Enrique Castellanos | Política y sociedad / ENTRE LETRAS
Camilo, un amigo guatemalteco que vivía en el París central, me regaló una versión muy cuidada del Informe de una injusticia de Otto René Castillo. Recorrí con esos versos las calles del viejo París. Era la segunda vez que los leía, la primera había sido en ciudad de Guatemala, entre obras de teatro, música, camionetas y manifestaciones. En París, cada vez que la nostalgia asomaba, mis manos automáticamente buscaban el libro dentro de la mochila.
Esta mañana volvimos a ver a Camilo, estuvimos compartiendo, charlando y aprendiendo de sus lecciones de exilio involuntario. Cuando salimos del apartamento de Camilo, París parecía otro París. Experimenté un remolino de deseos de querer estar en Guatemala. Emilio y Carlos que preferían distanciarse de externar sus emociones respecto de la Guatemala en lucha, esta vez, como apelando a un cúmulo de sentimientos de amarga aflicción denotaron su pena y tribulación por la experiencia recién escuchada de Camilo. Intuí que en sus fueros internos tenía lugar una batalla entre la condición social de ser privilegiados estudiantes en París sostenidos por sus respectivas familias, y la naturaleza del ser social que emergía reclamando una conciencia colectiva y solidaria con las condiciones de los otros y la pena ajena.
Volvimos a pasar por la esquina de la rue de la Victoire y rue Joubert, viendo el retrato de Edith Piaf quien parecía no quitarnos los ojos de encima mientras en la comisura de sus labios asomaba una sonrisa de consuelo y fraternidad.
Caminamos sin decir palabra y llegamos a la estación del metro Chaussée d’Antin -La Fayette- de la línea siete. Rápidamente adoptamos el ritmo de la gente que descendía por la escalinata y nos introdujimos cuando el vagón se detuvo. Era impactante ver lo que ocurría entre una y otra estación. La siguiente era, estación L’Opéra. En la medida que el metro comenzó a desplazarse silencioso, los pasajeros entraban en una especie de letargo. Las luces interiores hacían reflejar en los vidrios de las grandes ventanas, rostros y siluetas difusas, difuminadas en efímeros cuadros que desvanecían o emergían, según la cantidad de luz. Recordé lo que amigos guatemaltecos viviendo en ciudad de México comentaban sobre historias surgidas en «el metro», a partir de la preferencia de ver a las personas indirectamente a través de los vidrios y no cara a cara. Pasamos las estaciones de Opéra, Pyramides y llegamos a Palais Royal Louvre. Cuando salimos del metro, el día había calentado a unos 16 grados. Caminando comenzamos a buscar la plaza del Louvre.
Mientras íbamos por rue de Rivoli, empecé a identificar la confluencia de personas y conglomerados de distintas partes del mundo en el mismo espacio. Fácil era identificar ese aspecto por sus dinámicas. Se diferenciaban hasta en el modo de caminar. Poco a poco me fui dando cuenta del sentido de cotidianeidad del gran París.
Resultaba que caminar no era cansado, quizá por lo grande de los edificios que podían verse desde lejos. La idea de llegar a ellos y pasar frente a ellos era refrescante, de modo que las distancias no se sentían pesadas. Mientras nos acercábamos al Louvre, ciertas cosquillas burbujeaban en el estómago por la emoción de conocer el inmenso museo de París. Una amplia explanada se abrió frente a nosotros y llegamos. La plaza del Louvre es simplemente espectacular, al fondo el gran museo construido sobre una fortaleza del siglo XII. Emociona sentir tanta historia acumulada. Nuestra idea era ver a la Gioconda de Leonardo.
