Matheus Kar | Arte/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA
Hoy es el día en que ya se me borró la mancha cívica del dedo índice, pero no la vergüenza electoral de la consciencia. Los comicios electorales pasados, más que resultados, arrojan sentencias. Y una de ellas es contra la democracia. La democracia, tal como en antaño se había pensado, ha fracasado. Lo que vimos, contrario a lo que muchos alegan, fue la democracia en su estado más puro, la democracia más radical. Fundamentada por la moral y no por la ética. La moral capitalista del individualismo, el éxito, el emprendimiento y el desarrollo atentaron, una vez más, contra la ética de la dignidad humana.
Roto el paradigma de que estamos como estamos porque los del interior venden cuatro años por una lámina, a los capitalinos blanqueados nos queda preguntarnos qué pasó, cómo arreglamos esto, en qué momento nos perdimos, tomando en cuenta que seguiremos teniendo apacibles horas de tráfico para meditar, o también podemos escuchar un audiolibro, como bien sugiere la muni. En mi caso, si me preguntan, yo escucharía El sublime objeto de la ideología de Slavoj Zizek, o este libro que estamos presentando hoy: Juan José Arévalo: filósofo, educador y estadista.
Como bien sabemos, Juan José Arévalo fue, junto a Carlos Martínez Durán, uno de los dirigentes institucionales más cultivados de la nación. El primero como presidente de este país degradado a paisaje y el otro como rector de la Universidad de San Carlos, de la que, pese a todo, me siento muy orgulloso, porque, al menos, al momento de hacer investigación, los resultados no están sesgados por los intereses de la cooperación internacional.
Esta misma casa de estudios ofrece hoy este libro, con algunos pasajes de intelectuales como Hugo Biagini, Carlos Gonzáles Orellana, Jaime Díaz Rozzotto y, cómo no, Juan José Arévalo.
Pocos intelectuales, intelectuales de verdad, tienen el valor de dejar consignadas sus ideas por escrito, a la mano del escrutinio público, la investigación y, si las ideas son coherentes, de la práctica debida. Arévalo, pedagogo y filósofo, escribió en recurridas ocasiones sobre estos temas, y a través de las memorias y la anécdota expuso las injusticias a las que estaba expuesto la Guatemala de mitad de siglo. Arévalo supuso un compromiso de orden social y de una vigilancia persistente sobre la democracia. Pero no solo se conformó con eso, sino que también adoptó una postura ética. Y esta postura no solo vendría a ser el andamiaje que sostiene todo su pensamiento, sino también marca, ahora lo veo, un precedente en la contemporaneidad del pensamiento y la filosofía latinoamericana.
Mis ideas –escribe Arévalo–, las de un socialista democrático, antinazi, antifacista, antifranquista. Lo que se llama un programa… todavía no existe. El programa me lo sugerirá el pueblo guatemalteco que está todavía en la calle, en una revolución que corre peligro de perderse. Yo quiero ser portavoz de ese pueblo, su megáfono, su intérprete. Las ideas del líder no deben imponerse: debe prevalecer una consulta a la masa con pie en las necesidades del momento histórico-político. Mentalidad socialista, metodología democrática. La política no es imposición ni avasallamiento. Tampoco creo en programas y planes de origen forastero. Cada país tiene sus dramas, sus aspiraciones, sus esperanzas, sus recursos, sus herramientas, sus hombres.
Arévalo todavía confía en la democracia. Sin embargo, es una democracia fundamentada en la ética. En alguna otra parte dice: «Sostengo la tesis de que no puede ser digna una nación mientras la mayoría de los habitantes no lleve una vida digna en lo psicológico, en lo social y en lo económico». Por lo que la comprensión de que el ser humano es más que la unicidad pastoril capitalista está clara. Arévalo siempre buscó una revolución del sistema, una revolución democrática, que buscaba revitalizar a un país como el nuestro, mentalmente colonizado, expuesto a dictámenes alienadores y a intereses concentrados, tanto de intra como de extramuros.
