Marcelo Colussi | Política y sociedad / ALGUNAS PREGUNTAS…
En 1876 Federico Engels presentaba su ensayo El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. Explicaba cómo el trabajo cumple la histórica misión de ir creando un ser cualitativamente nuevo a partir de una especie anterior. Es decir: el trabajo como actividad creadora comenzaba a transformar la naturaleza, abriendo un capítulo novedoso en la historia. Nunca, hasta ese entonces –hace dos millones y medio de años–, un animal había modificado consciente y productivamente su entorno. Fue cuando nuestros ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a tallar la primera piedra cuando puede decirse que hay «trabajo» en sentido humano, como actividad creadora, como práctica que transforma el mundo natural y transforma al mismo tiempo a quien la lleva a cabo. Desde que arrancó esa primera actividad con el primer Homo habilis, la evolución ha sido continua. En esa perspectiva, el papel del trabajo ha sido fundamental: fue la instancia que «creó» al ser humano. Pasamos de monos a seres humanos por el trabajo.
La historia del ser humano es la historia en torno a cómo fue organizándose ese acto tan especial, fundamental y definitorio que es el trabajo. Desde que nuestra especie pudo producir más de lo que necesitaba para sobrevivir, desde que hubo excedente, empezaron los problemas. Alguien –el más fuerte, el más listo, el más sinvergüenza, no importa– se apropió del excedente y surgieron las diferencias de clase social. Así venimos hace ya varios milenios, entre luchas a muerte entre poseedores y desposeídos, entre guerras y violencia. Los que quedaron como propietarios en esta lucha de clases –sean amos esclavistas, casta sacerdotal, señores feudales, o más recientemente burguesía industrial, accionistas, banqueros, etcétera– no ceden un milímetro de sus privilegios. Por otro lado, las grandes mayorías, que son los verdaderos productores de la riqueza social, los auténticos trabajadores –esclavos, campesinos pobres, obreros industriales, asalariados de toda laya (inclúyanse ahí los trabajadores intelectuales), etcétera– arrancan beneficios y mejoras en sus condiciones de vida solo a través de una lucha denodada contra sus opresores.
Esa es la historia de los trabajadores a través de estos 10 000 años: quien realmente produce, quien trabaja y crea la riqueza de las sociedades, está excluido de su aprovechamiento.
A mediados del siglo XIX surgen y se afianzan los sindicatos, logrando una cantidad de conquistas que hoy, desde hace décadas, son patrimonio del avance civilizatorio de todos: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derecho de huelga.
Con la caída del bloque soviético hacia fines del siglo XX, el gran capital se vio triunfador. En realidad no fue que terminó la historia ni las ideologías: ganaron las fuerzas del capital sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo mismo. Ganaron, y a partir de ese triunfo comenzaron a establecer las nuevas reglas del juego. Reglas, por lo demás, que significan un enorme retroceso en los avances sociales mencionados. Los ganadores del histórico y estructural conflicto –las luchas de clases– imponen hoy más que nunca las condiciones, las cuales se establecen en términos de mayor explotación y pérdidas de conquistas por parte del mundo de los trabajadores. En otros términos, a fines del siglo XX y comienzos del XXI se llegó a condiciones de vida como en el XIX. La manifestación más evidente de este retroceso es la precariedad laboral que vivimos, la que se presenta disfrazadamente con el oprobioso eufemismo de «flexibilización» laboral.
Contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral, sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo, son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida en el campo popular. El fantasma de la desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinta a las luchas obreras y campesinas de décadas pasadas, es «conservar el puesto de trabajo».
Hay alrededor de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI: la Organización Internacional del Trabajo reporta cerca de 30 millones), la explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser recuerdo del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas, sufren más aún por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas
Aunque estas últimas décadas fueron de retroceso para los trabajadores, la lucha sigue. Nadie dijo que la lucha fuera fácil. Si miramos la historia, queda claro que solo con enormes sacrificios se van cambiando las cosas. Y sin dudas, aunque hoy pareciera que nos acercamos más al mono debido a estos retrocesos sufridos, de nosotros, de nuestras luchas depende recuperar el terreno perdido y seguir avanzando más aún como trabajadores y como especie en definitiva.
Imagen tomada de Introduction to evolution (BIL 107).
Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.
Correo: mmcolussi@gmail.com
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