La bufanda de cachemira

-Alberico Lecchini-

Ernesto Olavarría era un hombre amargado. Desde que Mariano, su mejor amigo, le había arrebatado a Alicia, la mujer que él más admiraba y deseaba en este mundo, no podía dejar de pensar que era el ser humano más desgraciado. Y casi sin darse cuenta el odio crecía en sus entrañas y lo carcomía sin darle pausa alguna. Además la herida se hacía más profunda porque estaba seguro que Alicia ni siquiera se había fijado en él.

Ernesto trabajaba en la auditoría de una empresa farmacéutica multinacional y Alicia en el departamento de ventas de la misma empresa. Ernesto aprovechaba cada oportunidad para ir allí con alguna excusa de facturación sospechosamente errónea a riesgo de quedar en ridículo ante todos, pero no le importaba porque ver y estar cerca de Alicia le aliviaba el dolor de la indiferencia de la muchacha. En la sección de auditoría últimamente pasaba las horas ausente, y el jefe lo miraba preocupado porque hasta el momento había sido uno de los más eficientes de su plantilla. También sus compañeros se extrañaban del cambio de humor del colega que antes era muy bromista.

El odio lo estaba carcomiendo y lo estaba llevando al borde del paroxismo. Estaba cada vez más obsesionado por vengarse de su hasta entonces más apreciado amigo. Por su cabeza pasaban muchas formas de hacerlo. Alquilar un sicario, envenenarlo, atropellarlo con el auto, pegarle un tiro. Pero al mismo tiempo que la muerte violenta era una tentación, no soportaba ser el ejecutor de tal delito. Sabía además que si cometía un asesinato tenía que parecer un accidente para que nadie sospechara de que él tenía un motivo y estaba detrás de la muerte de Mariano. Ernesto había evitado encontrarse con su amigo en las últimas semanas con diversas excusas. Incluso había encontrado un tema político de discusión para mostrar su desacuerdo y hacerse el ofendido y evitar los encuentros.

Esa tarde estaba muy fría y se le ocurrió que el próximo paso ha seguir era conseguir información relevante sobre la rutina de Mariano después de que saliera de la oficina de la alcaldesa donde trabajaba. Estaba tan obsesionado que jugar al rol de detective le producía cierto escozor en las palmas de las manos. Y viajó en taxi hasta la alcaldía que estaba en el otro extremo de la ciudad.

Se bajó del taxi y prefirió esperar a Mariano en el parque aledaño al edificio. Un viento frío del sur lo estaba obligando a pensar que todo era inútil, cuando en ese instante Mariano salió a las cinco en punto de la alcaldía como todos los días. En vez de viajar en la línea de autobús que lo llevaba a su casa, prefirió aparentemente caminar un buen trecho.

¿En qué estará pensando? ¿Estará pensando proponerle la boda a Alicia y quiere aliviar la emoción y la ansiedad caminando? -se torturaba Ernesto convencido de que todo giraba alrededor de la mujer que ambos amaban. Entonces comenzó a seguir a su antiguo amigo. Después de recorridas varias calles, Mariano se detuvo frente al escaparate de un comercio, mirando detenidamente lo que allí se ofrecía, y finalmente después de dudar un momento, entró en el bullicioso local.

Ernesto esperó pacientemente al otro lado de la calle, cada vez más aterido por el frío en su labor de detective, cuando Mariano retomó el camino rumbo a la parada del autobús. Ernesto suspiró aliviado y esperó que se alejara un trecho. Entró en la tienda con la sonrisa de oreja a oreja para que el dependiente viera que iba con un propósito simpático, como buscando complicidad. Allí dentro vibraba el aire con el trinar de los pájaros, ladridos de perros y un coro indefinido de animales encerrados en jaulas. Era un local donde nadie se atrevería a estar mucho rato, salvo el dependiente, obligado por su necesidad de trabajo, pensó Mariano.

