-Santiago Trastámara | NARRATIVA–
Borja decidió ir por su amante al aeropuerto. Estaba impaciente por reconocer los pequeños pliegues de su espalda y cintura en su satinada piel morena. Su sonrisa y sus labios carnosos le provocaban un ardor enajenado, desbordante. Era una mujer proporcionada y voluptuosa, de caderas anchas y nalgas firmes. Una feminidad voluble y temperamental que se reflejaba en su insaciable libido. Su carácter de niña remilgada era acompasado, muchas veces, con sus comentarios cáusticos.
Eran amigos de la universidad, ambos con parejas. Los coqueteos constantes y muchas veces ambiguos, cargados de sorna y confrontaciones espinosas, surtieron su efecto, cuando el alcohol disolvió unas cuantas trabas. Solo hasta aquel sarao universitario, donde los rincones más oscuros son lugares olvidados y perfectos para aventuras, detonaron un anhelo que parecía ser frustrado por la cotidianidad. Se entregaron, pues, a la vehemencia y a la pasión. A los calores de lo prohibido, a lo inmoral, a la seductora traición.
Mónica había salido del país para pasar las vacaciones con su familia, al otro lado del Atlántico, y llevaba un mes fuera. De cuando en cuando, ambos se escribían mensajes cargados de amistad, pero ninguno tocaba el tema de lo último que habían hecho. No obstante, Borja se sorprendió cuando ella le pidió que la fuera a traer, puesto que parecía que no había nadie más disponible. Algo seguramente falso, pero que Borja no quiso valorar como una mentira. Al cabo de intercambiar algunas palabras escritas por medio de sus móviles, concretaron la hora y el sitio. Él fue por el coche de Mónica y la esperó.
Cuando se vieron, Borja sintió un regocijo inmenso y un deseo fresco y vivificante. Su piel morena le pareció deliciosa, sus ojos grandes y oblicuos le asaltaban con su brillo encantador, mientras su pelo negro le caía en guedejas. Vestía peculiarmente, con pantalones deportivos azul marino, bien ceñidos a su embriagadora figura, una especie de sujetador de encaje grisáceo que le cubría unos centímetros más debajo de donde se adivinaban sus pechos y un saco negro cubría sus omóplatos. La ayudó con su equipaje y depositaron sus maletas en la cajuela. No hablaron mucho, solo se miraron nerviosos. Se dirigían miradas furtivas, algo había cambiado en su relación, todo iba ahora muy extraño, inquietante y excitante. Parecía que no habían superado esa sensación del salto cualitativo entre una amistad ruda a un tórrido romance.
Ella insistió en que conduciría, y después de algunos minutos, él le propondría que fueran a tomar un trago para celebrar su regreso. Mónica se vio complacida, aunque le manifestó que a veces la intimidad puede hacer más estimulante las conversaciones. Así, nuevamente se vieron envueltos en aquellos coqueteos que eran acompasados por esos comentarios mordaces que se solían hacer en los salones de clase. Aquella conversación repleta de risotadas y bromas nobles se interrumpió con un beso seductor y refrescante.
Y, de repente sonó el móvil de Borja. Era su novia.
–¡Hola, cariño mío!
Entonces, Mónica, al escuchar esto, comenzó a reír a carcajadas, de esa forma irrespetuosa y cáustica que solía contrariar a Borja…
–Hola, amor –respondió Dolores.
–Siento el bullicio, pero estoy con un amigo –Mónica le subió el volumen a la radio. No le gustó el calificativo.
–No hay problema, solo quería decirte que iré a tu despacho, puesto que quiero preguntarte unas cosas, tú sabes, de…
Un sonido sacudió la conversación. Borja no pudo escuchar lo último que dijo.
–¿…está bien?
Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Borja. Sentía un desasosiego apabullante, como si estuviera siendo grabado y esa grabación fuera una prueba futura de su perfidia. Pensaba y repensaba cualquier cosa que podría decirle y valoraba su respuesta, e increíblemente, una posible consecuencia. Todo ello en milésimas de segundos. No podía discernir con claridad, así que consiguió contestar la pregunta con el tono más tranquilo que pudo:
–S-sí, sí. –
Ella cortó la llamada, y Borja se quedó colgado del teléfono, paralizado y mirando hacia el vacío. Pensando.
–¿Y qué te ha dicho? –intervino Mónica con su usual tono socarrón, pero ahora era irritantemente despreocupado.
–Debemos volver, tengo que encontrarme con ella, lo siento.
Borja se volvió hacia Mónica, que había torcido su rostro y ahora lucía seria. Con su mano derecha, sacudió su pelo con deliberada fuerza, algo que denotaba un enojo encelado, pero que Borja, en sus delirios, no alcanzó a notar. No obstante, casi al segundo, volvió una sonrisa simple combinada con un gesto coqueto. Lo miró con el rabillo del ojo y mostró su doble hilera de dientes blanquecinos y pulidos.
–¿Algo que deba saber? –su tono agudo, dulce y remilgado volvió de una manera tan inesperada, que era imposible no adivinar que ocultaba sus intenciones, excepto, claro, para Borja.
–Todavía no sé qué quiere –replicó Borja secamente.
–¿Y por qué no le dijiste que ya te habías ido?
–No podía pensar. Ella asumió que yo estaba allí.
–Llámale, dile que ya te habías ido, y que intentaste regresar, pero –le mostró su reloj de pulsera–, son más de las siete y ya oscureció.
–¡No!
Ella rió como una niña divertida.
