-Barbara Trentavizi Orr / VOCES DESDE MIAMI–
Escribí estas reflexiones cuando todavía no había pasado María, destruyendo y azotando Puerto Rico. Al ver las imágenes y habiendo experimentado el miedo, me imagino el sufrimiento de esta gente y pienso en lo descaradamente afortunados que fuimos esta vez, aquí en la ciudad de Miami.
Irma vino de golpe. Era un puntito en África cuando empezó su viaje hacia nosotros. Se hizo grande, cada vez más grande, arrasando todo tras su paso en el medio del océano. Y se volvió una enorme amenaza para Florida.
La vida en Miami es muy particular, es una ciudad compleja, donde confluyen realidades muy distintas. Migrantes cubanos que llegaron en balsas, centroamericanos que cruzaron la frontera, latinos ricos que invierten su plata de dudosa procedencias en edificios de lujo, técnicos de diferentes países contratados por multinacionales, rusos atraídos por el clima y los negocios, gringos huyendo del frío, gente como yo. Italiana, trasplantada en esta ciudad después de vivir veinte años en Guatemala, por casualidad o por destino. Casada con un americano al que le encanta el océano y la pesca, lo dejé todo para llegar aquí. Ciudad light, de party, de gente obsesionada con su cuerpo, de bronceado naturales y artificiales, de cirugías plástica, de gym, de azul y de agua, de agua por doquier. Aunque cuando trabajas aquí el agua la vez muy poco, trabajas tanto que no te da tiempo de disfrutar lo que disfrutan los millonarios, de vez en cuando das un paseo al anochecer y te recuerdas que ves un paisaje muy bello. Si estás deprimido, Miami te dice que no vale la pena, que la verdad se puede vivir sin hablar perfecto inglés entendiéndose, que hay que pasarla bien, y que todo pasa, tarde o temprano. Y que si tienes un barco estás en la gloria. El océano en Miami lo invade todo, aunque desde tu casa no lo ves o lo ves muy poco, cuando decides sumergirte en él, sabes que ahí esta, la libertad, el sueño, el olor a algas podridas.
Así llega Irma y nos cambia a todos. Viví el huracán Mitch en Guatemala en 1998, en este tiempo me fui con la Cruz Roja a prestar ayuda a los damnificados, mi hija mayor tenía apenas dos anos, vivía en la zona 15, un lindo barrio, sabía que ella estaba segura. Sentía que mi casa era segura, que la desgracia no podía ser la mía, que les pertenecía a los pobres que viven en los barrancos y sufren en un sistema injusto. Viví Ágata en 2009, me evacué a la ciudad capital pensando que en Antigua Guatemala el volcán nos iba a vomitar lodo encima, pero siempre supe que estaba segura, que era privilegiada.

Irma fue diferente. Las autoridades nos empujaron a evacuar desde el miércoles antes de que el huracán nos fuera a aplastar el domingo. Veíamos esta figura en la tele y en internet, un monstruo con cara de demonio listo para devorarnos y el miedo crecía y crecía. Decidí no salir del estado, tenía que trabajar, y mi pareja también, no podía dejar mi trabajo a medias y cuando al fin sentí que todo en mi trabajo estaba asegurado, ya era muy tarde para evacuar. No había a donde ir, nos decíamos adiós con mis compañeros de trabajo abrazándonos fuerte y con lágrimas, entre los que no pudimos irnos o no quisimos huir. Esa hermandad nunca se me va olvidar. Y jamás pensé que iba a vivir esta sensación aquí, en esta ciudad. Mucha gente ya se había ido. Los latinos residentes en Miami, especialmente de clase media y alta, venezolanos, brasileños, colombianos, fueron los primeros en evacuar a Orlando en hoteles cinco estrellas, con bufés y hasta cuartos con grama para que sus mascotas hicieran sus necesidades al reparo. Otros residentes se fueron al norte de Florida, escapándose donde familiares y amigos, porque sus casas no eran seguras. Yo decidí quedarme y así algunos de mis vecinos.
Cuando llegué a mi casa después del trabajo fue un torbellino de locura, asegurando la casa, ventanas, puertas, cualquier hoyo que hubiera, poner la ropa en maletas en alto para una eventual inundación, guardando documentos, papeles. Una mudanza. Mi casa es de madera, construida hace cincuenta años por alguien que amaba los trópicos, no sabíamos si iba a aguantar. La dueña de la casa, la que recibe la renta y que vive atrás, una enérgica viuda, nos invitó a su apartamento: “en mi casa pueden estar tranquilos, nos dijo, mi casa tiene muchos lugares donde refugiarse y van a estar con otros vecinos que no evacuaron”. (En este momento mi barrio había sido declarado zona de evacuación). Mi boleto a Boston, donde mi suegra, estaba listo, no quise comprarlo, decidí quedarme con mi esposo y con ellos.
Dejamos la casa a las ocho de la mañana, a las siete una explosión enorme, sin vientos ni lluvias, en los postes de la luz frente a la casa nos había quitado la luz, parecían fuegos artificiales de muchos colores. El pánico se apoderó de mi. Después de días de recibir de los medios la imagen de un monstruo comiéndonos ya lo veía al fin llegar, pensé que todo estaba perdido, que el pequeño hogar que habíamos construido con tanto esfuerzo y trabajo estaba a punto de derrumbarse. Mi hija mayor y mis sobrinos se acababan de ir, habíamos pasado días muy bellos en Miami, y nada hacia presagiar esta pesadilla que nos tocó vivir.

