conocerlos.
Abril 29–. Este ha sido un día verdaderamente extraño. Acepté, por mi amada Elena (ahora mi consorte) mudar mis tentativas intelectuales y, sobre todo mis competencias docentes, para el bienestar y comodidad de mi esposa. Pues bien, nos hemos mudado hoy mismo, a una zona boscosa, fría y húmeda que no sabía que existiera, a decir verdad; los árboles son tan altos en este lugar, que la sombra gobierna los bosques, tornándola lúgubre y triste. Sin embargo, para mi sorpresa, he conseguido saber por qué la voluntad de mi cónyuge era residir con sus padres, y es que ellos viven en una especie de castillo, ¡en mi vida creí que vería algo semejante! Además, de que resulta que ella es una dama muy filial, de buenos valores y modales refinados. A la primera impresión, pasmado, advirtiendo todo en derredor sin escandalizar mucho en movimientos bruscos y expresivos, examinaba todo. Pensé en mí, como una especie de vulgar arribista que mantiene relaciones por conveniencias pecuniarias.
El cochero nos llevó hasta el vestíbulo de la enorme edificación, con unos exagerados tintes góticos:
– Pensarás que mi familia tiene gustos altamente extravagantes– comentó mi mujer, con su voz encantadora.
Enmudecido por la opulencia, por la notoria naturaleza de cada rincón al que mi vista había apenas alcanzado, no pude más que sonreírle tímidamente meneando la cabeza, sin responder claramente a su comentario.
– Pero no es realmente gótico –se respondió a sí misma, mientras me miraba con el rabillo de su hermoso ojo de color celeste– , es una invención de mi padre, él es el que tiene gustos peculiares –hizo una pausa– . Es intelectual, como tú– y me sonrió con gracia, algo que me reconfortó.
No quiso mencionar el hecho de que no era como yo, en el sentido económico, pero yo tampoco tenía ánimo para hacer esa aclaración.
– Parece que nos llevaremos bien– repliqué mecánicamente.
Ella asintió con suavidad mientras se sonreía. A continuación, cogió la aldaba y llamó a la puerta con fuerza. Poco después, se abrió la puerta no sin antes antecederle un rechinido grave a la madera. Ahora, llegado a este punto de mi narración, debo decir, que lo que advertí cuando la puerta se abrió me escandalizó hasta el tuétano: un hombre, de una estatura tan estrambótica como monstruosa se nos presentó. Su asquerosa apariencia se complementaba con lo enjuto que era; sin un solo pelo en la cabeza y de piel verdosa, insana. Y, por si fuera poco, su cara estaba horriblemente malformada por el criptoftalmos. Mi amada y bienaventurada esposa, dio un salto y cayó en los largos y descarnados brazos de su padre. Yo, en cambio, aguardé sin decir una palabra.
Poco después del recibimiento, en el cual yo actué de la forma más civilizada que me lo permitía mis despreciativos pensamientos, procedimos a adentrarnos en aquella solitaria e inusual fortificación. Otro suceso inusual del que necesito hablar, es que este castillo es más grande por dentro de lo que aparenta por fuera; de un gusto tan estrafalario arquitectónicamente, pero tan pobremente ornado, que casi hace pensar en esto como una especie de prisión de piedra. Por otro lado, cuando fuimos conducidos a la inmensa estancia, donde se reunían un televisor gigante, pero vetusto y un sillón deshilado y pálido por el uso; entonces me fue presentada la madre de Elena: una mujer tan baja, que bien podría ser llamada una enana sin reparo alguno. De orejas largas y nariz prominente. solo al verla, sentí como si una maza de porquería estuviera atorada en mi garganta. ¡Pero, para mi desgracia, abría otro familiar que todavía no conocía!
Debo decir, que a pesar mío, me comporté a la altura que es menester a la hora de conocer a la familia política. Empero, cuando el último integrante hizo su aparición en el lúgubre y vasto espacio, casi me precipité. Una mujer, de media edad (su hermana mayor), asomó por el lado, donde el espectro de su sombra llenaba el espacio, reduciéndose a cada paso. No obstante, su cuerpo anchuroso, prominente, mórbidamente flácido dramatizó aún más esa sombra que se cernía, e increíblemente llevaba la estancia espaciosa y vacía. Cuando su cuerpo fue bañado por esa luz débil y salpicada, advertí cómo sus exageradas y asquerosas facciones guarnecían de sombra –algo asombrosamente inmundo– a otras partes de su cara gruesa y redonda. Sus pasos eran pausados, trabajosos y sobre todo, lentos.
