ROSALINA
Aquello era impresionante: cactus morados alegremente dispuestos sobre un césped amarillo interrumpido a cada tanto por matojos de azucenas de un azul profundo que destellaban su luz púrpura como enormes luciérnagas en sincronizada belleza. Árboles de primorosas formas que se inclinaban gentilmente hasta el suelo semejantes a mayordomos estrafalarios de una gran corte imperial, rocas calizas que parecían estar allí desde el principio de los tiempos, inusitadamente suaves al tacto de sus dedos, y un refrescante viento de suave ulular que remolineaba en espirales caprichosas e impredecibles emulando un juego de niños. Y al fondo, la silueta fantástica de una montaña granítica, enorme, investida de un aire grave y poderosamente inmutable.
Rosalina supo que había llegado al final de su viaje y se encaminó decididamente a las entrañas de su destino, cuando, justamente antes de desaparecer entre las sombras, reparó en que, en su paraíso, no había cielo.
En el mismo instante pero muy lejos de allí, un joven reportero corría a la oficina del periódico local con la emoción de una primicia entre sus notas: la crónica del primer suicidio del año en el pueblo.
VIDAL
De pronto, Vidal se sorprendió a sí mismo dando vueltas sin sentido en torno a la cocina, la habitación, el cuarto de lavandería, el estudio, y de nuevo a la cocina. Buscaba algo, y, a pesar de tenerlo asido por las manos de su mente fresca, recién lúcida después de una siesta vaporosa; se le escapaba, se le hacía escurridizo, se esfumaba, se disolvía entre el aguacero que golpeaba la lámina ininterrumpidamente y con tan perfecta uniformidad, que podría haberse afirmado que llovía desde hacía siglos.
“Es una mierda estar en medio de la nada” se dijo en voz alta, mientras rodeaba la vieja lavadora de un roñoso color marfilado. “Bueno, el centro comercial de la esquina no cuenta, siempre está vacío”, volvió a decir, como contestándose una pregunta no pronunciada, justo cuando pasaba de nuevo frente a su cama.
Su cama.
Vidal se detuvo en seco y con un rápido y leve ladeo de cabeza, fijó su mirada endurecida sobre los pliegues de las sábanas que cubrían el lecho desarreglado y maloliente, congelando sus gestos de una manera tan abrupta que por un instante pareció un maniquí fuera de lugar en una bodega abandonada.
Maniquí.
Luego, reanudó su caminar –ahora lento y silencioso– hasta la mitad del colchón, y con el cansancio de un largo viaje que por fin llega a su final, cayó de rodillas sobre los mosaicos verde olivo del piso de su apartamento. Encorvado sobre el suelo, sus brazos se movieron por lo bajo en afanosos círculos, antes de alzar entre sus manos trémulas una cajita de madera barnizada en caoba mate y primorosamente anudada con un cintillo de seda marrón, perfumado con una fragancia que empezó pareciéndole extraña, pero que luego se le hizo lejanamente familiar.
Lejanamente familiar…
“Otro recuerdo que se me va”, se escuchó decir con voz gangosa, al tiempo que sus dedos ásperos y torpes ensayaban un delicado desamarre que, al segundo intento, se desdibujó en movimientos frenéticos y desesperados, rompiendo a fuerza de tirón las hebras de la cenefa colocada –según parecía– con mucho amor.
¿Amor?
“No, ya no hay tiempo para el amor”, afirmó con amargura, a la vez que levantó la tapa hasta dejar al descubierto una acolchada tela de terciopelo rojo intenso sobre la cual descansaba –con la majestuosidad de una joya de invaluables quilates– una escuadra bañada en cromo, calibre 0.45 especial, cuyo brillo pareció saltarle a los ojos desvaneciendo brevemente su torvo mirar.
Mirar… y mirar.
En un gesto íntimo, casi de lascivia, Vidal recorrió con las rugosas yemas de sus dedos el contorno del arma, delineando su forma metálica con la misma gracia con la que, por vez primera, trazó las rosadas huellas que el sostén había dejado en la exquisita desnudez de su esposa, aún ruborizada; y al igual que en aquella ocasión, sonrió.
“¡¡Es una mierda estar en medio de la nada!!”, repitió de nuevo, dando un alarido, como si en la fuerza de su grito yaciera la justificación de lo que iba a hacer.
Lo que iba a hacer.
“¿Qué iba a hacer?”, se preguntó, pistola en mano, y por un momento –uno muy breve– pareció sucumbir ante la esperanza. Pero inmediatamente rectificó diciendo: “lo que voy a hacer ya está hecho”. Suspiró profundamente, hasta las entrañas, y sentenció: “hace tiempo que soy un cadáver”.
En medio de un sudor viscoso, repentino, y un largo y destemplado sollozo a través del cual su dolor afloraba desde la médula, volátil e irónicamente vital, la mano de Vidal se elevó en elegante ceremonia –como izando una bandera– hasta alinear el cañón de la 45 especial a la altura de su sien. Entonces jaló el gatillo.
Nada.
Cayó el arma estrepitosamente al suelo, cayó también el sonido imaginario de un balazo que empezaba a bosquejarse en el ambiente y que nunca se materializó, y al último, se dejó venir un retazo de recuerdo con el nombre de una armería y la palabra REPUESTO vergonzosamente adherida en forma de etiqueta: hacía tiempo que el gatillo estaba dañado, necesitaba reparación.
Y quizá, con todo aquello, se hubiera venido abajo el apartamento entero, pero parecía afianzado firmemente en el tiempo y espacio por la lluvia imperturbable, sempiterna, cruel.
Con la cabeza hundida entre las manos, Vidal padeció la peor de las agonías: aquella donde no hay muerte posible. Levantó el rostro anegado en llanto hacia un cielo metafórico, y gritó con todas sus fuerzas: “¡¡ES UNA MIERDA NO ESTAR EN NADA!!” Luego calló, y cayó.
No cesaba de llover.
Imagen tomada de Pinterest.
Fabio Díaz

17 años trabajando como administrador y/o contador, hasta que un día decidí – irresponsablemente – abandonar la seguridad de un trabajo estable, predecible y confiable, para embarcarme en la aventura de trabajar como actor y locutor comercial y voz en off para documentales, y tratar de vivir de ello. desde entonces, he sido irresponsablemente muy feliz. La locución me hizo ver el poder que tienen las palabras, y el teatro me llevó a enfrentarme conmigo mismo a través de la creación e interpretación de personajes que siéndome totalmente ajenos, me enseñaron más sobre mí que cualquier otro curso de auto conocimiento y exploración. No puedo terminar con nada concluyente, el camino continúa.
Un Commentario
Simplemente, que exquisitez se encuentra en la narrativa de Fabio Díaz; me condujo a lugares inhóspitos e insospechados en donde uno quisiera estar y permanecer sin tener que volver a la fría y cruda realidad de nuestra vida.
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