Camilo García Giraldo | Arte/cultura / REFLEXIONES
Una de las características esenciales de la escritura es la de haberle permitido a los hombres, a lo largo de la historia, guardar en un material duradero, como la piedra, la madera, el papiro o el papel, el contenido de sus conocimientos. Esta ventaja excepcional que ofrece la escritura fue considerada, sin embargo, por Platón, como una desventaja debido a que su presencia debilita y socava el peso central que tiene o debe tener la memoria viva de los hombres en el proceso de adquisición de los conocimientos. Como lo señaló en su diálogo Fedro por boca del rey Thamus cuando recibió del dios Theuth –protagonistas de un viejo mito egipcio que Sócrates le relata a Fedro–, entre varios valiosos regalos que había inventado como el del número, la geometría, la astronomía, el de las letras de la escritura, al responderle al dios su pretensión de que este invento obra como un fármaco que cura a los hombres del olvido de los conocimientos,
¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les es dado el arte de crear, otros de juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es el olvido lo que producirá en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde afuera, a través de caracteres externos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio.
De tal manera que para Platón las letras de la escritura, al asumir la función propia de la memoria natural de los hombres, lo que hacen en realidad es dejarla sin la función esencial que tiene de proporcionarles una presencia viva y directa de los conocimientos en sus almas. La escritura, al acaparar para sí la posibilidad de guardar el contenido de los conocimientos, debilita la memoria natural de los seres humanos en la que siempre se han depositado para él esos conocimientos. En otras palabras: la letra escrita no es un fármaco que cure del olvido que naturalmente sufren los hombres de los conocimientos que alguna vez aprendieron, porque sustituye o suprime la palabra verbal viva gracias a la que se recuerdan precisamente esos conocimientos.
Pero existe otra razón que llevó a Platón a rechazar este papel de la letra escrita: la creencia firme que tuvo en la inmortalidad de las almas. Aunque esta razón no la aduce para sustentar su actitud, constituye, sin embargo, una de sus premisas indispensables. En efecto, la escritura, al socavar el poder de la memoria natural de los hombres, atenta contra la fuente suprema de los conocimientos: la del recuerdo o reminiscencia que hacen sus almas de las esencias ideales de todas las cosas del mundo que contemplaron cuando habitaban, antes de encarnarse en el cuerpo de algún hombre, en la región celestial junto a los dioses. Recuerdo que no brota en el alma de cada hombre sino solo cuando es interrogada sobre alguna de esas esencias ideales que vio en su vida pasada celestial como lo mostró en su diálogo del «Menón», en el que aparece Sócrates sometiendo a un riguroso interrogatorio a un esclavo analfabeta; interrogatorio que conduce al esclavo a dar o «encontrar» la respuesta correcta de un teorema geométrico, es decir, a recordar ese saber esencial que su alma había olvidado provisionalmente. Solo siguiendo este procedimiento mayéutico empleado por Sócrates, solo haciendo alumbrar en el alma de un hombre el conocimiento que guarda, se consigue no solo hacerlo presente y real para él, sino además poner en evidencia la existencia su alma en el mundo superior de las ideas antes de encarnarse en su cuerpo sensible y real.
La letra escrita, entonces, no solo debilita el poder de la memoria viva de los hombres sino al hacerlo pone en tela de juicio la propia inmortalidad de sus almas. Pues la escritura, al guardar y conservar por fuera de la memoria viva de los hombres los conocimientos que han forjado. hace lógicamente innecesaria y superflua la idea de la inmortalidad de sus almas, desaparece la necesidad de que las almas vivas de los hombres sean inmortales para poder preservar siempre en su memoria esos conocimientos. Hecho especialmente grave para Platón porque de aceptarse, despojaría a estas almas de la condición esencial que los acerca a los dioses, que las eleva por encima de su naturaleza física-corporal condenada a degradarse y desaparecer con el tiempo. La aparición de la escritura entraña, entonces, un peligro mortal para su concepción de la inmortalidad de las almas; peligro que debe ser combatido con energía para que el lado divino y trascendente de la vida humana pueda afirmarse como lo que es.
