Leonardo Rossiello Ramírez | Política y sociedad / LA NUEVA MAR EN COCHE
La semana pasada tuve la enorme fortuna de coincidir unos días con el capitán Zapata en el Noveno Congreso Internacional de la Palabra Esquiva, que tuvo lugar en la localidad mexicana de Anacolutec, si no estoy equivocado. Como no podía ser de otra manera, él fue el invitado de honor y el encargado de clausurar el congreso con una inolvidable conferencia magistral. Su título: Las cosas no son como parecen.
Zapata tiene una notoria pero nunca incómoda tendencia a monopolizar la palabra y a mandar sobre los reflectores, a quienes suele ordenar que converjan en su augusta persona. Para eso es capitán, piensan muchos, pero no por ello aceptan de buen grado esa peculiaridad de su talante. Yo, en cambio, sí, porque siempre aprendo algo de él. Creo que tiene razón; las cosas casi nunca son como parecen. Ni siquiera los nombres de las personas.
– Capitán -le pregunté en una de las pausas del congreso- ¿Es cierto que usted no se llama Zapata?
– ¿Y por qué habría yo de llamarme? –me respondió. –Estoy muy cerca de mí mismo, a veces hasta estoy metido adentro de mí. Eso es estar lo que se dice cerca: no necesito llamarme y menos acudir a donde me llame. Pero si se refiere a que la gente me dice Zapata, en lugar de apelarme por mi apellido, lo que usted dice es correcto. Digamos que me llaman Zapata.
– ¿Porque si no la gana la empata?
– Eso tendría que preguntárselo a la gente, no a mí. Siempre creí que era por otra rima: «Zapata, siempre gana, nunca empata». O por esta: «Zapata, con tal de ganar, mete la pata». Sea como sea, es halagüeño: hay un reconocimiento de que tengo razón. Y lo más importante: que para tener razón nunca hay un precio demasiado alto. En lo que a mí concierne, empatarla no es una alternativa.
– ¿Usted siempre quiere ganar?
– No. Siempre quiero tener razón. Y la tengo.
– ¿Y cómo se llama, en realidad?
– Como tengo dicho, no me llamo, me apellido.
– De acuerdo. ¿Cuál es su apellido?
– Contrelli. Pero (como Pero Grullo) Contrelli.
– Dígame una cosa, Contrelli, ¿cómo hace para tener razón?
– Prefiero que me diga Zapata, capitán Zapata. Que le haya revelado mi apellido no significa que yo prefiera que me llame por mi apellido, ¿verdad?
– Pero…
– Zapata, si es tan amable.
– Tiene razón, capitán Zapata, discúlpeme. Dígame, por favor, ¿cómo hace para tener siempre razón?
– Vea, para tener razón lo esencial es hacer como yo hago.
– Ajá, ¿y cómo hace?
Se ve que no le caí mal al capitán Zapata, porque me hizo la revelación más importante: «Llevo la contra. Siempre», me dijo, no sin orgullo.
En las pausas entre las sesiones, durante los almuerzos y luego, en las salidas nocturnas, pude escuchar sus opiniones, que versaron sobre política, sobre el sentido común y sobre lo terrenal y lo divino. Sobre esto último Zapata se anotó algunos tantos. Su imagen no era fustigadora de pupilas, pero fustigaba cerebros con su prosa.
Aclaró que tenía un profundo respeto por todas las formas de espiritualidad y dejó bien claro que sus observaciones críticas no implicaban, de ninguna manera, que él fuera ateo, agnóstico o creyente. No obstante, ciertos discursos teológicos o doctrinales, ciertos detalles de esos discursos, postuló, eran absurdos y contradictorios. Por ejemplo, ¿cómo era posible que una divinidad tuviera un trono y fuera a sentarse a la diestra de Dios? (¿Y era a la diestra desde el punto de vista de los ángeles o las almas contempladoras, o desde la otra? Eso de la diestra era cosa siniestra si no se relativizaba). Porque, decía Zapata, un trono sirve para estar sentado y uno se sienta si está cansado. O para estar cómodo. Si la idea misma de una divinidad físicamente cansada ya era repugnante, más lo era la de un dios cómodo. Además, eso de sentarse, fuera en un trono o en una nube, suponía también que las divinidades de marras tenían una columna vertebral, un trasero. ¡Imagínese!