A tientas buscamos las maletas y las almohadas, víveres y agua, al fin salimos de la casa, asegurándola a Dios o a quien por él o a nadie, sin saber lo que íbamos a encontrar al día siguiente. La dueña de la casa me recibió en sus brazos, yo lloraba, me abrazó y me dijo que todo iba a estar bien. Otros vecinos, tres, ya alcanzados en los años, se unieron a nosotros . Allí vivimos día a día: compartiendo, comiendo, recordando, riéndonos y buscando no tener miedo, haciéndonos fuertes. Estábamos en la sala de estar, con una radio de baterías que nos contaba lo que estaba pasando con el típico sensacionalismo de la prensa en estas ocasiones, recordándonos que, a pesar de que el huracán se estaba desviando, era todavía posible que nos muriéramos. Temblamos cuando empezaron a darse amenazas de tornados por varias zonas de la ciudad.
Me recordé de aquellas imágenes que me contaba mi abuela en la guerra, en Roma, cuando los vecinos se reunían en los subterráneos de las casas huyendo de las bombas, comiendo, tomando vino, platicando de sus vidas, riendo y llorando. Nunca lo había entendido en toda su envergadura hasta ahora, metida aquí en Miami, nunca había entendido que mi abuela había sufrido este miedo a morir, ella y sus seres queridos.
La noche del sábado antes del amanecer hubo un ruido ensordecedor, un viento que silbaba ya sin piedad, como queriendo acabar con el mundo, golpeando las ventanas para destruir todo a su paso. Dormía un poquito y me despertaba a cada rato por el ruido, y sentía lástima por las calles, por las casas, por los arboles que me parecía escuchar arrancados de raíz. Percibía esta fuerza poderosa encima de mi cabeza, le daba gracias a Dios por estar con seres entrañables y queridos, vecinos que nunca había conocido antes.
Durante la noche, la dueña de mi casa se despertó, ella sentía que yo tenía mucho miedo y que los postes de la luz explotaban alrededor como en una fiesta macabra, llenos de colores. Ella estaba escondiéndose en otro rincón del apartamento, vino a mí con una cobija, yo la vi, me dio un beso, como hubiera hecho mi abuelita que murió este año. Pensé que pasara lo que pasara no íbamos a morir solos y desamparados, teníamos amor alrededor y lloraba pensando en mis seres queridos.
En la mañana del domingo el viento era tan fuerte que decidimos desayunar en en la oficina del apartamento y resguardados, tomamos café y escuchamos el radio informándonos que en los Cayos estaba por desarrollarse lo peor. Luego preparé con lo que teníamos un rico antipasto italiano, tomamos vino, escuchamos el radio, abrazándonos y haciéndonos fuerzas entre todos. Parecía que nunca iba acabar ese silbido, ese viento, esa lluvia , esa energía oscura encima de nuestras cabezas.