– Es un gusto– dijo, a guisa de presentación, aquel ruin fenómeno.
Entretanto, su cuerpo apareció ante la luz artificial. Su mórbidamente voluminoso cuerpo, me impresionó al advertirlo con más cercanía. Su pelo era rubicundo, demasiado grueso y le bañaba grotescamente la cabeza y el escaso cuello que la separaba del sebo que era el resto de ella. Llevaba un macabro vestido floreado, de colores, y sus pies, que parecían estar descalzos, eran sostenidos por un par de sandalias que habían perdido sus soportes, bien a la fuerza o fueron cortadas con ese propósito, estas se adivinaban a los bordes de los enormes pies de la mujer.
Todos se saludaron de la manera más cariñosa y filial que nunca había visto en mi vida. Después de sostener una conversación de introducción, fue mi turno de hacer el saludo oficial a esos monstruosos seres. ¡Qué hipocresía la mía! No sentí empatía alguna, sino todo lo contrario: aprensión y asco. Pienso que será insoportable mi estadía en este lugar.
Junio 2–. La peste es cada vez más insufrible. Mi angustia me sobrepasa. Cada vez que estoy con alguno de mis familiares políticos, con su sola presencia, pierdo la paciencia, la tranquilidad y mi escasa mesura. Me he aferrado a mis buenas costumbres, pero con cada día todo pierde el sentido. Como he dicho antes, estos viles seres, despiden una peste particular, nauseabunda: una mezcla entre pescado seco y gato muerto… ¡ah! Y un olor lejano a ajo. ¡Desagradable, enloquecedor! ¿De dónde habrá salido mi mujer? Es obvio que no tiene parentesco alguno con estas horribles humanidades. Me he autocensurado, en todo aspecto, pero cada vez pierdo mi cordura un poco más.
Noviembre, 4 de 20…2
No podemos vivir con esos monstruos. Ni ella ni yo. Cada vez que los veo, estoy más y más seguro que son insectos, ¡repugnantes insectos! Mi mujer no lo ha percibido, pero yo sí. Sus ojos siniestros, sus caras deformes y su olor mugriento los delata. Nadie… nadie… nadie… nadie… nadie puede ser tan infame a la vista. ¿Serán criaturas terrestres? No lo sé, pero tal vez se intenten deshacer de nosotros. Tal vez, a mi mujer pudieron hechizarla con alguna pócima, ¡pero no me engañan a mí! Hemos vivido aquí ya mucho tiempo. Todo es muy extraño en ellos, sí… han tenido tiempo, tiempo de sobra para sus intrigas. Pero no harán nada, si yo les acabo primero. Defenderé la vida de mi esposa y la mía. No son humanos, nunca lo han sido. ¡Les daré muerte a todos!
Noviembre 9–. ¡Lo he logrado! Me he deshecho de uno. El padre –o lo que decía ser el padre–, confirmó mis temores. Antes de hacer lo que hice, lo estuve siguiendo en todos sus quehaceres diarios. Mi espionaje no fue árido, sino que al contrario pude advertir sus rarezas. Esta información que recabé, pudo excitar mis fantasías e idear una traición que le quitaría el aliento para siempre. Primero, con horror, pude ver que, en efecto, aquel hombre no era normal, y más que eso, era una criatura sobrenatural y demoniaca; cuán impresionado me sentí al advertir, como de las cuencas de sus ojos emanaban sus globos oculares sostenidos por unos asquerosos y horridos tentáculos ópticos. Esa lentitud propia de otras criaturas asquerosas al ojo humano: las babosas. Además, su cama estaba cubierta por grotesca mucosidad, transparente.
Sabido esto, me agencié de varios sacos llenos de sal. Preservé la calma, para no levantar sospechas de mis intrigas dentro de la casa. Actuaba natural en cada intervención que tenía con Elena y con mis enemigos; ninguno sospechaba la prodición que preparaba ávidamente. A su vez, me memoricé su rutina y sus eventualidades; tengo una libreta, donde día con día escribía mis observaciones, hasta que por fin, hoy me sentí preparado para realizar mi proeza.