La expansión de las políticas reformistas de la educación, iniciadas en Córdova, solo fue la proa de ese enorme transatlántico llamado revolución del tercer mundo, fue la quiebra, como bien dice Arévalo, de un sistema que venía operando desde la Europa Medieval: «el saber enclaustrado, saber de minorías; la ciencia escondida en gavetas y en los sótanos; los títulos, privilegio de oligarcas; el estudiante, un embudo, una alcancía o un periquito; el profesor, un declamador o un farsante; la universidad, un feudo blindado;» la cátedra, un manuscrito cuneiforme; el libro, jeroglífico sin clave.
Arévalo entendió el daño que le podía hacer el barómetro occidental a la ética democrática. Y vaya si no, en las últimas elecciones fuimos testigos como «la educación» exigió títulos y credenciales para la dignidad del pueblo. Hoy en día, un título es un mero trámite, como ir al Renap, al Ministerio Público o al IGSS. Son horas, son días, son años, y todo para qué, para acabar trabajando en un McDonald’s o un Starbucks. Para los Novella o los Gutiérrez, recibiendo el salario mínimo, o trabajando de gratis, cual netcentero, blandiendo el «conocimiento» para discriminar, sacar el racismo reprimido y esparcir conclusiones clasistas y carentes de consciencia de clase.
Por eso la práctica política debe estar fundamentada en la ética arevalista, que no es otra que la que casi medio siglo después nos viene a plantear Enrique Dussel y compañía con la ética decolonial: aquella que tiene como fundamento último la vida humana.
Ya en 1939, Juan José Arévalo hablaba sobre políticas emancipatorias en una revista de Tucumán. Como bien indica Biagini, en ese texto se distancia del academicismo, denuncia las ataduras coloniales y le insufla a la pedagogía la misión de recoger el saber inveterado para aliviar la penuria de las multitudes y diluir el «yo zoológico» en la onda espiritual del «nosotros».
El reformismo arevalista se puede nuclear alrededor de estos postulados: integración continental y ciudadanía iberoamericana; comunidad universal y reconocimiento de la alteridad; antiautoritarismo y desmilitarización; nueva cultura y moralidad; vida digna y transparente; nacionalización y redistribución de la riqueza; antiimperialismo y antichovismo; democracia participativa, derechos humanos y justicia social.
Si para Juan José la ética es una actitud, en Enrique Dussel es un proyecto. En 14 tesis de ética afirma que «la crítica ética (una redundancia, para él) es el negar la pretensión de totalización de la pretensión de bondad que encubre fetichistamente víctimas del propio sistema, más aún cuando son la mayoría de la población o cuando lo son sistemáticamente (es decir, víctimas de sistemas institucionales)».
Esta crítica, según Dussel, debe iniciarse desde el oprimido o el excluido del sistema, para dignificar su existencia y la de los «otros». Esta crítica es ética antes que teórica o científica; práctica antes que reflexiva; surge de la indignación, no solo de una matriz intelectual, es una crítica del sistema, del victimario.
Existen muchos paralelismos entre el pensamiento arevalista y las movilizaciones decolonialistas contemporáneas. Pero Arévalo ya hablaba de la alteridad, de la sublevación de los oprimidos, de las reformas estructurales, de las necesidades particulares de cada comunidad y, lo más importante, la emancipación epistemológica de Europa. Porque Occidente no es una balanza y tampoco es la medida de todas las cosas. La democracia guatemalteca no debe agotarse en las urnas electorales, debe persistir como un ejercicio de ciudadanía y conocimiento, de una crítica de los modos de conocer y de enunciar Guatemala, porque los únicos cambios aceptables y dignos son estructurales. Cualquier otra modalidad es moderada, sería como poner una curita en el cráter de un volcán activo, como le gusta a la cooperación internacional y a los oenegeros.
Esta nueva Guatemala, decolonial o arevalista, debe atentar contra la moral oligarca imperante e imponer su ética crítica, pasar de ser un trabajador, un asalariado, un ente productivo para elevarse al rango de persona jurídica.
Fotografía de Juan José Arévalo en su toma de posesión, tomada de Wikimedia Commons.
Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).
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