Hasta que, al final del día domingo, tiempo que pareció eterno, pudimos regresar a nuestra casa. Todas las calles estaban cubiertas de hojas, muchos árboles habían sido arrancados de raíces, señales de tránsito reposaban por donde fuera. Mi casa estaba a salvo. La mitad de mis lindos bambúes había perecido en la tormenta, mi terraza estaba destruida en una parte, mi jardín era un desastre de ramas por doquier, pero la casa estaba intacta, había sobrevivido. Estábamos a salvo.
Poco a poco regresamos a nuestras vidas, nos abrazamos entre todos por el peligro evitado y el amor compartido, nos alistamos para seguir y regresar al trabajo lo antes posible. En mi caso, mi lugar de trabajo, si bien muy dañado, pudo tener luz muy pronto. Otros lugares no tuvieron la misma suerte y mucha gente esta todavía esperando poder trabajar. Tuve luz diez días después de la tormenta. Esta gran ciudad de Miami no parece ser más que otra ciudad del tercer mundo con muchos problemas, por varios días los supermercados se mantuvieron vacíos.
Irma, este monstruo, me hizo vivir profundamente mi ser “humana” y al experimentar el miedo con otros pude percibir en los huesos y en las entrañas esta humanidad. Ese ver en el vecino tu propia sangre, aunque nunca le viste los ojos antes. Jamás pensé que esta ciudad, catalogada como la ciudad de lo ficticio desde afuera, fuera a enseñarme esta gran lección.
Como me dijo un vecino: “ahora que viviste esto con nosotros, eres nativa”. No sé. He sido nativa de muchos lugares. Pero sí es cierto que algo cambió para siempre en mi manera de hacer comunidad en Miami.
Aquí, para la mayoría, las raíces están lejos y sin embargo estamos viviendo en esta tierra de mar y de sol en donde los que nos quedamos con la tormenta nos sentimos todo menos que privilegiados. Los barrios de Brickel, construidos para millonarios, edificios que valen millones de dólares, fueron los primeros en inundarse. Las grúas de los enormes edificios en construcción daban vueltas en el aire como juguetes y pudimos escuchar por radio el momento en la que una de estas se cayó al suelo en pleno down town. Modelo de desarrollo retorcido y estúpido, impulsado por políticos que niegan el calentamiento global y la vulnerabilidad a la que, cada vez más, estaremos expuestos todos. Las islas arrasadas, Cuba, donde se perdieron pueblos enteros, los Cayos de Florida, que quedaron destruidos, no son noticia suficiente para que nuestro modelo dé un paso atrás y provoque una reflexión global de lo que está sucediendo. Puerto Rico, al que tanto Irma como María golpearon con fuerza descomunal, quedó en ruinas, es el caso más emblemático de lo destructivos que pueden llegar a ser estos fenómenos.

Esta vez en Miami tuvimos suerte, aunque la ciudad se ha quedado maltrecha, los desagües están tapados, el nivel de las aguas sigue alto y la basura de los árboles arrancados por Irma sigue en las calles.
Con Irma se pudo armar una evacuación de gigantesca magnitud, no exenta de dificultades; millones de carros se volcaron a las calles con la gasolina escaseando y colas de horas para llenar el tanque. La incertidumbre de quedarse estancados en la carretera creó una gran zozobra.
Para regresar a los Cayos algunas personas se han tardado una semana entera y en estos lugares todavía no hay luz. Además, la estación de huracanes no ha pasado todavía, si otro huracán nos amenazara la situación se volverá mucho mas caótica.
Mañana no sabemos qué puede pasar, tenemos que asumir ese reto, los huracanes destructivos van a ser parte de nuestra vida de ahora en adelante cada vez más. Va a ser crucial la buena organización de un estado preparado para las emergencias y, a la vez, el fortalecimiento del enorme potencial humano que se despliega cuando decidimos cooperar uno con otro.
Fotografía tomada de RT sepa más.
Barbara Trentavizi Orr

Antropologa social, italiana. Me mudé a Guatemala hace viente años, trabajé como consultora para problemáticas de pueblos indígenas, tuve un restaurante italiano en Antigua, fundé una revista en esta ciudad.
2 Commentarios
Un texto necesario, ilustrativo y que llama a la reflexión ecológica.
Excelente narracion, pero cuidese la naturaleza ya inicio la guerra y esa la vamos a perder!
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