Sus padres dormían en alcobas contiguas, pero separadas por una pared que hacía oportuna mi obra. Así que mientras dormían, me escabullí dentro de la habitación del monstruo, aseguré con el pestillo, y, a continuación le suministré un narcótico que me aseguraba por lo menos la inmovilidad del padre. Con cautela, saqué del escondite los sacos que había guardado con anterioridad y con la ayuda de mi espíritu y el vigor de mi cuerpo pude colocarlos alrededor de la cama donde estaba tumbado. Cuando coloqué el último saco y la cama se sacudió, este hombre entreabrió los ojos tímidamente. Hecho esto, no perdí tiempo y saqué mi navaja; el último saco que había colocado, estaba cerca de su cabeza deformada. Enterré pues, la navaja en el saco e hice un corte hacia abajo; en el acto, los granos de sal comenzaron a salir en todas direcciones, empero, no me detuve en ese momento, pues tras ver cómo su cabeza se hundía bajo la pila creciente de sal, me volví hacia los demás sacos, puestos en puntos estratégicos alrededor de su largo y escuálido cuerpo. Una vez hecho esto, la sal cubrió el cuerpo vivo del extraño hombre. A continuación, escuché una viscosidad provenir de entre la capa de sal que le cubría, a esto se le aunaba a los gritos ahogados que emitía, aquel ruin individuo que agonizaba. La osmosis hacía lo suyo mientras mis labios se curvaban para formar una media luna. ¡El delirio del éxito y el sufrimiento patrocinado por mis manos impías!
Al cabo, cuando sus gritos cesaron y ya la sal estaba completamente mojada, me animé a cavar con mis manos, dentro de la montaña de sal. Lo que descubrí me satisfizo del todo: su cráneo vacío, cubierto por una pegajosa capa de una especie de piel viscosa, de color verde brillante se develó ante mí. En seguida, noté que un gas comenzaba a manar de la montaña de sal mojada. La peste pronto se tornó tan aguda, que vomité sobre mi camisa; pero no permitiría que ese ambiente virulento quitara brillo a mi conquista. Por lo tanto, procedí a coger el cráneo de las cuencas vacías, y lo saqué, no sin un poco de dificultad. Sentí un horror nauseabundo, que se compensó con la noción de victoria. Un pensamiento subió con premura hasta mi cabeza: «¡la guerra ha comenzado!».
Noviembre, 17–. Elena lleva ocho días de reclusión voluntaria. No ha querido salir de la alcoba, ni siquiera para comer. No quiere tener contacto ni conmigo ni con nadie. Lo único que me ha querido decir, detrás de la puerta, ha sido: «¡tráeme a mi padre!»; le he dicho a ella y a las demás miembros de la casa, que él decidió viajar por unos asuntos que no me dejó del todo claros. La noticia, como es natural, fue recibida con mucha sorpresa, porque de hecho, él era un ermitaño. He limpiado bien mis huellas, para que no se sepa de mi ataque hasta que no sea demasiado tarde, o quizás, si todo va bien, nunca sea descubierto.
Noviembre, 29–. El fruto de mi trabajo ha rendido nuevamente sus cuentas. Tras días de mucha preparación logística, he logrado deshacerme de la otra monstruosa criatura. Lo que decía ser su madre ha dejado de existir. A ella la cogí, después de suministrarle un alucinógeno, y la até de pies y manos. La enana quedó colgando en la habitación contigua, a la de su marido extinto. Até su cabeza, de la coronilla, para que la misma tuviera el menor movimiento posible. Cogí el hacha que había sacado del sótano y la embestí con ella. El corte fue espléndido y sin dilación. La cabeza salió despedida hacia afuera, pero como estaba atada, cual balón rebotó contra la pared y regresó con vehementes sacudidas, hasta convertirse en un ir y venir que perdía fuerza. Su cuerpo, atado formando una estrella quedó paralizado, salvo por los impulsos que apenas emitía de cuando en cuando.
De repente, de su cuello cercenado, comenzó a salir un parásito, que se sacudía hacia todos lados. Esto hizo que me asqueara profundamente, sin embargo, no dejé que esa perturbadora visión me intimidara, y, sosteniendo el hacha (con el filo machado de una sangre un poco viscosa y de un rojo bastante opaco) embestí al parásito hasta convertirlo en varios pedazos esparcidos por la habitación.
Noviembre, 30–. Elena está devastada. He hecho una entrada muy rápida a nuestra alcoba –no me dejó quedarme más tiempo–, y en la oscuridad imperante, en el medio de sus desgarradores sollozos, me ha confesado que está perdiendo el pelo, y sus pelo brillante y rubio se ha vuelto uno turbio y negro. La he advertido apenas, y su cabeza está repleta de hoyos, pues sus mechones se caen de la nada, aparentemente. Mi mujer sufre de las más amargas desgracias y estoy seguro que sé por qué. ¡La venganza caerá sobre el último miembro monstruoso y hechicero de la insólita familia!
