-gAZeta-
En la recta final de una decisiva carrera para elegir al próximo presidente de la República, el panorama político en Colombia parece incierto, así como las expectativas sobre el futuro del país para los próximos años. En ese contexto, reina un discurso polarizado políticamente a partir del miedo, en primer lugar, y en algunos sectores más moderados, del rechazo a las posiciones «extremas» de derecha y de izquierda. Así mismo es el espíritu que ronda las conversaciones cotidianas y la información que circula en las redes y en los medios.
En uno de los extremos del panorama electoral, acorde con el rumbo de otros países de América Latina y como consecuencia del fortalecimiento de partidos de centro y de izquierda en el país, surge la posibilidad cierta de elegir un candidato de izquierda, lo que permite visualizar cambios significativos en las políticas sociales y económicas vigentes. Esto se traduce en una amenaza para el statu quo en un país históricamente dominado por posiciones de derecha y, por ende, se refleja también en la propagación de los temores que surgen de allí en las campañas, a través de las redes y de los medios de comunicación que en su mayoría son afines a los sectores tradicionalmente dominantes.
En ese contexto, el recurso más utilizado como estrategia electoral en contra de la posibilidad de un gobierno de izquierda, ha sido el fantasma de la crisis económica y social de Venezuela, la cual se atribuye a lo que se ha bautizado como el modelo «castro-chavista»; y que coincide, además, con la compleja situación que representa para Colombia el enorme flujo de venezolanos que han venido llegando con la agudización de dicha crisis. Según datos de Migración Colombia, en 2017 llegaron para quedarse en el país 926 000 personas provenientes de Venezuela. El temor al castro-chavismo fue también el principal argumento en contra de la refrendación de los acuerdos de paz, que alimentó en su momento la campaña del NO, el cual se impuso con un margen muy pequeño en el plebiscito de octubre de 2016.
En esta última línea, que encarna el otro extremo de la política, y de la visión del gobierno y del país, está el candidato que aparece con la mayor intención de voto en las encuestas, que fue designado por el expresidente Álvaro Uribe como representante del Partido Centro Democrático bajo su liderazgo. Esto ha generado una reacción por parte de un sector de la población que teme el retorno del poder de la ultraderecha y de la que se llamó «la política de seguridad democrática». Pero, sobre todo, representa un retroceso significativo para la ya muy lenta y compleja implementación del acuerdo de paz firmado con la guerrilla de las FARC, del que el Centro Democrático ha sido el principal contradictor. Según se refleja en las intervenciones de Iván Duque sobre este tema, una eventual presidencia del Centro Democrático traería consigo reformas muy profundas al acuerdo que harían prácticamente inviable su aplicación.
Entre estos extremos, por otra parte, se encuentran candidatos con posiciones más o menos moderadas, cuyas posibilidades de mantener la candidatura más allá de la primera vuelta electoral, aunque son respetables, en especial en el caso de Sergio Fajardo del Partido Verde, y eventualmente también el de Germán Vargas Lleras del partido Cambio Radical, no parecen al día de hoy tan claras como las de los candidatos Gustavo Petro, del movimiento Colombia Humana, e Iván Duque del Centro Democrático.
Así pues, lo que está en juego como resultado del desenlace del proceso electoral de Colombia representa una gran disyuntiva que marcará el rumbo del país hacia el futuro. De esta disyuntiva quisiera enfatizar algunos puntos que en mi opinión son particularmente importantes y que podrían resultar afectados significativamente dentro del escenario que plantean las distintas visiones de país y las líneas que representan algunos de los candidatos. Dos de ellos tienen que ver con puntos críticos del acuerdo de paz con las FARC y que constituyen deudas sociales históricas.
El primero se refiere a reformas necesarias para el campo que el acuerdo incorpora como una «reforma rural integral» y con la que se trata de remediar el impacto negativo del conflicto en los territorios; la excesiva concentración de la tierra y el atraso de las comunidades campesinas. Dicha reforma incluye, entre otros, procesos de distribución de tierras para campesinos desposeídos o desplazados y víctimas de la violencia, con un enfoque diferencial por etnia y género, y programas de desarrollo productivo. El segundo punto tiene que ver con la independencia y adecuada operación de la llamada Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que además de ser el instrumento jurídico especial para la aplicación de justicia dentro de este proceso, introduce el concepto de la multiplicidad de actores del conflicto, e incluye como sujetos de aplicación de justicia tanto a miembros de grupos armados irregulares y de las fuerzas militares regulares, como a otros actores civiles, particulares y empresas, así como a sujetos pertenecientes a sectores políticos y económicos que han participado de distintas maneras en el conflicto armado.
Otro punto que considero fundamental, es la necesidad de reconocer y defender, como ciudadanos, el impacto que este pueda tener sobre las instituciones democráticas y la independencia e integridad de los poderes del Estado; todos ellos, pero en particular, los poderes Judicial y Legislativo, y los órganos de control. En suma, todas aquellas instituciones e instrumentos que ofrece la democracia para mantener un sistema de pesos y contrapesos dentro de un régimen, como el colombiano, predominantemente presidencialista. No podemos perder de vista que la democracia es mucho más que el mero ejercicio del voto, o el derecho a elegir y ser elegido.
