La descarnada búsqueda de la excelencia

Trudy Mercadal | Política y sociedad / TRES PIES AL GATO

América dejará de ser excepcional solamente
cuando sus líderes dejen de ser excepcionales.
Ron Brackin

«Excelencia» no nos dice nada sobre la importancia de las ciencias,
pero nos dice todo acerca de quien toma las decisiones.
Jack Stilgoe

¡Sean excelentes los unos con los otros!
La excelente aventura de Bill y Ted

Como tanta otra gente, especialmente en ámbitos de corporaciones grandes, pasé la mayor parte de mi vida convencidísima de que la búsqueda constante de la excelencia era el único camino aceptable. Algo de esto se lo debo a mi madre, que creció en Estados Unidos y trabajó durante las décadas en que se publicaron muchos bestsellers como En búsqueda de la excelencia (1982) y se propagaron sistemas gerenciales de Kaizen o «círculos de calidad». Y mi mamá trabajaba tanto y era tal su ansiedad por siempre calificarse más y más, destacar, trabajar en equipo como que fueran brigadas que iban a salvar al mundo (en este caso, la corporación), «dar la milla extra» y todo ese rollo, que hasta le dio un par de veces algo que entonces llamaban surmenage. Esto es que se quemó y cayó en cama con suero y todo. Pero no cambió su mentalidad. En cuanto le daban de alta, volvía a las mismas.

Las empresas, incluso en Guatemala, desarrollan estas culturas respondiendo y contribuyendo, en un círculo vicioso, a la competencia más encarnizada, y que parte de esta competencia incluye manipular políticas para que las leyes del país les favorezcan mientras pisotean a pymes y empleados, está íntimamente conectado al asunto. Pero hoy, solo hablaré de la excelencia.

En la secundaria, que cursé en Guatemala, en un colegio privado «bueno» (pero de nivel académico mediocre), fui buena estudiante. No buena en el sentido de calificaciones, que me eran sobradamente indiferentes. Con «pasar» yo estaba contenta. Fui buena por que leía todo con gusto: en la clase de ciencias lo leía todo, en la de literatura, en la de estudios sociales. Lo de las calificaciones no iba bien porque para los exámenes había que memorizar todo y eso no va conmigo. Prefería leer alguna novela (que no estuviera en la lista del colegio), andar en cicle con la mara de la colonia o practicando algún deporte que memorizar un montón de fechas y nombres. Y nadie me hacía sentir mal por eso.

En la universidad en Estados Unidos todo fue diferente. Desde el principio sentí abrumadora la cantidad de estudio y tareas, comparada a la universidad en Guatemala. Si una no está acostumbrada, es hasta traumático. Me costaba creer que pretendieran que hiciéramos tanto. Encima, la competencia entre estudiantes —hasta entre amistades— era brutal. Descarnada. Desde los primeros años nos alentaban a prepararnos y debatir en clase como quien va a la guerra. De hecho, casi todo se hacía como quien va a la guerra. Había que sacar buenas notas para mantener las becas y para las becas se compite, y sin las becas la universidad es impagable para la mayoría. Así que aquello era una darwiniana competencia para sobrevivir, o por lo menos, así nos lo pintaban. A eso le llaman: «la búsqueda por la excelencia».

Es una indoctrinación política, como explicaré. Y una nunca se zafa por completo. Yo considero aún como a mis mejores profesores aquellos que me retaban a discutir con ellos en clase, delante de todos, sabiendo que me iban a desmenuzar para usarme de ejemplo. Pero se hacía, pues no había otra manera de foguearse. Y el máximo placer era cuando un profesor o profesora concedía a un argumento de una diciendo: «¡Touché!». Eso casi nunca sucedía, por supuesto. Pero como la lotería, era el premio mayor.

Y ahora me pregunto, ¿por qué nos teníamos que foguear? ¿Por qué teníamos siempre que batallar por ganar, incluso al profesor? ¿Por qué no aprender tranquilos, sin prisa, sin presión, solo por aprender? Hasta en las Humanidades era así. Recuerdo a profesores literatos, filósofos y teólogos que nos aconsejaban estrategias para «salir ganando» en el ámbito académico: «Busca un nicho» nos decían, «y en ese nicho, te haces excelente». Y así, todo es especializarse, estar entre las mejores de ese nicho, como una estrategia ganadora.

Entonces, si estábamos entre los mejores, transmitiríamos esa excelencia a los demás. Y en eso se iba todo. Nos alentaban a meternos a uno de los cursos deportivos para aprender a competir en equipo. Íbamos a la tutoría de escritura para aprender a pulir un paper hasta que fuera irrebatible, nuestras fuentes impecables. Para que esta competencia descarnada sea sostenible, nos tienen que hacer «buenos perdedores», que interioricemos que lo que cuenta es competir. Para construir convivencia hay que generar sentido de «equipo» en el que competíamos unos con otras, para bien de la organización: sea esta la universidad, la corporación, etcétera. Para que no detone una implosión de todos contra todos, tenemos que poder funcionar juntos y que lo que cuente sea competir.

Y vean lo que les digo: de esta mentalidad se forja nación.

Admito que esto era muy bonito. Y que yo, la verdad, lo extraño. Si éramos del mismo equipo, llegábamos a querernos, a hermanarnos, a no ofendernos por ataques a nuestras presentaciones o textos, pues entendíamos que son las reglas del juego. Nos ayudábamos unos a otros, pues si uno destacaba en alguna conferencia, destacábamos todos porque éramos del mismo equipo. Este es el lado oscuro de la moneda: si se trataba del otro equipo, la idea era destruirlos. En serio. Obliterate them! Ahí no había solidaridad. Había que ganarles a «los otros» a toda costa, había que sobresalir por sobre ellos. El «buenaondismo» entonces, se extiende solo a «los de la foto» con una. Es una fórmula poderosa.