«Pero sería una metáfora, para hacerla más comprensible a los humanos» –arguyó una dama creyente. ¡Para qué! A su juego lo llamaron. Zapata empezó a argumentar que entonces era al revés; que el humano había hecho a Dios a su imagen y semejanza. «Pero la Biblia es la palabra de Dios», replicó la otra. ¿Lo cual, inquirió Zapata, probaría que Dios existe? Ante el sí de la creyente, el maestro hizo una larga exposición y concluyó que era un argumento circular o vicioso (la Biblia es la palabra de Dios, luego Dios existe, ya que lo dice la Biblia). Era más: era una falacia, por más datos llamada una petitio principii o petición de principio. ¿Podría Dios en persona despacharse con falacias? ¿Verdad que no?
Daba gusto escucharlo. ¿Había más contradicciones, Zapata? ¡Pero mi amigo! Esto era solo el comienzo. En realidad, la Biblia era un compendio de contradicciones. Dios había hecho al Hombre y le había dado el libre albedrío, esto siempre de acuerdo con la Biblia. Pero eso era un disparate. Porque ¿cómo podría un dios omnisciente, esto era, una inteligencia infinita, transtemporal y omnipresente, ignorar qué iba a ocurrir con sus propias criaturas? Porque por tercero excluido Dios o bien sabía o bien no sabía si Eva iba a morder o no la manzana. ¿Verdad que tenía que saber que Eva iba a morder la manzana? Porque si no sabía, era porque no era omnisciente, lo cual era no solo un absurdo sino además contradictorio de la omnipotencia y de la omnisciencia. Entonces, ¿de qué «libre albedrío» le estaban hablando? Eva no podía dejar de comer la manzana y Él tenía que saberlo. Sin embargo, la Biblia, palabra del humorista Dios, ponía que sí teníamos eso: el libre albedrío. La posibilidad de elegir.
Entonces, según el maestro, se abrían al menos tres grandes opciones. La primera era que Dios había mentido (Zapata concibió un dios mentiroso: genial) al informarle a sus criaturas que tenían libre albedrío, en circunstancias de que todo estaba ya predeterminado de acuerdo con un plan divino. La segunda era la idea de un dios no-omnisciente, de algún modo más verosímil que la primera pero contradictoria con la habitual noción de lo divino. Y la tercera consistía en que no existe Dios, al menos no como lo concebimos.
La creyente se tambaleaba, pero no terminaba de caer en una crisis de fe. Fue entonces que descubrí en Zapata una faceta tan desconocida como admirable: la crueldad piadosa. «Pongamos, dijo al verla tambalearse, que Dios existe». A la mujer se le iluminó la cara. «Pero entonces tiene que concluir que aunque es perfecto hizo, como su mayor hazaña, a un ser imperfecto. Un ser pecaminoso, capaz del engaño, de la mentira, del crimen, del asesinato, del genocidio, de la tortura. ¿Y todo por amor?».
La mujer le preguntó al capitán Zapata (craso error), si él entonces creía que Dios no existía. Zapata le respondió que en realidad él, aunque no ejercía, era teólogo, y que como tal le aseguraba que no había ninguna prueba teológica de la inexistencia de Dios.
Nunca sabremos si la mujer entró o no en una crisis espiritual, porque se fue de ahí y nunca más la vimos. El capitán Zapata nos dijo que reconocía que había sido cruel pero piadoso. ¿O no?
Leonardo Rossiello Ramírez

Nací en Uruguay en 1953 y resido en Suecia desde 1978. Tengo tres hijos, soy escritor y profesor en la Universidad de Uppsala.
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