–¿Por qué vas tan lento si la calle está despejada?
–¿Le temes a esa muchachita?
–¿Muchachita? ¡Tienen casi la misma edad!
–Pero yo soy mayor.
Borja estaba excesivamente inquieto, y casi obsesivamente preocupado. Olvidó su conversación con Mónica y miró hacia la ventanilla, trataba de ubicarse dónde estaba. Reconoció un monumento, y supo que estaba quizá a un kilómetro y medio de su destino.
–Mónica, aumenta la velocidad, vas a dos kilómetros por hora en un lugar cuyo límite es cuarenta y el semáforo dará rojo…
–¿Y qué si se da cuenta? Tal vez ya va siendo hora… no sabes lo aburrido que es…
–¡No! ¿Por qué insistes?
Ella volvió a reír. Tal vez ahora con menos complacencia que antes y más resentida por la respuesta.
El tiempo que Borja seguía atrapado en el coche le producía una ansiedad pasmosa, sentía que su estómago le daba un vuelco. Estaba relativamente cerca, entonces pensó que llegaría más rápido si corría. Pero si no llegaba a tiempo, no sabría cómo explicarle a Dolores por qué había regresado a su despacho y de tal manera, sobre todo, porque ya habían acordado que se verían, y la forma como lo hicieron, dejaba implícita su presencia allí. Pero no le importó. Haló la palanca de la portezuela y descubrió con irritación que estaba cerrada.
–Ábreme.
Mónica lo vio, y descubrió con desazón su disposición a huir de su cita, por irse con su novia, a la que, según ella, había desplazado de su lugar, a uno menos importante al que ella se había escuetamente granjeado. La sola idea le producía furia. Ese amor primoroso y cargado de una excitante incertidumbre también estaba repleto de mezquindad.
–No.
–¡Qué! ¿Por qué?
–Ya déjala…
–¡Ábreme la puerta!
Mónica presionó el botón y la portezuela se liberó. Borja, que estaba recostado sobre ella y halando el mecanismo, cayó del auto en movimiento. Pero se levantó con una agilidad increíble. Ella reía nuevamente, pero ahora con un desagrado perceptible. Así, vio correr a Borja y atravesarse el bulevar a toda prisa. Estaba poseído, no lograba reconocerlo. Ella se quedó en silencio y paró el vehículo. Se aparcó y lo contempló ir a todo galope hasta que se metió en una cuadra y lo perdió de vista. Ella se apeó, rodeó su Aveo negro, y cerró la portezuela con languidez. Quiso consolarse con la visión de su novio, se preguntó dónde estaría y qué estaría haciendo. Pero la desolación la golpeaba, era una palpitación angustiosa que no acaba de comprender.
Borja, por su parte, esquivaba todo a su paso, mientras corría en la desolación de la nocturnidad, bañado por la luz ambarina del alumbrado público.
Cuando asomó por la otra esquina de la calle, en ese preciso instante, también asomó un carro rojo maltrecho y que se descascaraba a causa del óxido. Esperó unos interminables segundos a que pasara y luego continuó su marcha. El corazón le saltaba dentro del pecho, su cabeza era martillada desde adentro, y unas perlas de sudor le caían a raudales por las sienes y frente. El frío de la noche no podía curar la febril sensación en la que estaba imbuido; incluso, sintió cómo el sudor de sus axilas bajaba hasta su cintura. Su garganta era un tizón y su aliento lanzaba llamas inaguantables.
Pronto se dio cuenta de que la puerta del despacho estaba extrañamente abierta. Borja tragó secamente y se mordió la mandíbula. Entonces, comenzó a caminar lentamente. Hasta que entró en el despacho. Todo parecía estar inmerso en un desorden y sumido en la penumbra, la única luz que penetraba en la edificación era la que salpicaba desde afuera. Borja, comenzó a examinar el lugar, pero no parecía haber nadie.
–Dolores –murmuró–. ¿Estás aquí?
Al no haber respuesta, Borja siguió caminando, hasta que se topó con un cartoncillo con una foto de un paraíso tropical. La reconoció fácilmente, le pertenecía a Dolores. Un pensamiento fulminó su cerebro: lo sabe.
Borja salió por donde había entrado y alzó la mirada hacia la luna, tranquila y distante, ajena a los problemas de los hombres. Él resoplaba y por primera vez sintió un poco de pesar por dejar sembrada a Mónica. Fue un pensamiento fugaz que se cambió a un enojo repentino consigo mismo. Arrugó el cartoncillo y recordó que Dolores lo sabía. Arrojó al suelo el cartoncillo y se mordió los labios. Pero ya había pasado. Aunque intentó aleccionarse con pensamientos morales, ya no pudo contener un pensamiento que llevaba mucho tiempo tratando de brotar desde su subconsciente: «no me importa».
Y cuando ya se había sentido complacido por este pensamiento liberador, otro lo atajó, quizá con más fuerza, y le aplastó el segundo de gracia que había tenido: ¿y si me hubiera salido dos minutos antes, hubiera llegado a tiempo? Se imaginó pues, en aquel mundo paralelo, en el que él podía ser esa fantasía trágica. Poco después maldijo a Mónica por haberlo invitado y maldijo la aerolínea por no haber hecho el vuelo una hora antes.
Y allí estaba Borja, en la nocturnidad, parado y pensando en mundos distintos al suyo, figurándose cualquier tipo de cosas. Solo.
Santiago Trastámara

Nací para escribir, y con ello explorar la psique y las pasiones humanas.
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