-Camilo García Giraldo / REFLEXIONES–
La Revolución francesa, que se inició con el asalto del pueblo a la fortificación de la Bastilla en París en 1789, dio al traste con el antiguo régimen monárquico e instauró un orden republicano basado en los principios constitucionales-normativos contenidos en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, los cuales fueron escritos por los diputados de la Asamblea Nacional Constituyente en agosto de ese año y cuyo primer artículo dice: “Todos los hombres nacen libres e iguales en cuanto a sus derechos”.
Con esta declaración los legisladores revolucionarios franceses no solo reconocieron la validez universal del nuevo y revolucionario orden -un nuevo saber en la historia de la humanidad- forjado por los pensadores ilustrados sobre la condición naturalmente libre e igual de todos los seres humanos, sino que la convirtieron en la fuente de un derecho inalienable de todos; derecho que las autoridades políticas estatales no solo deben siempre reconocer, sino también garantizar de manera plena y completa.
Esta declaración que dio fundamento al nuevo orden político que estos revolucionarios instauraron fue celebrada al poco tiempo por el joven filósofo alemán Hegel, junto a sus compañeros de estudio en Tubinga, el también filosofo Schelling y el poeta Hölderlin, plantando un árbol. Años después, el poeta Schiller escribió su famoso poema Oda a la alegría para expresar la alegría que todos los hombres sienten de manera natural al enterarse de este nuevo saber fundamental sobre sí mismos. Beethoven, conmovido y entusiasmado por este poema, le puso música en el coro final de su gran novena sinfonía, dándole un carácter sublime a este saber que irrumpía con extraordinaria fuerza el horizonte intelectual y político de la modernidad.
No obstante este hecho, poco tiempo después esta declaración fue considerada por los pensadores socialistas, con Marx a la cabeza, como una declaración vacía de contenido, carente de realidad, porque esa igualdad natural y política de los hombres era sistemáticamente negada por las profundas desigualdades sociales que habían surgido al mismo tiempo en el seno de la sociedad capitalista. Desigualdades sociales que se debían al desigual acceso y posesión de los individuos de estas sociedades a los recursos y medios económicos, lo cual dependía de la pertenencia a una u otra clase social; si pertenecía a la burguesía, disfrutaba de la posesión de abundantes recursos económicos para satisfacer sus necesidades; y si por lo contrario pertenecía a la numerosa clase obrera, carecía casi por completo de estos recursos vitales. Hecho que constató y documentó ampliamente Engels en su conocido libro La situación de la clase obrera en Inglaterra que publicó en 1844 al describir detalladamente la situación de miseria en la que mal vivían los obreros, que estaban poniendo en marcha la Revolución industrial con el desempeño de su fuerza de trabajo, y sus familias en la época; libro que Marx apreció mucho.
Descubrir y declarar que todos los hombres son iguales por naturaleza en derechos no sería un saber verdadero o válido mientras existan en la sociedad profundas desigualdades sociales que los tornan precisamente desiguales. Pues son estas desigualdades las que forman, según Marx, la realidad esencial de sus vidas. De ahí que propuso el proyecto que enriqueció el horizonte de sentido de la modernidad, al atribuirle a la clase obrera la misión de suprimir esas desigualdades sociales que sufrían injustamente y cuya raíz estaba en la apropiación privada que realizan los dueños de los medios de producción, los capitalistas, del valor de los productos de su trabajo. Solo el día en que los obreros lograran eliminar esta causa que la originó, se hará realidad la declaración de los revolucionarios franceses sobre la igualdad de todos los hombres, es decir, se conseguirá la verdadera igualdad entre ellos.
Este proyecto guío, como se sabe, a los revolucionarios bolcheviques encabezados por Lenin en Rusia, en los países de Europa oriental y en otros países del mundo, para construir un orden socialista en donde no existieran las desigualdades sociales entre los hombres. Pero como lo construyeron desconociendo o negando los fundamentos normativos del Estado, el otro derecho esencial de la declaración de los derechos del hombre escrita por los revolucionarios franceses, el derecho de todos los miembros de la sociedad a ser libres como lo ordena su naturaleza, este orden socioeconómico socialista terminó perdiendo legitimidad para sus habitantes.
Pues, para los miembros de estas sociedades que observaban y constataban la existencia de este derecho consagrado y reconocido, así fuera formalmente, por los Estados democráticos, no les resultó suficientemente aceptable y válido vivir en una sociedad en la que eran social y económicamente iguales entre sí. Aspiraban a vivir, además, en el seno de una sociedad cuyas instituciones jurídicas y políticas les garantizaran la libertad, es decir, la posibilidad de obrar en función de su voluntad y expresar, exteriorizar y comunicar el contenido de su mundo interior -de sus sentimientos, vivencias, opiniones y pensamientos- no solo en el esfera privada sino, sobre todo, en el ámbito público. Por eso la igualdad socioeconómica que este orden socialista, instaurado por la Revolución rusa, garantizó no fue suficiente motivo para reconocerlo como un orden legítimo y duradero para sus vidas. Un orden político-jurídico que no reconoce el derecho a la libertad de todos los miembros de la sociedad no es o no puede ser naturalmente reconocido como válido por ellos. Esta falta de reconocimiento fue, entonces, la que lo condujo finalmente a derrumbarse y desintegrarse de modo irreversible a partir de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989.
Fotografía tomada de Colectivo Bastilla Plaza.
Camilo García Giraldo

Soy escritor y filosófo colombiano residenciado en Estocolmo, Suecia, desde hace 28 años.
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