Jesse Reneau | Arte/cultura / EL CUARTO AMARILLO
Van siete noches de lluvia y sigo sin poder dormir. Cuando por fin logro pegar ojo, siento que la lluvia es tanta que logra meterse por mis oídos, mis sueños y, luego, todo mi cuerpo está inundado, junto con todo el universo. Entonces despierto y abro la ventana tratando de respirar de nuevo; la luna me mira desde arriba desdeñosa. Afuera no llueve.
Empezó de repente. Vi televisión antes de dormir, me cepillé los dientes y me recosté en la cama. Dejé la lámpara encendida, por eso de que me apareciera algún fantasma no deseado. Cerré los ojos. Al principio todo estaba bien, pero una gota fría en la frente fue la que marcó la diferencia. Los abrí. No había ninguna gotera en el techo, entonces no entendía de dónde pudo haber venido. Hice caso omiso de la gotita al no sentir húmeda la frente, y adjudiqué el incidente al cansancio.
Los cerré de nuevo pretendiendo dormir; otra gotera justo en la nariz, otra en el ojo. Pero como dije, lo mío solo era cansancio, no era real. No era real, me repetía. De repente eran miles de goteras empezando a ahogarme. Pasé bastante tiempo con los ojos y los puños cerrados con fuerza, esperando a que acabara.
En un punto, creí que era una pesadilla, pero sabía que en ningún momento había empezado a dormir. Cuando ya no pude respirar, abrí los ojos y vi el reloj, 3:44am. ¿Tan rápido? Como dije, sabía que no había dormido nada. Tenía una sensación de sueño muy intensa. Sin embargo, no volví a cerrar los ojos.
La segunda noche me tomé un té antes de dormir y la tercera dos pastillas para dormir. Siempre pasaba lo mismo: cada vez que tan siquiera intentaba conciliar el sueño, la lluvia volvía. La cuarta noche me mantuve horas y horas viendo televisión, escuchando música y rompiendo vasos. Empecé a monitorear el clima para ver si afuera llovería pronto, pero, vamos, es noviembre. En noviembre lo único que se siente en el ambiente es la soledad, el peso de las metas fallidas y el viento.
Para la quinta noche, cuando algo me decía que no dormiría por mil y una noches, empecé a leer un libro con el mismo título. En él había una historia de unos peces encantados de colores que en realidad eran humanos, encantados por una bruja. Pensé en la lluvia, en cómo cada noche me llenaba hasta la conciencia, hasta el punto de querer tener branquias para poder respirar en paz. Con horror, cerré el libro y el cuento de Scheherezade quedó resonando en mi mente como una campana, dando paso a otra noche sin dormir.
Al día siguiente compré una cama nueva, cuatro inciensos y seis cajas de té. Como me lo temía, ninguna de estas cosas funcionó. Vi el sol irse y regresar, los pájaros dormirse en las copas de los árboles y despertar de nuevo. El paso de las horas se me hacía eterno, así que empecé a ocupar mi tiempo en escribir historias como esta y leer sobre personas que sueñan que se convierten en peces.
Hoy, en la noche siete, manejé hasta el lago. El reloj rondaba cerca de las dos de la mañana; no reparé mucho en él, ya que el tiempo había dejado de tener sentido para mí desde que no podía cerrar los ojos. Simplemente era eterno.
No había nadie allí a parte de mí. Me metí con la ropa y con el corazón en la mano. El lago se balanceaba, frío, besándome la piel. Entré poco a poco, hasta que hundí por completo la cabeza.
Cerré los ojos.
Fotografía por Sandy Skoglund, tomada de Fotofestín.
Jesse Reneau

Estudiante de Ciencias de la Comunicación. Amante de la música, la playa y la literatura. Su gran sueño es llegar a ser periodista y tener una motocicleta negra.
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