– ¡Mi madre sabe cómo curarme!– me ha gritado Elena. Mas, ella no sabe, que su madre a lo mejor desapareció mucho tiempo atrás.
Diciembre, 1–. A la supuesta hermana de mi mujer, la he traído con audacia y ardides hasta el sótano del castillo. Después de darle de comer, igual que a un perro grasoso, le he suministrado una dosis de la misma droga que usé para diezmarles las fuerzas y el vigor a sus padres, para imposibilitarlos. Una vez hecho esto, procedí a mover su pesadez hasta arrojarla en donde me convenía. Su cuerpo laxo, apenas podía emitir unos cuantos gemidos tímidos, mientras movía sus gelatinosas extremidades con una lentitud (antes de dejarse caer) devastadora. Frente a ella, estaba una vieja pared de piedra. La descubrí en una de mis escapatorias de esa casa de locos, y, me percaté de lo inestable que se encontraba. Pues bien, hecho esto, me posicioné de tal forma que pudiera empujar la pared posada pero inestable, para que esta le cayera encima a ella. Al percatarse de mis voluntades, sus gemidos se hicieron más pertinaces y agudos, pero todos inservibles.
Con mis palmas extendidas me incliné para comenzar con mi empresa: usé todo mi peso también, para ejercer una mayor presión sobre la pared ruinosa. Cuando una perla de sudor rodó por mi frente hasta mi nariz, y la gota se detuvo en la punta, sentí cómo se desprendía esta. Entusiasmado por mi aparente logro, me decidí a ejercer más fuerza aún; grité con coraje, como una fiera, y, echándole aún más mi peso, logré que el peso que antes se me resistía, ahora se convirtiera una potencia en mi favor. Un último movimiento bastó para que bailara sobre los aires, antes de desplomársele encima a mi enemiga. Una nube de polvo llenó de inmediato el espacio. Los escombros llenaban el ambiente, y solo la punta de su barriga asquerosa, se pronunciaba, o tímidamente sobresalía de los escombros. Ni un gemido más, aquella gorda insufrible había cesado de existir.
De improviso, mi mujer comenzó a proferir amargos alaridos, como si se le estuviera torturando. Yo me sobresalté. Pensé que la habían apresado o algo por el estilo, y subí precipitándome hasta su alcoba. Mi imaginación me hacía horrorizarme con cada posibilidad que esta me figuraba en la mente, mientras aún no alcanzaba mi meta. Al llegar a la puerta, comencé a golpearla con desesperación, pero mi mujer muy a pesar de mis gritos de ayuda, no parecía escucharme. Sus sórdidos alaridos, eran muy parecidos a los de un niño recién nacido que ha perdido a su madre; tan desgarradores, que más tarde se convertían en un agudo llanto de desesperación. Me ha tocado dormir al pie de su puerta, mientras sus desgarradores gritos se han convertido en tímidos e intermitentes sollozos.
Tal parece que ella puede sentir mi presencia, porque cuando fui a deshacerme de mi última rival (en la fosa común, con los demás cuerpos de los monstruos), me preguntó que porqué me había ido tanto tiempo. No supe que responderle en el acto, así que le dije que no importara nada, la amaría siempre. Esto ha parecido calmarle. Ahora sí, puedo decir que viviremos como una pareja feliz.
Diciembre, 7–. ¡La he asesinado! ¡Le he dado muerte! ¡No pude resistir su monstruosidad! ¡Ay, quién diría que aquella mujer tan virtuosa, tan exonerada de fealdad y mansedumbre, pudiera caer en las garras de podredumbre y la asquerosidad!
Hace un día, cuando todavía la tragedia no se había producido –pero la enfermedad ya la había profanado–, mientras aguardaba al pie de la puerta de la alcoba de mi mujer, sentí una ráfaga y me sentí más liberado. Al levantarme, como un autómata, me acerqué al postigo. Giré la perilla y para mi sorpresa abrí la puerta. Mi consorte seguía sollozando. Cuando el rechinar anunció mi intromisión, mi esposa comenzó a advertirme que no diera un paso más. No hice caso a sus advertencias y seguí mi paso, hasta franquear buena parte de la oscurecida habitación.
Pronto la advertí, sentada en la horilla inferior; estaba desnuda, su pelo (ennegrecido) cubierto de huecos estaba, a tal punto que podía advertir su cabeza calva en algunos pedazos.
– ¡No te acerques más, si no quieres ser partícipe de mi ruina!