Esta mención surge de propuestas concretas de algunos candidatos que implicarían reformas profundas de la Constitución Política, cuyo impacto sobre la institucionalidad democrática es difícil de prever. Es el caso, por ejemplo, de la propuesta de Iván Duque y originalmente de su mentor, Álvaro Uribe, de unir los seis altos Tribunales de Justicia en uno solo, con lo que se eliminarían la JEP (el tribunal encargado de aplicar la justicia especial para la paz) y la Corte Constitucional, así como la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, el Consejo Superior de la Judicatura y el Consejo Nacional Electoral, que serían reemplazados por una súper corte. Este punto ha generado controversia entre quienes reconocen un afán por controlar el Sistema Judicial, en especial, para muchos de ellos, teniendo en cuenta el abultado número de procesos que tiene pendientes el senador Uribe ante la justicia.
Otro ejemplo de lo anterior es el anuncio hecho por Gustavo Petro sobre su intención de realizar una asamblea constituyente una vez se posesione en el poder, lo que se podría entender como una estrategia en busca de mecanismos que le permitan gobernar a través de una reforma constitucional, teniendo en cuenta el muy escaso apoyo que logró su movimiento en la reciente elección del Congreso.
Como decíamos anteriormente, un tema fundamental que se encuentra en juego en este proceso electoral, es el futuro de los acuerdos de paz. No podemos desconocer el desaliento y el escepticismo que se respira en torno al éxito de este proceso, como consecuencia de los reveses y dificultades que han surgido a través de su implementación. De momento parece existir un acuerdo entre seguidores y estudiosos del tema sobre la responsabilidad compartida por el Gobierno, la férrea oposición y su accionar en el Congreso y en la opinión pública en contra de los acuerdos, y también por las mismas FARC. De esta última se ha puesto en duda el cumplimiento de los acuerdos en materia de entrega de dinero, de armas y de información sobre actividades ilícitas, entre otras cosas. Una de las situaciones más complejas respecto de esto último se ha presentado recientemente, con las acusaciones de narcotráfico contra uno de los líderes de las FARC y la solicitud de extradición de este por parte del Gobierno de Estados Unidos.
Pero tal vez el daño mayor ha sido la incapacidad o la falta de decisión y de estrategia por parte del Gobierno y de las Fuerzas Militares, sobre llenar el vacío que dejaban las FARC al salir de los territorios anteriormente bajo su control. Esto ha desatado una situación de violencia a punto de desbordarse en algunas regiones, en especial por la avanzada de grupos armados de distintas procedencias –paramilitares y/o bandas criminales, guerrillas EPL y ELN, y también de disidencias de las FARC–, en busca de la expansión y el control del negocio de cultivos ilícitos, narcotráfico y minería ilegal en esos territorios. También ha sido insuficiente la acción del Gobierno en proveer a los desmovilizados los espacios adecuados, las oportunidades y los incentivos contemplados en los acuerdos para su integración a la vida productiva y a la sociedad.
La desmovilización de las FARC ha traído buenas noticias en municipios históricamente afectados por la violencia –como es el caso de municipios de Arauca, Boyacá, Santander y Cundinamarca, entre otros a lo largo de todo el país– en los que se registra, desde el 2016, una disminución, considerable en muchos casos, del número de homicidios. Igualmente son alentadoras las historias exitosas de reincorporación de exguerrilleros de las FARC a la vida civil a través de proyectos productivos y capacitación. Algunos ejemplos los podemos encontrar en Espacios Territoriales de Reincorporación y Capacitación (ETCR) como ocurre en los municipios de Miranda y Buenos Aires, en el departamento del Cauca.
No obstante, en otras regiones, como el Catatumbo en el norte de Santander, y Tumaco, en Nariño, la violencia producto de la ilegalidad se ha incrementado y parece no dar tregua. Tampoco el asesinato de líderes sociales y de excombatientes, familiares de estos y otras personas relacionadas con la guerrilla de las FARC –especialmente en zonas de Antioquia, Cauca y Nariño–, lo cual ha cobrado la vida de más de 200 líderes y defensores de derechos humanos, y alrededor de 50 desmovilizados y allegados a las FARC. Estos asesinatos se han convertido en un fantasma que recuerda épocas entre los años 80 y 90, del exterminio y desaparición a manos de paramilitares y de miembros de las fuerzas militares, de cientos de integrantes del partido Unión Patriótica –brazo político de las FARC–, producto de otro proceso de negociación y desmovilización de esa guerrilla.
Así pues, faltando todavía unas pocas semanas para la primera vuelta electoral, y a escasos dos meses de la segunda, no está claro aún cual será el rumbo del país en relación con estos y otros temas. Como señala Alfredo Molano Jimeno en su artículo de El Espectador aparecido el 27 de abril, «los últimos 30 días de campaña suelen ser trascendentales y traen giros inesperados que definen a los ganadores». Esto ha sido una constante en Colombia, por lo menos en las últimas tres décadas, y un factor que parece determinante en la decisión de la mayoría, es la situación de violencia e inseguridad frente a los grupos armados, que han marcado la historia del país con el terrible acicate de los cultivos ilícitos y el narcotráfico.
Por María del Carmen Palau.
María del Carmen Palau

De nacionalidad colombiana; antropóloga y filósofa de la Universidad de los Andes de Bogotá, recibió el título de Maestría en Estudios Latinoamericanos, con énfasis en Gobierno Latinoamericano, de Georgetown University, en Washington DC. Trabajó en la Universidad de los Andes de Bogotá, donde realizó actividades relacionadas con la investigación académica y estuvo a cargo de la Editorial Universitaria, Ediciones Uniandes. Por cerca de 15 años estuvo vinculada a la Organización de Estados Americanos en Washington DC, donde desempeñó actividades relacionadas principalmente con temas de democracia, gobernabilidad, transparencia y buen gobierno. A su regreso a Colombia formó parte de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA.
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