Cuando entramos a la plaza, diversos artistas exponían su arte. Cantantes y danzarines resaltaban en la escena. Me llamó la atención un cantante con su banyo de diez cuerdas haciendo música country en francés. Más lejos, un acordeonista solitario y un sexteto de vientos todos sentados en el piso, menos el que tocaba el trombón. Embelesados atravesábamos la plaza. Dos jóvenes empezaron a interpretar su hard rock «antisocial» de Trust, nos detuvimos como preguntando si nos íbamos o quedábamos ante tan atractivas ofertas de pasar la tarde. En eso estábamos cuando a unos treinta metros vimos a un grupo de personas rodeando a alguien que no se podía ver por el círculo que se formaba. Caminamos hacia allí y dentro del círculo estaba una chica semi hincada intentando cambiar una cuerda rota a su guitarra. Para la cantidad de gente que había esperándola debía ser buena cantante –pensé– y me acerqué más. Me percaté que algo ocurría con los orificios del puente de la guitarra y pensé ayudarla. Como sincronizados, mis amigos me instaron a hacerlo y me abrí paso para sugerírselo. Con mi poco francés comprendió, quizá más por mis gestos, y accedió a darme la guitarra y la nueva cuerda. La guitarra era una Washburn, bella, con cuerno para hacer notas altas. Pronto cambié la cuerda que lo único que necesitaba era entorchar bien la punta para que entrara y punto. La afiné y se la di. Ella agradeció con un merci beaucoup inclinado y procedió a ponerse la correa de la guitarra para cantar y, comenzaron las notas de It’s a heartache de Bonnie Tyler. Cuando terminó le aplaudimos, algunos dejaron monedas en el estuche de la guitarra, ella dijo que era una canción para quien había cambiado la cuerda de su guitarra. Me sentí halagado. Después del inesperado episodio, titubeamos si entrar o no al museo. Decidimos ir lo más rápido que se pudiera, aunque solo fuera a ver a la Gioconda. Cuando llegamos a la entrada, una respetable fila de gente queriendo ingresar apresuró la decisión de irnos de nuevo a la plaza donde estaban los artistas de calle. La encontré a la distancia con su guitarra colgada. Iba subiendo una escalinata con dirección al Jardín de las Tullerías. No lo dudé y apresuré el paso para alcanzarla. Me reconoció y comenzó una larga charla en retazos de varios idiomas.
Irene De Luca, cantante de calle, había nacido en Verona, al norte de Italia. Hacía dos años que vivía en París sobreviviendo del arte donde se podía. Después de dos cafés, empecé a contar la historia de nuestro grupo de música. Sus ojos de primavera parecía que intentaban corroborar cada palabra, siguiendo el curso de mis manos. París estaba aún muy claro y parecía que faltaba mucho tiempo para que oscureciera. Cerca de las ocho, nos fuimos a un pequeño lugar llamado Samba de nuit. Parecía un encuentro de latinoamericanos, guatemaltecos, salvadoreños, chilenos, jamaiquinos, entre otros, en el que intercambiamos canciones e historias en la madrugada.
Fotografía tomada de Absolut Viajes.
Enrique Castellanos

Estudios de Historia, educador popular, promotor del desarrollo. Voluntario de cambios estructurales y utopías.
2 Commentarios
Saludos mi hermano Luisen. Definitivamente me transportas con tus relatos y admiro tu maravillosa habilidad literaria. Finalmente nos tomamos dos cafés después de tantos años pero rocorda siempre la frase de Guayo: vendrán tiempos mejores. Abrazo solidario de siempre.
Anécdotas fascinantes, sin duda alguna. Es como viajar a esos lugares y vivir lo que usted vivió. Hasta se sienten los sentimientos me llamó mucho la atención la preciosa canción con dedicatoria a su persona, seguro sí ¡que halago!. Y surgir una amistad para compartir lugares con gente de culturas, costumbres, y condiciones de vida similares a las suyas o a las nuestras. Para mi es un privilegio leer sus escritos. Pero me queda el deseo de saber que más habrá pasado con Irene. Gracias y muchas felicitaciones Luisen.
Dejar un comentario