Rafael Cuevas Molina | Política y sociedad / AL PIE DEL CAÑÓN
El Estado guatemalteco sufre un prolongado proceso de descomposición que dura varias décadas. Su principal problema es de legitimidad y, para sortearlo, ha debido recurrir a distintas estrategias.
En un período que va de 1960 a mediados de la década de 1980, recurrió a la fuerza bruta y abierta, para ello utilizó al Ejército; no pudo ni siquiera guardar las apariencias que reclama la democracia burguesa. Como se sabe, mientras más débil es un régimen, más necesidad tiene de recurrir a la fuerza. Fue este, por lo tanto, el período de mayor debilidad del Estado guatemalteco, aunque también fuera el momento en que aparentaba ser el matoncito del barrio que tiene a todos bajo control.
El retorno a las formas de la democracia electoral fue posible en la medida en que derrotó a las fuerzas políticas que jaqueaban su poder. Para los grupos sociales que lo usufructuaban, esto constituyó un reto por varias razones.
En primer lugar, porque durante la guerra habían surgido nuevos grupos económicos que tenían la fuerza y la ambición de acceder a su control. En segundo lugar, porque no estaban al tanto de los mecanismos requeridos para gobernar en el marco de la democracia burguesa. Acostumbrados al dictum de las armas, el Estado de derecho que debe acompañarla les estorba. En tercer lugar, porque no supieron cómo reaccionar ante la ofensiva legal que los arrinconó por violadores de los derechos humanos y corruptos sistémicos.
El aparato del Estado, armado en el siglo XIX para servir a los intereses incuestionables de la oligarquía, se convirtió en un cascarón disputado para servir de mampara para todo tipo de corruptelas. Es un cascarón, sin embargo, que de tan manoseado se ha deteriorado a más no poder, y ya no sirve. Hace aguas por todas partes.
Hay extensiones del territorio nacional donde no ejerce su autoridad; propicia la migración masiva de población fuera de sus fronteras; no puede contener la violencia que permea a toda la sociedad; permite el saqueo de sus riquezas naturales; mantiene a la mayoría de la población del país en condiciones de indigencia.
Su estado calamitoso lleva a considerarlo un Estado fallido, lo que equivale a decir un Estado que no sirve. Su inoperancia, por razones estructurales, se ve agravada por la presencia en el gobierno de personajes cada vez más inoperantes y corruptos que ponen en riesgo incluso la legitimidad internacional del Estado de Guatemala. Creen estos personajes que las bravatas y arrebatos que se utilizaron en el pasado, cuando su legitimidad era más débil, pueden dar resultado en ese nivel.
Pero posiblemente esta situación de ilegitimidad internacional pueda estarlos orillando a una crisis de la que no encuentren cómo salir. Se están enredando en sus propios mecates. El problema es cómo salir de esa crisis sin que ella misma no lleve a un estado de mayor descomposición.
Para que esto no sucediera, debería existir una alternativa a tal putrefacción, pero no se vislumbra. No hay en el campo político guatemalteco una fuerza organizada que pueda, en este momento, erigirse como alternativa. El campo de «lo alternativo» está desunido y en buena medida enfrentado entre sí. Esta situación se agrava cada vez más y augura una profundización de la descomposición del Estado guatemalteco, con todas las consecuencias nefastas que esto trae a toda la sociedad.
Tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe. Ojalá que los borbollones que surjan de esa ruptura nos orienten en una dirección de regeneración política y moral. Es lo que necesitaríamos.
Rafael Cuevas Molina

Profesor-investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica. Escritor y pintor.
0 Commentarios
Dejar un comentario