La bolsa de plástico

-Aida Toledo | NARRATIVA

Le fueron a tirar la bolsa negra de plástico frente a la casa. Doña Hilda no sabía lo que aquello significaba. Sin embargo los últimos cuatro meses oía la voz de Maurizio que la llamaba, como cuando de niño se había caído dentro de un hoyo en el patio trasero por andar traveseando, se había quebrado la pierna, había resbalado y se había golpeado todavía más en la caída vertiginosa ensartándose pedacitos de madera de una raíz de árbol, diminutas piedrecitas con filo se le habían incrustado por todos lados, y los pedazos de vidrio de alguna botella abandonada desde hacía tiempo en el hoyo, lo habían cortado en distintas partes de la cara, los brazos y las piernas; minutos después sin poder subir o gritar lo suficientemente fuerte para ser oído desde la lejana ventana de la cocina, Maurizio se daba cuenta que estaba en serios problemas. Doña Hilda sabía que a Maurizio le había pasado algo, ese día del hoyo en el patio trasero tuvo un presentimiento, su intuición le decía cuando dieron las ocho de la noche y el niño no aparecía, que algo andaba muy mal. Logró conciliar el sueño ya de madrugada, sin atreverse a llamar a la policía, porque, quién creía en la policía en aquellos días duros de la guerra, nadie, y hoy tampoco tenían mejor reputación. Desde la ventana vio la bolsa frente a la puerta. Parecía de esas bolsas de basura que uno saca con las hojas de los tamales después de la navidad, o cuando llega octubre y las hojas de los árboles ya secas, suelen caerse lentamente en lluvia de hojas y hay que juntarlas, recogerlas y acarrearlas en esas bolsas negras.

