Ídolos en el ocaso

Julio Floresache | Arte/cultura / EL ARTE DE LA FUGA

El pueblo adora el poder, está ávido de las migajas que los poderosos le tiran por debajo de la mesa, o por sobre sus cabezas aunque sean las miserias de la basura que defecan de la gula de sus palacios y mansiones, espera con ansias ver que el poderoso ostenta su riqueza o manifiesta su poder sobre la muchedumbre. Hay que ver a la plebe cuando ve pasar a su rey de caricatura con su oropel de máquinas de seguridad motorizadas aventando a todo el que se atraviese ante su paso. Ama la autoridad del garrote o las metralletas, la bota y la miniuzi imponiéndose sobre la mansedumbre que obligadamente se la debe por orden legal u orden de facto. Sucedía y sucede con las naciones que siguen teniendo monarquías aunque estas sean eméritas o se hayan instituido paralelamente a una política parlamentaria, y son palpables con los capos de la mafia y la droga, los oligarcas y empresarios explotadores erigidos en zares plenipotenciarios. Adora también a los caciques políticos y religiosos surgidos de esa misma dinámica empresarial a nivel local y regional, como construcciones hegemónicas que se van imponiendo en el día a día o desde los medios de comunicación que ellos mismos manejan o bien desde la fuerza pública ejercida con la violencia visual de sus armas a la vista.

Esta adoración deviene en la construcción de ídolos y héroes legitimados en la prensa y en los medios, en las instituciones que Althusser denominó como aparatos ideológicos del Estado, es decir, la iglesia, la escuela, la familia, el sistema jurídico, los medios y el ejército, entre otros. No cuentan con las herramientas para cuestionar la actitud sumisa que asumen ante cualquier ejercicio de poder, así son los pueblos.

La historia de los movimientos revolucionarios, que no es lo mismo que ese eufemismo con que a veces llamamos revolución a los cambios cosméticos que ocurren esporádicamente, como las revoluciones de colores que recién hace cinco años nos hacían ilusiones en la lucha anticorrupción, es una historia de conflictos, como una categoría de estudio social, donde por supuesto que existe la diplomacia y los anhelos de paz, pero es casi la regla que sin cierto grado de agitación y violencia como resistencia, no se alcanzan las revoluciones. Sucede que en términos de hegemonía global, las agendas del poder imperialista gringo se imponen sobre las luchas locales, y estas pasan a ser experimentos para su acelerada expansión, en lugar de su acelerada caída, como quisiéramos.

En ese orden de cosas que no cesan a pesar de la pandemia, o aún con ella como aliada, han trascendido en los últimos días tres noticias que en algún punto de la coyuntura nos muestran a una igual cantidad de ídolos que por razones históricas o mecanismos agendados están a la vista del público mientras aparentemente van alcanzando su propio crepúsculo, ese eufemismo con que se tapa la decadencia en la que ellos, a nivel institucional o a nivel personal, pueden estar cayendo o es latente que es lo que deseamos. En tres países y en tres historias que se tocan con el poder tradicional de la ultraderecha, la monarquía y las oligarquías tradicionales más rancias de sus regiones. Un rey caído en desgracia, un expresidente coludido con la corrupción y un exministro corrupto asociado al narcotráfico.

No tienen el mismo peso en los niveles de decadencia, por supuesto, pero los une un lazo común que solo se puede sostener desde la ultraderecha fascista, su abolengo criollo neofeudal instalado en el inconsciente colectivo como la racha de ídolos blancos-rubios-altos-ojicelestes-sangreazulados en los que se funda el racismo más duro del mundo occidental.

El caso del rey Juan Carlos I, huyendo de la justicia española y caído en el escrutinio de una nación que lo había catapultado al heroísmo por haber «salvado» la democracia en 1981 y aún antes, al promover una transición para salir de la dictadura franquista. Pero es que uno se pregunta cómo es que en pleno siglo XXI aún existen estos parásitos de las naciones y ostentan aún un poder aunque sea simbólico. A Juan Carlos I, su hijo Felipe VI tuvo que quitarle la asignación del presupuesto asignado del Estado a la Corona ante las acusaciones de haber desviado varios millones de euros a la cuenta de su amante de turno, luego de que la familia real se había enzarzado en líos financieros y en aventuras de caza furtiva en África mientras España se agitaba políticamente. Me hace recordar a un amigo colega, profesor universitario, con quien compartíamos charlas en la sala de «catedráticos» en una universidad privada de la oligarquía, quien me aseguraba que había estudios serios que habían concluido que las sociedades necesitan la figura de los monarcas para su propia estabilidad. Nunca me lo pudo mostrar, pero era obvia su postura, era un siervo de la realeza en el mismo banco que patrocinaba la universidad, y aunque ambos teníamos historias de ascendencia social por el esfuerzo personal y el estudio, y ahora «colaborábamos» en esa casa de estudios, sin duda sus dueños nos consideraban «siervos de la gleva» de su reinado intelectual.

Un segundo ídolo crepuscular, al menos por el momento, es el expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, acusado de tráfico de influencias y soborno a testigos, quien ahora enfrenta arresto domiciliario mientras el presidente Duque, su pupilo, hace movidas chuecas para formar una Asamblea Constituyente y reformar la Constitución para que esos otros parásitos políticos no puedan ser perseguidos. Componendas conocidas entre nosotros acá como el ya acuñado «Pacto de Corruptos», del que surge precisamente un tercer ídolo, todo un ejemplar despreciable de esa fauna de parásitos empresariales con apego a su abolengo oligarca y político, nada menos que Acisclo Valladares Urruela, el hijo de otro de su misma calaña política cachureca-criolla-fascista, Acisclo Valladares Molina, de historia conocida en el ámbito de la ultraderecha guatemalteca. Acusado de lavado de dólares para tráfico de influencias, es de esperar que haya captura y la causa prospere, aunque ya se sabe que puede morirse de COVID-19 para evadir a la justicia.

Colombia y Guatemala comparten todo un lazo de parentesco narcofascista, es conocida la ruta que siguen los cargamentos desde Sudamérica, deteniéndose en Guatemala para llegar a México y luego al más grande narcoimperio mundial, así que no es de extrañar que una corte gringa llame la atención en un momento en que las instituciones en Guatemala atraviesan una batalla crucial para la elección de cortes, la lucha contra la corrupción con un Ministerio Público inactivo en la cabeza a conveniencia de esa batalla y casos abiertos contra la impunidad que no prosperan.

Instituciones como la monarquía, sistemas como la oligarquía, que solo se sostienen mediante el miedo, deben caer.

¿Les llegará el ocaso?

Julio Floresache

Músico con formación antropológica, o antropólogo con formación de músico. Escritor sin formación más allá de la lectura voraz. Publicó Tocar el cielo… con Editorial La Tatuana, Guatemala, 2010. Apasionado por la música, la cultura y la educación. Algunos textos suyos se han publicado en revistas virtuales y físicas.

El arte de la fuga

Correo: floresache@gmail.com

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