Los fundadores de la religión judía vieron, en cambio, con claridad lo que Platón no percibió, a saber, que la letra escrita no es en realidad una enemiga de la inmortalidad de las almas, del carácter divino de sus existencias sino, al contrario, su mejor aliada. El lenguaje, y en especial el lenguaje escrito, es la forma «perfecta» o más adecuada por la que lo divino, por la que Dios, se les revela como pueblo elegido por Él. Los libros que componen la Biblia escritos en el idioma hebreo como la Torah (la Ley) que en la versión cristiana corresponde al Pentateuco, el Neviím que incluye todos los libros de los profetas como Samuel, Reyes o Josué y Ketuvim (los Libros), que relata la vida de los reyes y héroes hebreos que lucharon por la liberación de su pueblo son testimonios ejemplares de la forma como Dios se les manifiesta; esto sin contar por supuesto con las tablas de la ley que Moisés escribió en el monte Sinaí escuchando y repitiendo textualmente su palabra suprema. En ellas, la voluntad normativa de Dios se les hizo presente de modo visible e inteligible por medio de las letras escritas: visible en virtud de los caracteres escritos sobre el material, la arcilla la piedra o el pergamino, en los que se expresa su voluntad; e inteligible en razón del contenido ideal de su mensaje que se plasma en esas letras escritas; y estas a su vez, al revelar su existencia trascendente y esencialmente espiritual la certifican como real y verdadera. De tal manera que para los judíos Dios se les manifiesta expresándoles o dándoles a conocer su voluntad por escrito con respecto a sus vidas, es decir, comunicándoles mediante los signos de la escritura una parte del saber completo y absoluto sobre todo lo existente que lo constituye como tal.
Esta concepción la confirman con el nombre que le dan a Dios, compuesto por cuatro letras del alfabeto hebreo, yod-hed-vav-hed, que corresponden a las letras consonánticas españolas YHVH. Son letras de un nombre supremo que no se deben pronunciar, que no se deben expresar verbalmente, porque corresponden precisamente a los elementos sustanciales que componen la escritura. El nombre de Dios, al confundirse con algunas letras del alfabeto, revela el carácter esencial de su ser; en y a través de su nombre se expresa o se refleja la esencia de sí mismo dada por la escritura. Por eso los judíos, al asignarle este nombre a Dios, pretendieron nombrar al ser que inscribe o escribe un nombre a la totalidad de seres, cosas y fenómenos del mundo para darles vida. Dios al desplegarse o manifestarse a sí mismo, al usar activamente las letras de la escritura que definen su ser, crea el mundo de la naturaleza y los seres humanos que quedará imborrablemente marcado por sus trazos.
Esta unidad profunda entre Dios y la letra escrita que concibieron los creadores de la religión judía fue posible por la cualidad casi «divina» que posee la propia escritura, es decir, por el carácter casi inmortal y eterno que tienen las letras inscritas sobre un material determinado; la gran duración temporal que tiene la escritura la acerca de modo natural a Dios como ser eterno e inmortal. Pues lo escrito tiene la capacidad, como lo indicó con razón Jacques Derrida, de conservar su propia y autónoma existencia aún si todos los seres humanos, sus autores y destinatarios, dejaran de existir. De tal manera que al forjar esta unidad los fundadores de la religión judía lo que hicieron fue poner en evidencia el carácter complementario e interdependiente que existe entre estas dos realidades creadas por la actividad del espíritu humano: Dios adquirió su verdadera existencia para el pueblo judío como ser espiritual eterno y absoluto gracias a la escritura en la que se revela; y la escritura asumió por esta razón para ellos una aura divina y sagrada que la ha marcado para siempre. Y es en la profunda creencia de la verdad de esta unidad complementaria de la letra escrita con el espíritu divino que los judíos han vivido a lo largo de su historia; y con ellos todos los demás pueblos que la han conocido y aceptado a través del cristianismo y el islam.
Camilo García Giraldo

Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Bogotá en Colombia. Fue profesor universitario en varias universidades de Bogotá. En Suecia ha trabajado en varios proyectos de investigación sobre cultura latinoamericana en la Universidad de Estocolmo. Además ha sido profesor de Literatura y Español en la Universidad Popular. Ha sido asesor del Instituto Sueco de Cooperación Internacional (SIDA) en asuntos colombianos. Es colaborador habitual de varias revistas culturales y académicas colombianas y españolas, y de las páginas culturales de varios periódicos colombianos. Ha escrito 7 libros de ensayos y reflexiones sobre temas filosóficos y culturales y sobre ética y religión. Es miembro de la Asociación de Escritores Suecos.
Correo: camilobok@hotmail.com
2 Commentarios
Muy interesante reflexión. Deja bastante en qué pensar.
Saludos Camilo. Te seguimos desde Moquegua Peru.
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