En aquel tiempo de lo del hoyo, recordaba haberse quedado adormecida frente a la televisión, esperando que el muchacho apareciera con los amigos, ya que se habían ido a la lucha libre desde el mediodía, y cuando salían tenían costumbre de venirse caminando, platicando, comiendo helado, o pasaban tomando un vaso de atol de elote y comiendo unas tostadas de salsa, frijol o guacamol. Adormecida frente a un programa, ahora ya olvidado por doña Hilda, oía los gritos de Maurizio como telón de fondo del sonido y las voces de los personajes del programa de policías, gánsters y ladrones que tenía frente a ella. Cada cabeceada que daba, la voz de Maurizio se hacía más clara. Oía que la llamaba, le gritaba, le pedía lo fuera a buscar al patio trasero, pero al despertarse de nuevo y poner atención, la voz desaparecía como por encanto, entonces daba en pensar que todo era producto del sueño y las pesadillas, mezcladas a la televisión, entre balazos, bombazos y estruendos. Como a las 12 de la noche, después de oír insistentemente su voz -entre la vigilia y el sueño- se decidió, sacó a los perros y se dirigió lo más pronto que pudo al patio trasero. Atemorizada, sin saber que podía ser una trampa de las maras de aquellos días tenebrosos, intentando entrarse a la casa, avanzaba entre sombras hacia el patio de atrás. Su temor de encontrar a Maurizio herido o muerto, la hizo perder el miedo a todo, llegó hasta el hoyo que había quedado abierto hacía meses, cuando le llegaron a planear lo del agua, para un nuevo apartamento que deseaba construir y alquilar, en la parte de atrás de la casa. Con horror pero con decisión, doña Hilda alumbró sobre el profundo hoyo, al principio no vio nada, pero luego se dio cuenta que recostado en una de las paredes del hoyo muy en el fondo, su hijo menor se había quedado dormido. Seguramente había gritado tanto, llorado y gemido, que había quedado extenuado por el temor, la angustia y el dolor físico provocado por las lastimaduras, pero sobre todo el dolor moral, el dolor de sentirse abandonado a su suerte, sin la ayuda de su madre y la familia. Igualitos que en ese pasado fresco ahora, habían sido estos últimos meses. Muchas de esas noches y madrugadas, oyó su voz, sus lamentos, gemidos desgastados, gritos de terror. Desgarradores alaridos que ella no alcanzaba a entender del todo. Hasta que uno de esos días ya no hubo más gritos, ni uno solo de esos alaridos aterradores que se quedaban prendidos de sus orejas angustiadas; quedó silbándole en los oídos solo el silencio, ese silencio a través del cual se oye caer cualquier objeto ligero, y eres capaz de intuir la zigzagueante caída de una pluma, en el vertiginoso caer de lo intangible. Noche a noche entre la niebla o la bruma veía el rostro de Maurizio. Ojos verdes, piel blanca enrojecida, cabello café, dientes blancos y sonrisa sincera e inolvidable, pensaba ahora. Su hijo había heredado lo mejor de las dos razas. La de ella que pertenecía a la etnia quiché y la del padre de Maurizio, un italiano del Abrutzo que había llegado al país a saber cómo. Al padre lo había conocido siendo ella bastante joven, cuando tenía que acompañar a su tía a dejar comida típica que solían encargarle en distintos lugares. Porque su tía era muy buena cocinera y tenía una casa de huéspedes, allí recibía estudiantes que venían desde los distintos departamentos del país a realizar estudios en la universidad estatal. Jacomo Pelleti era uno de ellos, y además era unos años mayor que ella. Para doña Hilda la declaración amorosa del italiano se le había convertido en escena de cuento de hadas. Un día luego de varios años de conocerse, él que ya estaba graduado de bachiller y estudiaba la carrera de leyes en la universidad, le prometió que se casaría con ella cuando tuviera como mantenerla. Doña Hilda era bonita, delgada, alta, pelo negro, piel morena, ojos cafés. Pero era obvio que la familia de él no aceptaría fácilmente a una muchacha indígena, que aunque ya no usaba el traje tradicional sino para eventos especiales, tenía una clara ascendencia indígena. Eran tan apegados a la tradición que la tía solía usar el traje, y tenía gran orgullo, cuando contaba que su familia de Quetzaltenango era pudiente, y de esa cuenta ellas tenían el negocio y solvencia económica que muchos ladinos no tenían, viviendo en la capital. De esos planes fraguados para el futuro, nacerían Maurizio Pelleti y su hermano. Un día doña Hilda quedó esperando y se fueron a vivir a donde su esposo había obtenido un trabajo, en el interior del país. La vida solvente que llevaron le permitió a ella estudiar, y se había logrado graduar de maestra de primaria. Maurizio y su hermano mayor habían asistido a los mejores colegios de esa pequeña ciudad. Los contrastes de la raza los hacían distintos. El hermano mayor no habia heredado la piel dorada, los ojos claros y la estatura. Todo ese esplendor era del hijo menor, que además tenía un carácter muy bonito, la gente pensaba que se le salía el alma. Así, doña Hilda traía a su mente esa noche la imagen de Maurizio, recordaba detalladamente la forma en que lo sacó ella misma del hoyo; como un presagio los perros no dejaban de ladrar, como ahorita que no se callaban, que querían que saliera a la puerta, que intuían que algo andaba mal. El día de lo del hoyo, a manera de epifanía, había tenido un presentimiento, se daba cuenta lo aventurado y deliberamente rebelde que era su hijo menor, y supo que acabaría mal, que eso ya no tenía remedio. Por eso en este instante miraba con desconfianza la bolsa negra amarrada con un lazo que habían tirado desde un carro negro y tenebroso, de esos que identificaban a la policía secreta o judiciales, como popularmente les llamaba la gente a los asesinos a sueldo del gobierno militar de turno. Con la misma decisión de aquel entonces, cuando en lo oscuridad profunda del segundo patio, había ido a rescatar a su hijo, abrió la puerta del presente, en un macabro juego con el pasado, salió a la calle y se paró frente a la bolsa negra de plástico. Doña Hilda ya no lloró.


Texto publicado originalmente en Como en historia de Faulkner, Ediciones Cadejo, Guatemala, 2015.

Aida Toledo

Es guatemalteca. Ha publicado tanto libros de poesía, narrativa como ensayo. Sus libros de poesía son: Brutal batalla de silencios (1990), Realidad más extraña que el sueño (1994), Cuando Pittsburgh no cesa de ser Pittsburgh (1997), Bondades de la cibernética (1998), Por los bordes: chi ru li rehileb’ (2003), Con la lengua pegada al paladar(2006), Un hoy que parece estatua (2006), Nada que ver (2012), La verdad es algo gelatinoso (2016). Su obra poética ha sido incluida en varias antologías tanto centroamericanas como latinoamericanas. Ha ganado dos importantes premios de poesía el Certamen Permanente 15 de septiembre en 1992 y los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango en 2003.

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