Y si así se educa, si esa es la mentalidad y luego todos paran de ejecutivos en una empresa, atletas en un equipo profesional, funcionarios en un cuerpo diplomático, oficiales del Ejército. ¿Ven lo que digo?

Lo que digo es que esto es político. Ser excelente es ser fuera de lo común: ser excepcionales. Y en Estados Unidos, todos somos excepcionales —mejor dicho, estamos en la batalla constante de serlo—. Lo que cuenta es la competencia. Es, de hecho, una política extranjera de larga trayectoria histórica: el excepcionalismo. Y miren, no es cuestión de ser de derecha o izquierda, aunque desde la izquierda aprendemos a ser más críticos. Mas no por ser de izquierda se pierde el sentido de «excepcionalismo», aunque desde el lente progresivo, se le critica a menudo con dureza, pues la violencia y opresión se consideran deplorables. Pero no olvidemos que gobiernos de supuesta izquierda continuaron con bombardeos de civiles, torturas en Guantánamo y apoyando a gobiernos antidemocráticos cuando convenía (en EE. UU. simplemente no hay ni partido ni gobierno socialista, eso es un mito).

Existe una contradicción radical en perseguir la excelencia. Si la excelencia es salir por encima de los demás, contradice la idea básica de construir convivencia con los demás. Con «los demás», me refiero con todos, no solo con los de mi equipo. Hablo de convivencia verdadera: vivir juntos y bien, no la «convivencia» que se genera por sacar adelante a la empresa que, al final, no es nuestra comunidad.

Otra cosa. La excelencia favorece a los que ya íbamos con ventaja, por ende, no es justa ni democrática. ¿Qué es ir con ventaja? Los que fuimos a «buenos» colegios privados, que hablamos otros idiomas, que tenemos «buenos conectes», etcétera, llevamos tremenda ventaja. Noten que, la mayoría de las veces, detrás de la excelencia se esconde un gran rimero de ventajas que ayudan mucho a sobresalir. Que no es decir que no haya quienes logren sobresalir sin todas estas ventajas, pero esta no es la norma.

No soy la única que ha llegado a esta conclusión: «La excelencia produce exclusión». La frase la robé del sociólogo Vincent de Gaujelac, pero es algo que han expresado, desde hace mucho, pensadores como Hannah Arendt y Pierre Bourdieu, entre otros. Para Arendt, por ejemplo, la búsqueda de la excelencia es, de hecho, destructiva para la sociedad. Pues, a ver, ¿en qué mejora al mundo esta ideología de la excelencia? Si se fijan bien, nunca se aplica para crear mejores servicios para la comunidad.

O sea, ¿en qué sociedades son las escuelas públicas las consideradas excelentes? ¿Los hospitales públicos los mejores? En algunas, sí, de alguna manera, pero son muy pocas. Son sociedades, además, en donde las vacaciones laborales duran más de un mes y en donde a nadie le dará surmenage por trabajar demasiado para complacer a la empresa. Y estas políticas de excelencia aplicadas al bien común, para beneficio de la sociedad entera, no son emuladas por otros países, mucho menos países como Guatemala. Y bueno, por algo EE. UU. tiene más satélites que nadie, pero no resuelve la pobreza.

Al final, quiero diferenciar entre esta idea de excelencia y la idea de hacer las cosas bien. Hacerlas bien, no para ganar la competencia, sino hacerlas bien porque es lo correcto, lo ético, por el gusto personal —personal— de hacerlo bien. Hablo, por ejemplo, de cuando hacemos algo bien para compartirlo, no para presumirlo. O sea, un gusto modesto, que no es para alzarme por encima de todos y todas. Hacer las cosas porque sabemos que es lo mejor para todos. Y a lo mejor, hacerlas bien, aunque yo no gane nada con ello. Es la diferencia entre obrar de cara a los demás versus obrar de manera egotista y codiciosa.

Ese placer egotista que nos da la tal excelencia —siempre elusiva— no es realmente placer: en realidad, produce constante ansiedad, alienación, causa depresiones y narcisismo, quebrantos de salud, sentimientos de fracaso. Y peor aún: conduce, al final, a violencia, guerras, despojo y opresión.

Fuentes: «Vincent de Gaujelac y las paradojas de la vida cotidiana» (S. Santoro, Página12, abril 4, 2014), «The Interweaving of Social and Psychological Views» (V. De Guajelac, Psykhe 9/1, 2000), «Defending a Common World: Hannah Arendt on the State, the Nation and Political Education» (P. Lilja, Studies of Philosophy and Education, julio 11, 2018), «Why Excellence is not the Recipe for Success» (A. Dryburgh, Forbes Magazine, diciembre 23, 2017), «Against Excellence» (J. Stilgoe, The Guardian, diciembre 19, 2014).

Fotografía principal tomada de Cyclingtr.

Trudy Mercadal

Investigadora, traductora, escritora y catedrática. Padezco de una curiosidad insaciable. Tras una larga trayectoria de estudios y enseñanza en el extranjero, hice nido en Guatemala. Me gusta la solitud y mi vocación real es leer, los quesos y mi huerta urbana.

Tres pies al gato

Correo: info@trudymercadal.com

Un Commentario

Julio Flores (Floresache) 05/09/2020

Saludos Trudy,
Excelente artículo.
Me gusta la postura solidaria, apostándole a la igualdad de oportunidades y en la búsqueda del bien de la comunidad.
Abrazos.

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