No obedecí esta disposición y continué a paso lento.
– Ya nada podrá hacerte daño, amor mío– le dije para calmar sus ánimos abatidos.
A un metro de distancia, ella se paró. Me hizo la siguiente pregunta: «¿cuánto soporta tu amor?», yo no supe qué decir, pero la observé levantarse. Una luz opaca (más tarde me di cuenta, que esa salvaje había arruinado todo el alumbrado artificial de la habitación), parpadeó unos instantes. De inmediato, reconocí una joroba. Y, cuando se volvió hacia mí, ¡ay!, observé su funesta apariencia: su cráneo deformado estaba, sus labios estaban partidos, su piel era avejentada y amarillenta, pero lo que más me impresionó, fue advertir su único ojo en el medio de su frente amplia e irregular. ¡Una aparición espectral, una cíclope! Mi impresión fue tan fatal, que con un grito caí al suelo, para luego de levantarme, salir a la cocina y coger un cuchillo…
Después, volví a la alcoba, donde no podía salir, y la arremetí salvajemente hasta que dejé todo teñido con su sangre. Sin más, eché su cuerpo con el resto de su putrefacta familia y lloré mi amarga traición.
Enero, 2 de 20…3
¡No puedo salir de este maldito castillo! He probado todo: salir por la puerta principal, quebrar una ventana y arrojarme fuera, pero nada funciona ¡nada! Empero el horror cobró sentido, cuando el otro día, hallé esta carta:
La belleza angélica de Elena depende enteramente de la fealdad deformada de sus parientes. Al uno de estos morir, esta se le restará. ¡Esta es mi voluntad! La maldición de unos, es la virtud y gracia de los otros.
¡Ay! Esto me condena e incrimina, sobre los crímenes más atroces e infames. He dado muerte a unos seres malditos, y con ello he maldecido a mi propia mujer… pero eso no explica por qué estoy atrapado perennemente en este edificio perverso. Creí haber salido un par de veces, incluso durante días y meses; pero luego, sus muros se burlaron de mí, cuando al alba, un día en la alcoba, cobijado con las sábanas impregnadas de la sangre de Elena, yo me hallé. Pero esto no ha sido lo peor, ya que he visto sombras oscuras que me siguen por los pasillos negruzcos; he escuchado voces diseminarse en mi oído, como ¡un tumulto de maldiciones infernales!
Febrero, 28–. No duermo dos noches seguidas en la misma alcoba, ya que me pueden hallar. En vez de eso, antes del crepúsculo, busco refugio (¡sí, como si habitara en un ambiente de guerra!) en uno distinto. Escucho sus pisadas a deshoras de la noche, buscándome. A veces escucho que me llaman o siento su aliento penetrando en mi oído. ¡Algún día me encontrarán, algún día me encontrarán!
Mayo, 5–. Ya no hay comida. Desde hace unos días que las provisiones –de las que me abastecía yendo a la alacena, todos los días–, se han terminado. En el sótano, inmenso, mohoso, húmedo y frío, solo quedan barriles de vino. He decidido no comer ciertos alimentos, de descubrimiento «oportuno», porque tengo la sospecha que pudieron ser envenenados con algún narcótico que me inmovilice. Ahora, mi dieta se basa en las ratas que puedo cazar.
Agosto, 5–. ¡Es infranqueable esta magia siniestra! Simplemente no puedo abandonar el recinto. Lo peor ha sido que he revelado ciertos parámetros de mi bagaje. He creído ver una sombra cadavérica que se volvió hacia mí; pude escapar con suerte, pero es evidente que me han pillado. ¡Dios mío, me han pillado!
Septiembre, 8 de 20…3
[…] pero no es fácil disculpar a un criminal, y menos de mi calaña. ¡Todo ha terminado! Mi tiempo de exilio, de anonimato se ha esfumado. Eché por tierra mis esperanzas de vida, por una insignificancia. ¡Están golpeando a mi puerta! Dios de los cielos, así como perdonaste a Dimas por sus fechorías, así perdóname a mí por todos mis delitos… ¡ay, ya no queda más tiempo! ¡Saben que estoy aquí! ¡Quieren vengarse de mí! ¡Oh, sus voces, sus horribles voces! ¡Dicen que no me matarán, pero que me perseguirán hasta el final de mis días; que en este castillo infernal, reviviré cada una de las tragedias y nunca, sin importar lo que haga saldré! ¡Ya no soporto esos… esos… esos gritos! ¡Han penetrado la puerta! ¡Una mano huesuda!
Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.
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