– Buenas tardes, vengo a pedirle un gran favor. Resulta que la persona que acaba de salir de su local es mi amigo y pronto cumple años. Y quisiera hacerle un regalo para ese día. Algo que le produzca una gran alegría. Por eso me permito preguntarle si él está interesado o ha preguntado por algún animal en especial, y así hacerle un regalo inesperado – dijo con voz alegre Mariano mirando al hombre detrás del mostrador con simpatía.

– Bueno sí, el señor preguntó por las mascotas, sobre todo por las distintas razas de gatos que tenemos en nuestro local, parecía muy interesado. Pero de pronto cambió de opinión- agregó el dependiente. Me dijo que un gato podía causar más problemas que compañía -se compadeció el dueño del local.

– Dijo algo sobre la razón de su cambio de parecer? – preguntó Ernesto.

– No, no dijo el motivo, pero sospecho que el señor debe tener tal vez algún problema de alergia vaya uno a saber cuál. Uno es discreto… Usted sabe ¿no?

– ¡Ah! mire usted, no sabía que mi amigo tuviera algún problema con las mascotas. Pensar que nunca me ha dicho nada sobre eso. ¡Y yo que estaba dispuesto a regalarle un gato! Muy bien, entonces veré que otro regalo puedo hacerle- dijo Ernesto, y se despidió del dependiente con una pequeña reverencia. Caminó hasta la estación del metro y pensó que era hora de regresar a casa. Pero mientras atravesaba el túnel a bordo del tren, una idea fue creciendo en su cerebro. ¿Podría ser el instrumento de su venganza? ¿Sería capaz de instrumentarlo? Entonces recordó que podía acceder a lo que buscaba si Mariano era alérgico a los pelos de las mascotas. Valía la pena intentarlo, pensó.

Cambió de línea de metro en la próxima estación y se dirigió a la casa de su tía Herminia. Ella tenía cinco gatos y una visita a su tía podía ser muy productiva para su plan. Tocó varias veces el timbre hasta que escuchó a la tía acercarse a la puerta rezongando.

– Ya les dije que no quiero comprar esa revista religiosa. ¡Soy atea!… protestaba vehemente, y cuando vio que era Ernesto y no los misioneros que trataban de convencerla de lo beneficioso que era sumarse a la congregación para no ir directo al infierno como le advertían, quedó pasmada.

– Pero que haces aquí sobrino, tantos años sin verte sinvergüenza. No vendrás a pedirme plata como la última vez, ¿verdad? pues no tengo ni un céntimo para darte.

– Pues no tía, venía a hacerte una visita de cortesía para saber como estabas. Siempre rezongando, ¿no? -respondió Ernesto mientras abrazaba y besuqueaba a su sorprendida tía Herminia.

-Bueno, bueno, menos efusión y pasá que quiero cerrar la puerta antes que se me enfríe la casa.

Los dos pasaron al salón y la tía le preguntó si quería tomar un café. Ernesto aceptó y mientras su tía estaba en la cocina sacó su pañuelo y empezó a recoger pelos de gato que estaban dispersos en el sofá donde estaba sentado. Puso todo lo que pudo, plegó el pañuelo y lo guardó. Cuando la tía regresó con sendas tazas de café Ernesto ya se había levantado del sofá poniéndose el abrigo.

– Pero que hacés, hijo. Si aquí traigo el café.

– Tía, cuanto lo siento pero me avisaron de que debo presentarme al trabajo inmediatamente -le dijo preocupado mientras gesticulaba con su teléfono celular en la mano para darle más veracidad a su excusa.

– ¡Qué pena! Pero volvé pronto, hijo. Recibo tan pocas visitas que me alegró mucho que pasaras por aquí. Cuidate y nada de tonterías, ¿eh?

– Obvio tía. No te preocupés que ahora ando por el camino recto.

¿Obvio? pensó la tía Herminia y se horrorizó ante aquella expresión que le parecía tan arrogante. A ella le encantaba expresiones como ¿Te parece? ¿No me crees? o la afirmativa: ¡Claro que sí! ¡Ah! estos jóvenes de ahora, pensaba ella.

Pero Ernesto se encontraba ya lejos de las elucubraciones de su tía, salió de la casa sin despedirse, dejándola con los brazos abiertos y el rostro ladeado esperando un beso.

Ernesto volvió a la estación del metro y esta vez se dirigió al centro. Quería visitar una tienda de ropa masculina para comprar lo que ya tenía previsto. Entró, se dirigió a la sección donde calculaba que iba a encontrar el artículo que buscaba, y le preguntó a la empleada si podía mostrarle las bufandas más caras del comercio.

La chica le dijo que la siguiera y lo dejó frente a un diverso abanico de bufandas de todos los colores.

– Las de cachemira son las más caras y apreciadas -dijo ella.

Ernesto miró las bufandas y se fijó en dos, una de color ocre y otra violeta. Calculó que a Mariano le agradaría la de color violeta, por un maniático cálculo de probabilidades que acostumbraba hacer. Sin embargo no la hizo envolver inmediatamente. Pidió entrar al probador para verse en el espejo. Un vez allí sacó su pañuelo y dispersó en los pliegues de la bufanda todos los pelos de gato que había escondido. El contacto con ellos lo hizo estornudar, lo que lo puso casi eufórico. Sabía que su tía no los bañaba muy a menudo, así que los pelos estarían bien provistos de las volátiles escamas de la piel de los gatos. Luego llevó la bufanda al mostrador de la tienda y pidió que se la envolvieran para regalo.

Satisfecho se dirigió esta vez a la casa de Mariano. Lo encontró con Alicia y ambos quedaron sorprendidos al verlo. Y él tuvo que hacer un esfuerzo brutal para dominarse.

– Ya sé, estás ofendido por mi conducta, pero quiero hacer las paces y pedirte perdón por mis reacciones fuera de lugar la vez pasada. No te mereces tales desplantes -dijo Ernesto con la voz de quien se arrepiente sinceramente. Y aquí te traigo Mariano, un regalo por tu cumpleaños. No es gran cosa, pero…

– Bueno, se agradece. Así que te acordaste de mi cumple. ¿Y eso? -preguntó Mariano todavía con una luz de desconfianza en la mirada.

– Quise tener un gesto, nada más. Que disfrutés del regalo y tu cumpleaños -dijo Ernesto y dando media vuelta se alejó.

La pareja quedó estupefacta, pero al fin reaccionaron y curiosos, abrieron el paquete. La elegante y suave bufanda de cachemira apareció antes sus ojos. Mariano arrugó el ceño, y Alicia le preguntó si no le gustaba el color.

– No, para nada. Hubiera preferido el color tabaco.

– ¡Entonces la uso yo! -dijo entusiasmada Alicia que le agradaba mucho el color, y se la envolvió al cuello.

– ¡Ay que maravilla! es tan suave y calentita. ¿Verdad que no la querés?

– No, te la podés quedar, yo nunca uso bufandas.

Al otro día al llegar al trabajo Ernesto descubrió caras largas entre sus compañeros de tareas.

– ¿Qué pasa? – les preguntó.

– ¿No te has enterado? -dijo Agustín, su colega.

– No, ¿pero qué pasa?

– Alicia ha muerto. Era asmática.

– Pero, pero… -las palabras no afloraban de la boca de Ernesto.

– Se trata de un caso de shock anafiláctico, un ataque fulminante de alergia que es fatal para los asmáticos, según dicen los médicos. La causa no se sabe -agregó Agustín- pero los pelos de las mascotas pueden producir ese problema. Lo raro es que ella no tenía mascota…

Fue lo último que Ernesto escuchó. Después todo se volvió más negro que la noche.


Alberico Lecchini

Escritor y periodista sueco-uruguayo reside en Suecia desde 1977. Trabajó como reportero y productor en español para Radio Suecia, la emisora pública del país; freelance para algunos medios latinoamericanos y canales de TV intenacionales como CNN y Deutche Welle (español). Autor de cuatro libros de cuentos: Una luz en la noche ; Taxi Driver ; Prófugos en el pantano y El regreso de Emma Zunz , publicados en Amazon Digital.

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